(Salamanca, España, 1976)
Caridad
cada mañana abrigo la esperanza de que el hombre más dulce del mundo
me tome por su segunda esposa
las madres de mis hijos atienden las gasolineras de la zona
y en las casas que no son la mía
los edredones huelen a campo y tienen
el mismo dibujo rosado que los de mi infancia
que me tape la cabeza con sus brazos el que quiera
que las algas se me enreden en el pelo cuando baje por el río
como a Virginia Wolf
***
Gran Café
voy a esa cafetería porque me divierte lo confieso
camuflarme entre ellas y fantasear con que son abuelas mías
o tías abuelas mientras sorben el chocolate y comen churros
con despreocupado apetito y las mejillas tan encendidas
bajo sus perfectas permanentes me gustaría
jugar al tute participar de sus conversaciones
sobre amigos víctimas de la insuficiencia renal
de cómo caer en desgracia por culpa de una hija tan díscola
dormir la siesta en sus regazos de tela buena
bajo el brillo de pendientes que hace casi un siglo
cuelgan de sus lóbulos
pero me quedo aquí
leyendo el periódico mirando de reojo tratando de averiguar
quién me enseñaría encantada a hacer ganchillo quién
corte y confección quién a cocinar quién hizo contrabando
en la posguerra civil quién tuvo la suerte de casarse enamorada
quién celebró de corazón
el voto femenino.
***
Tengo el récord
ostento el récord mundial
en hacer planes
para nada
tiendo los cacharros
cocino los cristales
friego la comida
soy una Carson McCullers
sin talento
***
Acerca de su libro La felicidad lingüística (Ed. De la Luna, España, 2013), dice:
De adolescente veía una serie yanqui en que una chica paraba el tiempo juntando las yemas de sus dos dedos índice, y así, ingenuamente, me sentía yo cuando empecé a escribir poemas: ralentizando el tiempo, intensificando la vivencia, desautomatizando, propiciando el desvelamiento. Hace años de ambas cosas. Ahora escribir tiene para mí mucho de ensamblaje, de decisión, de construcción de la experiencia y de mi misma, por tanto- recordando de alguna manera lo que dice María Zambrano, su razón poética-. Aunque no por ello deje de ensanchar la parcela de atención seleccionada y la complejice, haciéndola más interesante –¿e intensa?- y llenándola incontrolablemente de significados durante el proceso.
La felicidad que me proporciona escribir poemas no tiene que ver con los temas que trato. Esos temas me sirven para afirmar la vida, para tomármela tan en serio como pueda. Mi vida. Para inscribir – creo que Derrida usa esta palabra, me lo dijo mi amigo Fernando- sus acontecimientos. No escribo desgarrada. La felicidad lingüística a la que me refiero en el título es esta, y mi empeño en titular el poemario así es para que mi madre no vuelva a decirme que le pone triste leer mis poemas -el sentir que inicia la cadena de los razonamientos-.Aunque soy consciente de que eso dependerá poco de mí, cada uno guarda y proyecta sus propios sentidos, tan íntimos y únicos como compartidos, curiosamente.
Luego está lo de hacer cosas con el lenguaje -Austin y sus actos de habla, que me interesa tanto-, el pasaje de lo puramente representativo al placer de realizar lo deseado; esa satisfacción es a lo que él llama felicidad ligüística. El lenguaje como seducción, los ritmos de la retórica que conectan con los ritmos del cuerpo. Esos ritmos, el quehacer, lo material. Se escribe para, algo o alguien. Y sobre todo se publica para.
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