lunes, 16 de febrero de 2015

Los techos oían lo que les arrojaba al oído

VLADIMIR MAIAKOVSKI

(Baghdati, Georgia, Rusia, 1893-Moscú, id., 1930)

MI UNIVERSIDAD 

¿Sabe francés, 
restar, 
multiplicar? 

Declina maravillosamente! 
¡Que decline! 
Pero oiga, 
¿acaso usted podría cantar a dúo, 
con los edificios? 
¿Usted acaso comprende 
el idioma de los tranvías? 
El hombre, a veces, 
apenas sale del cascarón 
y ya lleva libros bajo el brazo, 
y cuadernos escritos. 
Yo 
aprendí el alfabeto en los letreros, 
hojeando páginas de estaño y hierro. 
Los maestros 
toman la tierra, 
la descarnan, 
la destrozan, 
y enseñan: 
–Toda ella 
no es más que un globo pequeño, redondo. 
Pero yo
con los codos aprendí geografía. 
No en vano he dormido tanto sobre la tierra. 
Los historiadores se atormentan con 

/importantes preguntas:

–¿Era o no era roja la barba de Barbarroja? 
¡Que sea! 
No me gusta meterme en las mentiras con 
/telaraña.

Yo conozco de Moscú cualquiera de sus 
/historias.

Hablan de Dobroliubov (para que lo odien) 
pero su apellido está en contra, 
protesta la familia. 
Yo 
desde niño 
aprendí a odiar a los gordos, 
a los que se venden por una comida. 
Se sientan, 
charlan, 
y para gustarle a la dama, 
hacen sonar sus pobres ideas 
con sus frentes llenas de monedas. 
Yo 
dialogaba sólo con los edificios, 
y las tomas de agua eran mis interlocutoras. 
Con la ventana del oído atento escuchando, 
los techos oían lo que les arrojaba al oído. 
Y luego, 
de noche, 
sobre una cosa 
o la otra 
nos pasábamos charlando, 
moviendo la "sin hueso". 
**
¿SE ATREVE? 

Yo emborronaré el mapa de lo vulgar 
vertiendo la pintura en un vaso. 
En un plato de gelatina mostré 
los pómulos oblícuos del océano. 

En las escamas de un pez de hojalata 
leí la llamada de nuevos labios. 
Y usted 
¿se atreve 
a tocar un nocturno 
en la flauta de los canalones? 

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char