domingo, 3 de mayo de 2015

Barcos contra la corriente

FRANCIS SCOTT FITZGERALD 

(EE.UU., 1896-1940)

EL GRAN GATSBY
(Fragmentos)

En mis años mozos y más vulnerables mi padre me dio un consejo que desde aquella época no ha dejado de darme vueltas en la cabeza.
“Cuando sientas deseos de criticar a alguien” –fueron sus palabras– “recuerda que no todo el mundo ha tenido las mismas oportunidades que tú tuviste”.
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Casi en la mitad del camino entre West Egg y Nueva York la carretera se une con la carrilera y corre a su lado durante un cuarto de milla, como huyendo de cierta desolada área de tierra. Es un valle de cenizas, una granja fantástica donde las cenizas crecen, como el trigo, en cerros, colina, y grotescos jardines: un valle donde las cenizas toman la forma de casas, chimeneas y humo en ascenso, e incluso, con un esfuerzo trascendente, la de hombres grises que se mueven envueltos en la niebla, a punto de desplomarse y a través de la polvorienta atmósfera. De vez en cuando una hilera de autos grises pasa reptando a largo de un sendero invisible, emite un traqueteo fantasmagórico y se detiene, acto seguido unos hombres grises como la ceniza se trepan con palas plomizas y agitan una nube impenetrable que tapa su oscura operación a la vista.
Pero encima de la tierra gris y de los espasmos del polvo desolado que todo el tiempo flota sobre ella, se pueden percibir, al cabo de un momento, los ojos del T.J. Eckleburg. Los ojos del T.J. Eckleburg son azules, y gigantescos, con retinas que miden una yarda. No se asoman desde rostro alguno sino tras un par de enormes anteojos amarillos, posándose sobre una nariz inexistente. Es evidente que el oculista chiflado y guasón los colocó allí a fin de aumentar su clientela del sector de Queens, y después se hundió en la ceguera eterna, los olvidó o se mudó. Pero sus ojos, un poco desteñidos por tantos días al sol y al agua sin recibir pintura, cavilan sobre el solemne basurero.
Por uno de los lados el valle de las cenizas limita con un riachuelo fétido, y cuando se abre el puente levadizo para que pasen las barcazas, los pasajeros de los trenes que esperan pueden observar la deprimente escena, a veces hasta por media hora. Siempre es necesario hacer un alto allí, por lo menos de un minuto.
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Creo que fue el tercer día cuando llegó de un pueblo de Minnesota un telegrama firmado por Henry C. Gatz. Sólo decía que el remitente iba a salir de inmediato que se pospusiera el funeral hasta su llegada.
Era del padre de Gatsby, un anciano solemne, totalmente indefenso y apabullado, envuelto en un abrigo largo y barato a pesar del cálido día septembrino. Tenía los ojos siempre húmedos por la emoción, y cuando le recibí el maletín y la sombrilla de las manos, comenzó a halarse tan seguido la barba gris y rala que casi no logro quitarle el abrigo. Viéndolo a punto de desplomarse lo llevé al salón de música, donde lo hice sentar mientras enviaba por algo para comer. Pero no quería nada, y el vaso de leche se le derramaba en la mano temblorosa.
–Lo leí en el periódico de Chicago –dijo–. Salió todo en el periódico de Chicago. De inmediato me vine para acá.
–Yo no sabía cómo localizarlo a usted.
Sus ojos, sin fijarse en nada, se movían todo el tiempo por el cuarto.
–Fue un loco –dijo–; tuvo que haber estado loco.
–¿No quisiera tomar un poco de café? –le insistí.
–No quiero nada. Ya estoy bien, señor...
–Carraway.
–Bien, ya me siento mejor. ¿Dónde tienen a Jimmy?
Lo llevé al salón donde yacía su hijo y lo dejé allí.
Algunos niños habían subido por las escalinatas y miraban hacia el vestíbulo. Cuando les dije quién había llegado se marcharon a regañadientes.
Después de un rato el señor Gatz abrió la puerta y salió, con la boca abierta, el rostro un poco abochornado, y derramando lágrimas aisladas y extemporáneas. Había llegado a una edad donde la muerte ya no guarda ninguna sorpresa fantasmagórica y cuando miró en torno suyo, ahora por primera vez, y vio el tamaño y esplendor del vestíbulo y los grandes cuartos que desde él se abrían hacia otros, su dolor comenzó a mezclarse de orgullo reverente. Le ayudé a subir a un cuarto del piso de arriba; cuando se quitó el abrigo y el chaleco le conté que los arreglos habían sido postergados hasta que él llegara.
–Yo no sabía qué hubiera deseado hacer usted, señor Gatsby...
–Gatz es mi nombre.
.... Señor Gatz, pensé que quizás usted querría llevarse el cadáver al Oeste.
Dijo que no con la cabeza.
–A Jimmy siempre le gustó más el Este. Llegó hasta esta posición en el Este. ¿Era usted amigo de mi hijo, señor ... ?
–Éramos muy amigos.
–Tenía sin gran futuro ante sí, ¿sabe? Era muy joven aún, pero tenía mucho poder mental aquí. Se tocó la cabeza con gran reverencia, y yo afirmé que sí.
–Si hubiera seguido viviendo, habría llegado a ser un gran hombre. Un hombre como James J. Hill hubiera ayudado a construir este país.
–Es cierto dije –sintiéndome incómodo.
–Luchó con el cubrecama bordado, tratando de quitarlo de la cama, se acostó tenso y en un instante cayó dormido.
Aquella noche llamó una persona, obviamente asustada, que pidió saber quién era yo antes de dar su nombre.
–Soy el señor Carraway –dije–.
–¡Ah!, sonó aliviado. Habla el señor Klipspringer.
Yo también me sentí aliviado porque parecía prometer otro amigo en la tumba de Gatsby. Yo no quería que saliera en los periódicos y que atrajera una multitud de curiosos, por lo que me había puesto a llamar a alguna gente personalmente. Pero era difícil consolarles.
–El funeral es mañana –dije. A las tres de la tarde, aquí en la casa, me gustaría que le dijeras a alguien que pudiera estar interesado.
–Oh, sí, lo haré –estalló–. Pero no es muy probable que vea a nadie; si veo a....
Su tono me hizo recelar.
–Usted sí vendrá, ¿no?
–Pues..., al menos voy a hacer lo posible. Para lo que llamaba era para...
–Vea, hombre –interrumpí, ¿por qué no dice que va a venir?
–Bueno, el hecho... la verdad es que estoy con una gente aquí en Greenwich, que espera que pase el día con ellos mañana. Verá, hay una especie de paseo o algo así. Por supuesto que voy hacer lo posible por zafármeles.
Pronuncié un furioso: “¡ja!” que él debió haber oído, porque siguió diciendo, nervioso:
–Para lo que llamaba era por un par de zapatos que dejé allí. No será mucho problema hacer que el mayordomo me los envíe. Vea usted, son de tenis, y me siento indefenso sin ellos. Mi dirección es: a nombre de B.F...
No oí el resto del nombre, porque colgué el teléfono. Después de eso sentí una especie de vergüenza por Gatsby ...; un caballero a quien llamé por teléfono insinuó que se merecía su suerte. Sin embargo, en este caso la culpa fue mía, porque él era uno de esos que solían despreciar a Gatsby con más encono, envalentonado con su licor, y yo debí haber tenido la inteligencia suficiente para no llamarlo.
La mañana del funeral me fui para Nueva York para ver a Meyer Wolfsheim; me había dado cuenta de que era imposible localizarlo de algún otro modo. La puerta que empujé, aconsejado por el muchacho del ascensor, llevaba el nombre de “Compañía de arrendamientos La swastika”, y al principio no parecía haber nadie adentro pero después de gritar “hola” varias veces en vano, oí que estallaba una discusión detrás de una mampara y acto seguido, una hermosa judía apareció en la puerta interior y me escrutó con sus ojos negros hostiles.
–No hay nadie adentro –dijo ella–. El señor Wolfsheim se fue para Chicago.
La primera parte de esto era obviamente falsa, porque alguien muy desafinado había comenzado a silbar El Rosario, allí adentro.
–Por favor, dígale que el señor Carraway desea verlo.
–No lo puedo traer de Chicago, ¿no ve?
En ese momento, la voz inconfundible del señor Wolfsheim gritó: “¡Estela!”, del otro lado de la puerta.
–Deje su nombre en el escritorio –dijo con afán–. Yo se lo daré a él cuando llegue.
–Pero yo sé que él está aquí.
Dio un paso hacia mí e indignada, comenzó a frotarse las manos en las caderas.
–Ustedes los jóvenes piensan que cuando les da la gana pueden meterse en cualquier parte a la fuerza –regañó–. Estamos hartos de esto. Cuando yo digo que está en Chicago, está en Chicago.
–¡Ah! –me miró de arriba a abajo otra vez–. Por favor, ¿cómo dijo que se llamaba?
Desapareció. Un instante después Wolfsheim apareció con mucha prosopopeya en el quicio,
estirándose ambos brazos. Me hizo entrar a su oficina, mientras anotaba con voz emocionada que era tiempo de dolor para todos nosotros, y me ofrecía un cigarro.
–Recuerdo cuando lo conocí por primera vez: un joven mayor, acabado de salir del ejército y cubierto de medallas conseguidas en la guerra; estaba tan mal que llevaba puesto su uniforme porque no tenía con qué comprar ropa de civil. La primera vez que lo vi fue cuando llegó al salón de billar de Winebrenner en la calle 43 a pedir trabajo. No había comido nada hacía un par de días. “Ven y almuerza conmigo”, le dije.
En media hora se comió más de cuatro dólares de comida.
–¿Lo inició usted en los negocios? –pregunté.
–¿Lo inicié?, ¡lo hice!
 –Ah.
–Lo saqué de la nada, de la alcantarilla. Muy pronto me di cuenta de que era un joven de buena apariencia, todo un caballero, y cuando me dijo que era egresado de Oxford, supe que tenía un buen oficio para él. Lo hice unirse a la Legión Americana y allí ocupó un alto lugar. Poco después hizo un trabajo para un cliente mío en Albany. Fuimos muy unidos –levantó dos dedos bulbosos–; uña y mugre.
Me pregunté si su sociedad habría incluido la transacción en 1919 con la serie mundial.
–Ahora está muerto  –dije después de un rato–. Usted era su amigo más íntimo; entonces sé que querrá venir a su funeral esta tarde.
–Me gustaría mucho.
–Bueno, venga entonces.
 Los pelos de sus fosas nasales temblaron un poco y al decir que no con su cabeza, sus ojos se llenaron de lágrimas.
–No lo buedo hacer; no me buedo involucrar en esto dijo.
–No hay nada en qué involucrarse. Ya todo pasó.
–Cuando asesinan a un hombre no me gusta mezclarme de ninguna manera. Me quedo afuera. Cuando era joven era otra cosa; si moría un amigo, no importaba cómo, yo permanecía con él hasta el final. A usted puede barecerle que soy sentimental, pero así era: hasta el duro final.
Vi que por alguna razón muy personal estaba decidido a no ir, y entonces me levanté.
–¿Eres universitario? –preguntó de pronto.
Por un momento pensé que me iba a sugerir una conexión, pero se limitó a mover la cabeza y me estrechó la mano.
–Aprendamos a mostrarle nuestra amistad a un hombre cuando está vivo y no después de muerto –sugirió–. Además de ésta, mi única regla es dejar las cosas en paz.
Cuando me marché de su oficina el cielo se había oscurecido y regresé a West Egg en medio de la llovizna. Tras cambiarme la ropa me encaminé adonde el vecino y encontré al señor Gatz, muy excitado, caminando por el vestibulo. El orgullo que sentía por su hijo y por sus posesiones iba en aumento y ahora quería mostrarme algo.
–Jimmy me envió esta fotografía –la sacó de su billetera con dedos temblorosos–. Mire.
Era una foto de la casa, arrugada en las esquinas y sucia por las huellas de muchas manos. Me señaló cada detalle con ansiedad.
–¡Mire esto! –dijo buscando admiración en mis ojos. La había mostrado con tanta frecuencia que yo creo que le era más real que la casa misma.
–Jimmy me la envió. Me parece una foto muy bonita. Se ve muy bien.
–Sí, muy bien. ¿Había visto a su hijo últimamente?
–Venía a verme cada dos años y me compró la casa donde vivo ahora. Claro que estábamos en la ruina cuando se escapó de casa, pero ahora veo que tenía razón en hacerlo. Él sabía que tenía un gran futuro ante sí. Y desde el momento en que tuvo éxito fue muy generoso conmigo.
Renuente a guardar la foto, me la puso otro momento ante los ojos. Luego la volvió a meter en la billetera y sacó de su bolsillo una vieja copia de un libro llamado Hopalong Cassidy.
–Mire, este es un libro que tenía cuando era niño. Esto le muestra.
Lo abrió en la contra carátula y me lo entregó para que yo viera. En la última hoja estaba escrita la palabra “horario” y la fecha septiembre 12 de 1906; y debajo:

 Levantarme de la cama 6:00 AM
 Ejercicio de pesas y de escalar 6:15 a 6:30 AM
 Estudiar electricidad, etc. 7:15 a 8: 15 AM
 Trabajar 8:3O a 4:30 PM
Béisbol y deportes 4:30 a 5:00 PM
 Practicar locución, pose y cómo lograrla 5:00 a 6:00 PM
 Estudiar inventos necesarios 7:00 a 8:00 PM
RESOLUCIONES GENERALES
 No perder tiempo en Shafters o (un nombre indescifrable)
 No fumar o mascar chicle
 Bañarse día por medio
 Leer cada semana un libro o una revista cultos
 Ahorrar cinco dólares (tachado) tres dólares semanales
 Ser mejor con los padres.

–Encontré este libro por accidente –dijo el viejo–. Le muestra a uno como era, ¿no es así?
–Sí, le muestra a uno eso.
–Jimmy estaba destinado a salir adelante. Siempre tenía alguna resolución o algo por el estilo. ¿Notó aquello que pone sobre mejorar la mente? Siempre fue muy bueno para eso. Una vez me dijo que yo comía como un cerdo, y le pegué por ello.
No quería cerrar el libro; leía cada renglón en voz alta y me miraba con ansiedad. Creo que esperaba que yo anotara esa lista para mi propio uso. Un poco antes de las tres, el pastor luterano llegó de flushing.
Lo mismo que el padre de Gatsby, comencé a asomarme involuntariamente por las ventanas para ver si veía otros autos. A medida que el tiempo pasaba y, los sirvientes entraban y se quedaban de pie en el vestíbulo, sus ojos comenzaron a parpadear con ansiedad, y empezó a hablar de la lluvia en un tono incierto y preocupado. El pastor miró varias veces su reloj, lo llevé entonces a lado y le pedí que esperáramos media hora más. Pero de nada sirvió. Nadie vino.
**
Gatsby creía en la luz verde, el futuro orgiástico que año tras año retrocedo ante nosotros. En ese entonces nos fue esquivo, pero no importa; mañana correremos más aprisa extenderemos los brazos más lejos... hasta que, una buena mañana...

De esta manera seguimos avanzando con laboriosidad, barcos contra la corriente, en regresión sin pausa hacia el pasado.

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char