FRANCIS SCOTT
FITZGERALD
(EE.UU., 1896-1940)
EL GRAN
GATSBY
(Fragmentos)
En mis años
mozos y más vulnerables mi padre me dio un consejo que desde aquella época no
ha dejado de
darme vueltas en la cabeza.
“Cuando
sientas deseos de criticar a alguien” –fueron sus palabras– “recuerda que no
todo el mundo ha tenido las mismas oportunidades que tú tuviste”.
**
Casi en la
mitad del camino entre West Egg y Nueva York la carretera se une con la
carrilera y corre a su lado durante un cuarto de milla, como huyendo de cierta
desolada área de tierra. Es un valle de cenizas, una granja fantástica donde
las cenizas crecen, como el trigo, en cerros, colina, y grotescos jardines: un
valle donde las cenizas toman la forma de casas, chimeneas y humo en ascenso, e
incluso, con un esfuerzo trascendente, la de hombres grises que se mueven
envueltos en la niebla, a punto de desplomarse y a través de la polvorienta
atmósfera. De vez en cuando una hilera de autos grises pasa reptando a largo de
un sendero invisible, emite un traqueteo fantasmagórico y se detiene, acto
seguido unos hombres grises como la ceniza se trepan con palas plomizas y
agitan una nube impenetrable que tapa su oscura operación a la vista.
Pero encima
de la tierra gris y de los espasmos del polvo desolado que todo el tiempo flota
sobre ella, se pueden percibir, al cabo de un momento, los ojos del T.J.
Eckleburg. Los ojos del T.J. Eckleburg son azules, y gigantescos, con retinas
que miden una yarda. No se asoman desde rostro alguno sino tras un par de
enormes anteojos amarillos, posándose sobre una nariz inexistente. Es evidente
que el oculista chiflado y guasón los colocó allí a fin de aumentar su
clientela del sector de Queens, y después se hundió en la ceguera eterna, los
olvidó o se mudó. Pero sus ojos, un poco desteñidos por tantos días al sol y al
agua sin recibir pintura, cavilan sobre el solemne basurero.
Por uno de
los lados el valle de las cenizas limita con un riachuelo fétido, y cuando se
abre el puente levadizo para que pasen las barcazas, los pasajeros de los
trenes que esperan pueden observar la deprimente escena, a veces hasta por
media hora. Siempre es necesario hacer un alto allí, por lo menos de un minuto.
**
Creo que fue
el tercer día cuando llegó de un pueblo de Minnesota un telegrama firmado por
Henry C. Gatz. Sólo decía que el remitente iba a salir de inmediato que se
pospusiera el funeral hasta su llegada.
Era del
padre de Gatsby, un anciano solemne, totalmente indefenso y apabullado,
envuelto en un abrigo largo
y barato a pesar del cálido día septembrino. Tenía los ojos siempre húmedos por
la emoción, y cuando le recibí el maletín y la sombrilla de las manos, comenzó
a halarse tan seguido la barba gris y rala que casi no logro quitarle el
abrigo. Viéndolo a punto de desplomarse lo llevé al salón de música, donde lo hice
sentar mientras enviaba por algo para comer. Pero no quería nada, y el vaso de
leche se le derramaba en la mano temblorosa.
–Lo leí en
el periódico de Chicago –dijo–. Salió todo en el periódico de Chicago. De
inmediato me vine para acá.
–Yo no sabía
cómo localizarlo a usted.
Sus ojos,
sin fijarse en nada, se movían todo el tiempo por el cuarto.
–Fue un loco
–dijo–; tuvo que haber estado loco.
–¿No
quisiera tomar un poco de café? –le insistí.
–No quiero
nada. Ya estoy bien, señor...
–Carraway.
–Bien, ya me
siento mejor. ¿Dónde tienen a Jimmy?
Lo llevé al
salón donde yacía su hijo y lo dejé allí.
Algunos
niños habían subido por las escalinatas y miraban hacia el vestíbulo. Cuando
les dije quién había
llegado se marcharon a regañadientes.
Después de
un rato el señor Gatz abrió la puerta y salió, con la boca abierta, el rostro
un poco abochornado,
y derramando lágrimas aisladas y extemporáneas. Había llegado a una edad donde
la muerte ya no guarda ninguna sorpresa fantasmagórica y cuando miró en torno
suyo, ahora por primera vez, y vio el tamaño y esplendor del vestíbulo y los
grandes cuartos que desde él se abrían hacia otros, su dolor comenzó a mezclarse
de orgullo reverente. Le ayudé a subir a un cuarto del piso de arriba; cuando
se quitó el abrigo y el chaleco le conté que los arreglos habían sido
postergados hasta que él llegara.
–Yo no sabía
qué hubiera deseado hacer usted, señor Gatsby...
–Gatz es mi
nombre.
.... Señor
Gatz, pensé que quizás usted querría llevarse el cadáver al Oeste.
Dijo que no
con la cabeza.
–A Jimmy
siempre le gustó más el Este. Llegó hasta esta posición en el Este. ¿Era usted
amigo de mi hijo, señor ... ?
–Éramos muy
amigos.
–Tenía sin
gran futuro ante sí, ¿sabe? Era muy joven aún, pero tenía mucho poder mental
aquí. Se tocó la
cabeza con gran reverencia, y yo afirmé que sí.
–Si hubiera
seguido viviendo, habría llegado a ser un gran hombre. Un hombre como James J.
Hill hubiera
ayudado a construir este país.
–Es cierto
dije –sintiéndome incómodo.
–Luchó con
el cubrecama bordado, tratando de quitarlo de la cama, se acostó tenso y en
un instante cayó dormido.
Aquella
noche llamó una persona, obviamente asustada, que pidió saber quién era yo
antes de dar su nombre.
–Soy el
señor Carraway –dije–.
–¡Ah!, sonó
aliviado. Habla el señor Klipspringer.
Yo también
me sentí aliviado porque parecía prometer otro amigo en la tumba de Gatsby. Yo
no quería que
saliera en los periódicos y que atrajera una multitud de curiosos, por lo que
me había puesto a llamar a alguna gente personalmente. Pero era difícil
consolarles.
–El funeral
es mañana –dije. A las tres de la tarde, aquí en la casa, me gustaría que le
dijeras a alguien que pudiera estar interesado.
–Oh, sí, lo
haré –estalló–. Pero no es muy probable que vea a nadie; si veo a....
Su tono me
hizo recelar.
–Usted sí vendrá, ¿no?
–Pues..., al
menos voy a hacer lo posible. Para lo que llamaba era para...
–Vea, hombre
–interrumpí, ¿por qué no dice que va a venir?
–Bueno, el
hecho... la verdad es que estoy con una gente aquí en Greenwich, que espera que
pase el día con ellos mañana. Verá, hay una especie de paseo o algo así. Por supuesto
que voy hacer lo posible por zafármeles.
Pronuncié un
furioso: “¡ja!” que él debió haber oído, porque siguió diciendo, nervioso:
–Para lo que
llamaba era por un par de zapatos que dejé allí. No será mucho problema hacer
que el mayordomo me los envíe. Vea usted, son de tenis, y me siento indefenso
sin ellos. Mi dirección es: a nombre de B.F...
No oí el
resto del nombre, porque colgué el teléfono. Después de eso sentí una especie
de vergüenza por Gatsby ...; un caballero a quien llamé por teléfono insinuó
que se merecía su suerte. Sin embargo, en este caso la culpa fue mía, porque él
era uno de esos que solían despreciar a Gatsby con más encono, envalentonado
con su licor, y yo debí haber tenido la inteligencia suficiente para no
llamarlo.
La mañana
del funeral me fui para Nueva York para ver a Meyer Wolfsheim; me había dado
cuenta de que era imposible localizarlo de algún otro modo. La puerta que
empujé, aconsejado por el muchacho del ascensor, llevaba el nombre de “Compañía
de arrendamientos La swastika”, y al principio no parecía haber nadie adentro
pero después de gritar “hola” varias veces en vano, oí que estallaba una
discusión detrás de una mampara y acto seguido, una hermosa judía apareció en
la puerta interior y me escrutó con sus ojos negros hostiles.
–No hay
nadie adentro –dijo ella–. El señor Wolfsheim se fue para Chicago.
La primera
parte de esto era obviamente falsa, porque alguien muy desafinado había
comenzado a silbar El
Rosario, allí adentro.
–Por favor,
dígale que el señor Carraway desea verlo.
–No lo puedo
traer de Chicago, ¿no ve?
En ese
momento, la voz inconfundible del señor Wolfsheim gritó: “¡Estela!”, del otro
lado de la puerta.
–Deje su
nombre en el escritorio –dijo con afán–. Yo se lo daré a él cuando llegue.
–Pero yo sé
que él está aquí.
Dio un paso
hacia mí e indignada, comenzó a frotarse las manos en las caderas.
–Ustedes los
jóvenes piensan que cuando les da la gana pueden meterse en cualquier parte a
la fuerza –regañó–. Estamos hartos de esto. Cuando yo digo que está en Chicago,
está en Chicago.
–¡Ah! –me
miró de arriba a abajo otra vez–. Por favor, ¿cómo dijo que se llamaba?
Desapareció.
Un instante después Wolfsheim apareció con mucha prosopopeya en el quicio,
estirándose
ambos brazos. Me hizo entrar a su oficina, mientras anotaba con voz emocionada
que era tiempo de dolor para todos nosotros, y me ofrecía un cigarro.
–Recuerdo
cuando lo conocí por primera vez: un joven mayor, acabado de salir del ejército
y cubierto de medallas conseguidas en la guerra; estaba tan mal que llevaba
puesto su uniforme porque no tenía con qué comprar ropa de civil. La primera
vez que lo vi fue cuando llegó al salón de billar de Winebrenner en la calle 43
a pedir trabajo. No había comido nada hacía un par de días. “Ven y almuerza
conmigo”, le dije.
En media
hora se comió más de cuatro dólares de comida.
–¿Lo inició
usted en los negocios? –pregunté.
–¿Lo
inicié?, ¡lo hice!
–Ah.
–Lo saqué de
la nada, de la alcantarilla. Muy pronto me di cuenta de que era un joven de
buena apariencia,
todo un caballero, y cuando me dijo que era egresado de Oxford, supe que tenía
un buen oficio para él. Lo hice unirse a la Legión Americana y allí ocupó un
alto lugar. Poco después hizo un trabajo para un cliente mío en Albany. Fuimos
muy unidos –levantó dos dedos bulbosos–; uña y mugre.
Me pregunté
si su sociedad habría incluido la transacción en 1919 con la serie mundial.
–Ahora está
muerto –dije después de un rato–. Usted
era su amigo más íntimo; entonces sé que querrá venir a su funeral esta tarde.
–Me gustaría
mucho.
–Bueno,
venga entonces.
Los pelos de sus fosas nasales temblaron un
poco y al decir que no con su cabeza, sus ojos se llenaron de lágrimas.
–No lo buedo
hacer; no me buedo involucrar en esto dijo.
–No hay nada
en qué involucrarse. Ya todo pasó.
–Cuando
asesinan a un hombre no me gusta mezclarme de ninguna manera. Me quedo afuera.
Cuando era joven era otra cosa; si moría un amigo, no importaba cómo, yo
permanecía con él hasta el final. A usted puede barecerle que soy sentimental,
pero así era: hasta el duro final.
Vi que por
alguna razón muy personal estaba decidido a no ir, y entonces me levanté.
–¿Eres
universitario? –preguntó de pronto.
Por un
momento pensé que me iba a sugerir una conexión, pero se limitó a mover la
cabeza y me estrechó la
mano.
–Aprendamos
a mostrarle nuestra amistad a un hombre cuando está vivo y no después de muerto
–sugirió–. Además de ésta, mi única regla es dejar las cosas en paz.
Cuando me
marché de su oficina el cielo se había oscurecido y regresé a West Egg en medio
de la llovizna.
Tras cambiarme la ropa me encaminé adonde el vecino y encontré al señor Gatz,
muy excitado, caminando por el vestibulo. El orgullo que sentía por su hijo y
por sus posesiones iba en aumento y ahora quería mostrarme algo.
–Jimmy me
envió esta fotografía –la sacó de su billetera con dedos temblorosos–. Mire.
Era una foto
de la casa, arrugada en las esquinas y sucia por las huellas de muchas manos.
Me señaló cada detalle con ansiedad.
–¡Mire esto!
–dijo buscando admiración en mis ojos. La había mostrado con tanta frecuencia
que yo creo que le era más real que la casa misma.
–Jimmy me la
envió. Me parece una foto muy bonita. Se ve muy bien.
–Sí, muy
bien. ¿Había visto a su hijo últimamente?
–Venía a
verme cada dos años y me compró la casa donde vivo ahora. Claro que estábamos
en la ruina cuando se escapó de casa, pero ahora veo que tenía razón en
hacerlo. Él sabía que tenía un gran futuro ante sí. Y desde el momento en que
tuvo éxito fue muy generoso conmigo.
Renuente a
guardar la foto, me la puso otro momento ante los ojos. Luego la volvió a meter
en la billetera y
sacó de su bolsillo una vieja copia de un libro llamado Hopalong Cassidy.
–Mire, este
es un libro que tenía cuando era niño. Esto le muestra.
Lo abrió en
la contra carátula y me lo entregó para que yo viera. En la última hoja estaba
escrita la palabra
“horario” y la fecha septiembre 12 de 1906; y debajo:
Levantarme de la cama 6:00 AM
Ejercicio de pesas y de escalar 6:15 a 6:30 AM
Estudiar electricidad, etc. 7:15 a 8: 15 AM
Trabajar 8:3O a 4:30 PM
Béisbol y
deportes 4:30 a 5:00 PM
Practicar locución, pose y cómo lograrla 5:00
a 6:00 PM
Estudiar inventos necesarios 7:00 a 8:00 PM
RESOLUCIONES
GENERALES
No perder tiempo en Shafters o (un nombre
indescifrable)
No fumar o mascar chicle
Bañarse día por medio
Leer cada semana un libro o una revista cultos
Ahorrar cinco dólares (tachado) tres dólares
semanales
Ser mejor con los padres.
–Encontré
este libro por accidente –dijo el viejo–. Le muestra a uno como era, ¿no es
así?
–Sí, le
muestra a uno eso.
–Jimmy
estaba destinado a salir adelante. Siempre tenía alguna resolución o algo por
el estilo. ¿Notó aquello que pone sobre mejorar la mente? Siempre fue muy bueno
para eso. Una vez me dijo que yo comía como un cerdo, y le pegué por ello.
No quería
cerrar el libro; leía cada renglón en voz alta y me miraba con ansiedad. Creo
que esperaba que yo anotara esa lista para mi propio uso. Un poco antes de las
tres, el pastor luterano llegó de flushing.
Lo mismo que
el padre de Gatsby, comencé a asomarme involuntariamente por las ventanas para
ver si veía otros autos. A medida que el tiempo pasaba y, los sirvientes
entraban y se quedaban de pie en el vestíbulo, sus ojos comenzaron a parpadear
con ansiedad, y empezó a hablar de la lluvia en un tono incierto y preocupado.
El pastor miró varias veces su reloj, lo llevé entonces a lado y le pedí que esperáramos
media hora más. Pero de nada sirvió. Nadie vino.
**
Gatsby creía
en la luz verde, el futuro orgiástico que año tras año retrocedo ante nosotros.
En ese entonces nos
fue esquivo, pero no importa; mañana correremos más aprisa extenderemos los
brazos más lejos... hasta que, una buena mañana...
De esta
manera seguimos avanzando con laboriosidad, barcos contra la corriente, en
regresión sin pausa hacia el pasado.
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