domingo, 14 de junio de 2015

Pero las naturalezas simples también pueden ser complejas


LILLIAN HELLMAN
(Nueva Orleans, EE.UU., 1905-EE.UU., 1984)

La pintura vieja en un lienzo, a medida que envejece, a veces se vuelve transparente. Cuando eso ocurre, es posible, en algunas imágenes, ver las líneas originales: un árbol se mostrará a través de un vestido de mujer, un niño deja paso a un perro, un barco grande ya no está en mar abierto. Eso se llama pentimento porque el pintor, "arrepentido", cambió de idea. Tal vez sería bueno decir que la vieja concepción, reemplazada por una elección más adelante, es una manera de ver y luego ver de nuevo. Eso es todo lo que quiero decir sobre la gente en este libro. La pintura ha envejecido y yo quería ver lo que estaba allí para mí una vez, qué hay para mí ahora.


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A mí la infancia me resulta menos clara que para mucha gente: cuando tocó a su fin le volví la cara y no por ninguna razón que yo sepa, ciertamente sin la habitual razón de los recuerdos desgraciados.

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Siempre supe que rara vez me sentía cómoda con la gente de teatro, a pesar de que me siento completamente cómoda en un teatro; y me encuentro ahora en una edad en que cortar con viejos contactos es algo que debo cuidar mucho y cada frase que empieza "Recuerdo" dura demasiado para mi gusto, incluso cuando soy yo quien la dice.


De Pentimento (1973)

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"No puedo recortar mi conciencia para ajustarla a la moda de este año", dijo la estadounidense Lillian Hellman al Comité de Actividades Anti-Americanas en 1952.
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Mujer inacabada
 A Hannah, Dick y Mike

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Nací en Nueva Orleans; mi madre, Julia Newhouse, de Demopolis, Alabama, se enamoró, y continuó enamorada, de Max Hellman, cuyos padres habían llegado a Nueva Orleans con la inmigración alemana de los años 1845-1848 y allí tuvieron a sus hijos: mi padre y sus dos hermanas. Mucho antes de nacer yo, la familia de mi madre se trasladó de Demopolis a Cincinnati y luego a Nueva Orleans, ambas ciudades convenientes, supongo, para tres muchachas casaderas.

Pero mi primer recuerdo los sitúa en un gran apartamento de Nueva York: mis dos tías jóvenes y muy guapas; su taciturno hermano de rostro adusto, y la mujer callada, poderosa, severa, que era su madre, Sophie Newhouse, mi abuela. Sus hijos, sus criados, todos sus parientes, a excepción de su hermano Jake, la temían, y otro tanto me ocurría a mí. Ya de pequeña me disgustaba sentir ese miedo y fanfarroneaba para protegerme de él.


El apartamento de los Newhouse poseía, en la calidad de los objetos y en la actitud de las personas, ese talante de la clase media alta que nunca llega a tener verdadero estilo. Un ambiente pesado pendía sobre las preciosas habitaciones ovaladas. Ciertamente, había fiestas para mis tías, pero las fiestas, a juicio de una niña que atisbaba desde el cuarto de los criados, resultaban tan calladas que durante mucho tiempo estuve convencida de que en las ocasiones especiales los adultos movían los labios sin emitir ningún sonido. Los días posteriores a la fiesta se oían anécdotas emocionantes sobre los nuevos pretendientes, pero estos no eran nunca lo bastante buenos y las fiestas, sin duda, no eran lo suficientemente buenas para quienes podrían haberlo sido. Por otra parte estaba la comida de los domingos, a veces con la asistencia de tíos y tías abuelos, llenas de manifiesta maledicencia sobre quién tenía más dinero, o quién lo gastaba con excesiva prodigalidad, quién heredaría qué, quién había comprado una alfombra que duraría eternamente, quién una joya de la que más le valdría haber prescindido. Eran reuniones corporativas, en las que mi abuela ocupaba el inesperado puesto de vicepresidenta. El presidente era su hermano Jake, el único ser humano ante el que la vi ceder. Al principio pensé que eso se debía a que él era más rico y se encargaba de lo que llamaban administrar el dinero de ella. Pero se trataba de una explicación demasiado sencilla: era un hombre con una gran fuerza, proclive, al igual que ella, a doblegar el espíritu de la gente por el mero placer de ejercitarse. Pero también era ingenioso, tenía bastante mundo y consideraba que sus maquinaciones financieras eran naturales no solo para su propio provecho, sino también para el del país, lo cual le parecía cómico. (Solo una vez tuve verdadero contacto con mi tío Jake: cuando a los quince años acabé el colegio, me regaló un anillo que llevé a una casa de empeños de la calle Cincuenta y nueve, me dieron veinticinco dólares y me compré libros. De inmediato fui a decírselo, pues ese día, creo, decidí que alguna vez debía producirse la ruptura. Se me quedó mirando y al cabo de un rato se rió y pronunció las palabras que más tarde usé en The Little Foxes: «Veo que a pesar de todo tienes carácter. Casi todos los demás están hechos de almíbar».)


Pero aquel apartamento de Nueva York que visitábamos varias veces por semana, la casa de veraneo adonde acudíamos una vez al año en calidad de hija y nieta pobres, me convirtió en una niña airada y me provocó para siempre una desenfrenada prodigalidad mezclada con respeto hacia el dinero y quienes lo poseen. Las épocas de respeto estuvieron cargadas de autodesprecio y siempre cometí mis peores errores durante esos períodos. Sin embargo, una vez escrita y sepultada The Little Foxes, ese conflicto perdió importancia, de la misma manera que la imagen de la familia de mi madre se iría desdibujando hasta casi desvanecerse.


No dejaba de ser natural que mi primer afecto se dirigiera hacia la familia de mi padre. Él y sus dos hermanas eran libres, generosos, divertidos. Pero, del mismo modo que yo pintaba a toda la familia materna de un solo color, consideraba excesivamente extraordinaria a la familia de mi padre, y más tarde volví ambos juicios extremos contra mi madre.


En realidad mi madre era una excéntrica de carácter dulce, la única mujer de clase media que he conocido que no rechazó la clase media —eso habría constituido un acto de voluntad—, sino que la esquivó de todas todas. Le gustaban la vida sencilla y las gentes sencillas, y habría sido más feliz, creo, de haber permanecido en la atrasada zona rural de Alabama, cabalgando a sus anchas los caballos de los que hablaba tan a menudo, en lugar de añorar toda su vida a los hombres y las mujeres negros que le enseñaron la única religión que conoció. Yo ignoraba qué decía cuando movía los labios en una iglesia baptista, en una catedral católica o, más raras veces, en una sinagoga, pero estaba claro que era posible hallar a Dios en todas partes, pues varias veces a la semana nos deteníamos en una iglesia, la que fuera, y al parecer se sentía a gusto en todas.


Pero las naturalezas simples también pueden ser complejas, y eso crea problemas a los niños, que desean que todos los adultos sean nítidamente una cosa u otra. Me desconcertaba e irritaba la pasividad de mi madre porque se combinaba con una inquebrantable obstinación. (Mi padre no fue considerado un marido adecuado para una muchacha rica y guapa, pero el profundo temor que mi madre sentía hacia la suya no logró vencer su profundo amor por mi padre, si bien debido a ese mismo temor mis tías no se casaron nunca y mi tío no contrajo matrimonio hasta que murió su madre.)


Daba la impresión de que mamá solo hacía lo que quería mi padre y, sin embargo, vivíamos tal como ella quería que viviésemos. Deseaba fervientemente retenerlo y complacerlo, pero las protestas de mi padre no lograban alterar las extrañas manías ya identificadas por Freud. La hechizaban las ventanas, las puertas y las estufas, y muchas veces se pasaba hasta media hora ante ellas, o al salir de casa se empeñaba en volver mientras la esperábamos en la calle hiciera el tiempo que hiciese. Y traía a casa tristes señoras de mediana edad que conocía por casualidad en un banco del parque, para que llenaran de miserias la sala de estar: relatos sencillos de enfermedades, de pobreza o de soledad a lo largo de la tarde acababan a menudo con una invitación a cenar, con gran fastidio por parte de mi padre.


Recuerdo una ocasión en que pintaron nuestro apartamento y la semana que en principio debía durar el trabajo se alargó hasta convertirse en tres porque uno de los dos pintores, un hombre bajito y enfermizo con acento italiano, no tardó en descubrir que mi madre era una oyente comprensiva. Cumpliendo con su deber, se subía a la escalera a las nueve de la mañana, pero a las once ya estaba sentado en el sofá con el cuento de la joven esposa que murió de parto, el niño que se había quedado en Italia, la madre enferma y medio muerta de hambre que vivía en la Toscana, las noches en Nueva York, donde no conocía a nadie con quien comer o charlar. Después del almuerzo, que preparaba nuestra malhumorada cocinera irlandesa y que servía mi madre para ocultar el malhumor de la otra, el pintor se encaramaba otra vez a la escalera y pintaba durante un par de horas, mientras mi madre le instaba a que dejara de trabajar y saliera a disfrutar de un día agradable al sol. Una vez, hacia el final de la larga tarea —el otro pintor no volvió después de los primeros días—, regresé a casa con varios libros de la biblioteca y me molestó encontrar al pintor instalado en mi silla preferida. Me detuve en el umbral y, mientras miraba enfadada a mi madre, el pintor le preguntó:


—Su hija. ¿Cuántos años?

—Quince —respondió mi madre.
—En Italia, quince no es joven. ¿Está sana?
—Muy sana —afirmó mi madre—. Los de su generación tienen los pies más grandes que nosotros.
—Lo pensaré —dijo el pintor—. Ya le diré algo.

Advertí que mi madre no entendía a qué se refería, pues sonrió y asintió con la cabeza como hacía siempre que sus pensamientos estaban en otra parte, pero yo me enfurecí y se lo conté a mi padre durante la cena. Él se rió y yo me levanté de la mesa, aunque después le dijo a mi madre que el pintor no debía volver por casa. Unos años después, cuando llevé a cenar a un joven apuesto y despreocupado que se emborrachó como una cuba e insistió en descender por el muro del edificio desde nuestro apartamento del octavo piso, mi padre, que lo miraba desde la ventana, comentó: «Tal vez deberíamos intentar localizar a ese pintor de paredes italiano». Mi madre llevaba cinco años muerta cuando comprendí que yo la había querido muchísimo.


Mi parto había sido peligrosamente mal llevado por un elegante doctor de Nueva Orleans y a ella le quedó el permanente temor a volver a pasar por el trance, de modo que fui hija única. (Veintiún años después, estando yo casada y encinta, sintió el mismo temor por mí y no ocultó su satisfacción cuando perdí al bebé.) Yo tenía treinta y cuatro años, había estrenado dos obras con éxito y llevaba catorce o quince años bebiendo mucho aun teniendo un cuerpo que se llevaba mal con la anarquía, cuando un médico me habló de los problemas que afectaban a los hijos únicos durante toda su vida. Ciertamente necesitaba que un médico me revelara la violencia y el desorden de mi vida, si bien siempre supe qué poderes tenía una hija única. No fui más mala ni menos generosa ni más desagradable que otros niños, pero no acababa de encontrar el equilibrio en un mundo en el que sabía cuán importante era para otras dos personas que sin duda me amaban por lo que era, pero que también disfrutaban utilizándome para atacarse mutuamente. Creo que no lo hacían de manera consciente, en general se trataba de bromas afectuosas, aunque pronto descubrí que las chanzas de mi padre sobre lo mucho que le gustaba el dinero a la familia de mi madre, sobre cómo mi abuela materna había cortado las alas a sus hijos, sobre su deseo de considerarnos —a él y a mí— unos vagabundos ajenos a la familia y sin valor en el mercado, eran más que simple choteo. Deseaba conquistarme para que me pusiera de su lado, y lo consiguió. Era un hombre atractivo, ocurrente, irascible, orgulloso, y —como intuí muy joven pero no supe con certeza hasta mucho después— en su vida hubo otras mujeres. Por lo tanto sus ataques a la familia de mamá no obedecían siempre a los motivos invocados.


Cuando yo tenía unos seis años, mi padre perdió la importante dote de mi madre. Nos mudamos a Nueva York y fuimos pobres de solemnidad hasta que por fin él comenzó a ganarse bien la vida como viajante de comercio. Durante aquel tiempo regresamos cada año a Nueva Orleans para pasar seis meses con sus hermanas. Por lo tanto me trasladaban de la escuela de Nueva York a la de Nueva Orleans sin prestar atención a la época del año o la calidad del colegio. Esta constante necesidad de adaptarme a dos mundos muy distintos convirtió mi formación académica en una especie de frenético partido de tenis, unas veces contra niños que golpeaban con fuerza y brillantez, otras contra niños que apenas sabían sostener la raqueta. Este es posiblemente el motivo por el que nunca destaqué en la escuela ni en la universidad y la razón de que deseara que me dejaran en paz para poder leer a solas. Descubrí a muy temprana edad que ante cualquier otra prueba que no fuera la lectura conseguía saltar con gracia y facilidad el primer obstáculo, pero caía de bruces al correr hacia el siguiente.

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"A los 17 años me rebelaba abiertamente contra casi todo. Sabía que las semillas de la rebelión eran dispersas y carentes de objetivo en una naturaleza con unas ansias locas de acabar con algo y encontrar algo distinto. Y poseía suficiente sentido común para comprender que si era demasiado orgullosa, demasiado sensible y demasiado osada se debía a que era tímida y estaba asustada.»

De Una mujer con atributos, Lumen, 2014.

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char