LEÓN FELIPE
(España, 1884-1968)
«No / quiero / estar / en el secreto / del arte nunca; / quiero / que el arte siempre / me guarde su secreto.»
De unas palabras pronunciadas, al ofrecer por primera vez estos versos,en el Ateneo de Madrid, en 1919.
... Mi ánimo al venir aquí no ha sido dar una sensación de fatiga, sino una emoción de belleza. De una belleza ganada desde mi sitio, vista con mis pupilas y acordada con el ritmo de mi corazón; lejos de toda escuela y tan distante de los antiguos ortodoxos retóricos como de los modernos herejes —herejes, la mayoría, por un afán incoercible de snobismo—. Con estos hombres —preceptistas o ultraístas— que se juntan en partida para ganar la belleza, no tiene nada que ver el arte. La belleza es como una mujer pudorosa. Se entrega a un hombre nada más, al hombre solitario, y nunca se presenta desnuda ante una colectividad. La divisa de escuela, además, no dice nunca del gesto nuevo y único que traemos todos los hombres al nacer y al cual hemos de estar siempre atentos y fieles, porque tal vez esto sea el mayor mérito que podamos tener para con Dios, que castiga duramente al hombre necio y falso que pretende engañarle vistiéndose con la misma túnica que su hermano. Y no vale menos este gesto específico de la unidad que aquel carácter genérico del grupo. Y más peca el hombre que mata en sí lo que le diferencia de todas las cosas del universo que el que reniega de su casta. Dentro de mi raza, nada más que de mi raza, he procurado siempre estar atento a este gesto, a este ritmo mío espiritual, al latido de mi corazón, porque este ritmo del poeta es la única originalidad y el único valor eterno de que podemos estar seguros en la poesía lírica. Este ritmo mío, además, ha sido siempre el generador de mi verso, el que ha ido tejiendo la forma al abrirse camino por entre las palabras. Por esto, a priori, no admito ninguna forma métrica. Sé que siendo fiel al mismo, cumplo con la única ley eterna e inmutable de la belleza. Ir a buscar este valor personal, este signo específico generador de nuestro verso fuera de nosotros mismos, es una gran torpeza; e ir a buscarle fuera de nuestra tradición y de nuestro pueblo, es una gran locura. En el verso de un poeta nuevo, por mucha personalidad que tenga, ha de haber siempre ritmos de su raza, lo específico de su pueblo, que es lo genérico del poeta, y por encima de esto el signo particular de él. Y si esto es así, después del brillante resurgimiento de nuestra lírica moderna, vuelta hacia el corazón de la raza, es doloroso que maneras extrañas pretendan nuevemente desviarla de su cauce. Y hablando de este modo no puedo ser sospechoso de patrioterías, ni grandes ni chicas. Ya lo veréis en mis versos. Jamás he cantado las rancias tradiciones de la raza, ni he puesto mi verso al servicio de esos violentos entusiasmos regionales que andan ahora tan en boga. Cuando en mis horas de gracia me alzo sobre las cosas de la tierra, me da igual Francia que España; pero me duele que en este momento, después de la guerra, luego que hemos justipreciado nuestros valores espirituales y estéticos, se forme una escuela de arte en derredor de un poeta francés. Desde aquí, desde donde estamos ahora, con las amplias libertades de la métrica moderna, ya del todo desencadenada, podemos los poetas castellanos decir lo subjetivo y lo universal, lo pasajero y lo eterno. Podemos decirlo todo, pero cada uno con su voz, cada uno con su verso; con un verso que sea hijo de una gran sensación y cuyo ritmo se acorde al compás de nuestra vida y con el latido de nuestra sangre. He dicho todo esto sin altivez, porque pienso que lo menos que se le puede pedir a un poeta es que nos diga lo suyo con su verso, y porque solo distingo mejor mi voz que en el canto de los orfeones y no tengo que esforzarla para ponerla acorde con la tiranía de un pensamiento colectivo. Mi voz, además, es opaca y sin brillo y vale poca cosa para reforzar un coro. Sin embargo, me sirve muy bien para rezar yo solo bajo el cielo azul.
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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char
No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char
René Char
No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char
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