jueves, 11 de agosto de 2016

La musa, la única que canta: sin empuñar el instrumento canta en él

JORGE AULICINO
(Buenos Aires, Argentina, 1949)




La consistencia de la musa es la de los fantasmas corredores
en el parque; la musa pierde la consistencia al ritmo
de la disolución de los fantasmas; la musa necesita los cuerpos;
necesita desafiar la continencia y la pertinencia de los cuerpos
y encender ciudades en ellos como en un mapa aéreo.
La musa necesita el recorrido eléctrico de los pensamientos,
la inmaterialidad que hará materiales las trasmisiones incorpóreas;
aquello que se da del uno al otro; aquello que produce breve convulsión,
la catatonia pasajera: “Canta, oh Musa, la cólera del Pélida
Aquiles” que sembró males llevado por Amor; esto es, trasmisión
de La musa, la única que canta: sin empuñar el instrumento canta en él,
legitima las transacciones, aun las comerciales; pone arrobo en la tez,
cristaliza el negocio, facilita la circulación de los humores.

Ahora pierde consistencia, se han blindado las ciudades, no las asedian.
Corre por un parque entre plátanos, pinos, fresno y sauce.
Ejercita el lento circular de lo inmaterial, como río, entre hombres que querrían
ser inmortales. Sólo para correr y tomar jugo de naranja.
***
Pongamos que oyeras todos los sonidos como un ciego prodigioso

Pongamos que oyeras todos los sonidos como un ciego prodigioso,
como Daredevil, el superhéroe inválido: no serían las voces sino
del dolor, de la ambición, de la villanía, del crimen, de los despachos
y de los galpones, de las construcciones y los entierros:
no serían las voces ni los sonidos -taladros, sirenas, disparos- de una
civilización que se extingue.

Te basta con las voces y los sonidos del pasillo. Son los mismos.
El don sería oír los pasos de una lagartija en tu cuarto.
Podrías decir entonces que oís el corazón del universo,
su din-don, su campana, su mecanismo racional o carnívoro.
Todo lo que sube en cambio al cielo es de la obra, la marcha,
la estridente sinfonía en un vacío donde no ululan los vientos
ni cazan los murciélagos.

De Corredores en el parque, Barnacle, Buenos Aires, 2016.

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char