Flannery O’Connor
(Georgia, Estados Unidos, 1925-1964)
«No sé lo que es peor, si tener un profesor malo o no tener ninguno. En cualquier caso, la labor del profesor debería ser en gran parte negativa. El profesor no puede darte el talento, pero, si lo encuentra, puede intentar evitar que vaya en una dirección obviamente equivocada. Podemos aprender cómo no escribir, pero ésa es una disciplina que no tiene que ver solamente con escribir, sino que tiene que ver con toda la vida intelectual.
[…] El profesor puede intentar eliminar lo que es definitivamente malo, y éste debería ser el objetivo de toda la universidad autónoma.»
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Carta a Betty Hester
En comparación con lo que tú has tenido que sufrir, yo nunca he tenido que soportar más que pequeñas molestias; pero hay veces en que el peor sufrimiento es no sufrir, y la peor aflicción, no estar afligido. Los que consolaban a Job eran peores que él, pero no lo sabían. Si el hecho de saber yo de tu carga la puede hacer más ligera, estoy doblemente contenta de conocerla. Hiciste bien contándomela, pero me alegro de que no me lo dijeras hasta que te conocí bien. Pero te equivocas cuando afirmas que eres la historia del horror. El sentido de la redención es precisamente que nosotros no tenemos que ser nuestra historia y nada tengo más claro de ti que el que tu no eres tu historia.
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«Todos mis relatos tratan sobre la gracia en un personaje que no la desea, por eso la mayoría de
la gente piensa que las historias son duras, sin esperanza, brutales, etc […] La acción de la
gracia cambia un carácter y la gracia no puede ser experimentada por sí misma […] Por eso en un relato lo único que se puede mostrar es cómo cambia un carácter» (Carta a A., 4 de abril de 1958).(...) «Cualquier naturaleza humana resiste con vigor a la gracia, porque la gracia nos cambia y el cambio es doloroso».
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De Todo lo que asciende tiene que converger.
“Julián pensó que le habría sido más fácil reconciliarse con su suerte, si ella hubiera sido egoísta, si hubiera sido una vieja gruñona, borracha y cascarrabias. Siguió andando, saturado por la depresión, como si en el punto culminante de su martirio hubiera perdido la fe. Ella, al ver su cara larga, desesperanzada y molesta, se detuvo de repente, con expresión apesadumbrada, y le tiró del brazo.
—Espérame. Vuelvo a casa para quitarme esta cosa de la cabeza y mañana lo devolveré. No estaba en mis cabales. Con esos siete dólares y medio podré pagar la factura del gas.
Él la cogió violentamente por el brazo.
—No lo vas a devolver. Me gusta.
—Me parece que debo…
—Cállate y disfruta de él —masculló Julian, más deprimido que nunca.
—Tal como está el mundo, es un milagro que podamos disfrutar de algo. Todo anda revuelto y nadie está en el lugar que le corresponde.
Julian suspiró.
—Claro que —añadió ella—, si uno sabe quién es, puede ir cualquier parte. —Decía esto cada vez que él la llevaba a la clase de adelgazamiento—. Casi todas las de la clase no son de los nuestros, pero yo puedo ser amable con cualquiera. Sé quién soy.
—Les importa un pito tu amabilidad —replicó Julian, furioso—. Eso de saber quién eres solo vale para una generación. No tienes la más remota idea de cuál es ahora tu verdadera posición ni de quién eres.”
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De Revelación
«Vio la franja como un enorme puente oscilante que surgía de la tierra y atravesaba un campo de fuego vivo.
Por ese puente una horda de almas ascendía con paso lento hacia el cielo. Había batallones enteros de gentuza blanca, limpios por primera vez en su vida, y grupos de negros con túnicas blancas, y legiones de lisiados y de locos gritaban y daban palmas y saltaban como ranas. Y al final de la procesión había una tribu de gente que reconoció en el acto: eran aquellos que, al igual que ella y Claud, siempre habían tenido un poquito de todo y suficiente juicio para usarlo bien.»
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De Un hombre bueno es difícil de encontrar
«Se oyó un grito desgarrador en el bosque, seguido de inmediato de un disparo.
―¿Le parece a usted bien, señora, que a uno le castiguen mucho y a otro no le castiguen nada?
―¡Jesús ―gritó la anciana― ¡Tienes buena sangre! ¡Yo sé que no dispararías a una dama! ¡Sé que vienes de una familia buena! ¡Reza! Por Dios, no deberías disparar a una dama. ¡Te daré todo el dinero que tengo!
―Señora ―repuso el Desequilibrado mirando hacia el bosque―, nunca ha habido un cadáver que diera una propina al sepulturero.
Se oyeron otros dos disparos y la abuela levantó la cabeza como un viejo pavo sediento pidiendo agua y gritó: “¡Bailey, hijo, Bailey, hijo!”, como si fuera a partírsele el corazón.
―Jesús es el único que ha resucitado a los muertos ―continuó el Desequilibrado―, y no tendría que haberlo hecho. Rompió el equilibrio de todo. Si Él hacía lo que decía, entonces sólo te queda dejarlo todo y seguirlo, y si no lo hacía, entonces sólo te queda disfrutar de los pocos minutos que tienes de la mejor manera posible, matando a alguien o quemándole la casa o haciéndole alguna otra maldad. No hay placer, sino maldad ―dijo, y su voz casi se había transformado en un gruñido.»
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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char
No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char
René Char
No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char
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