viernes, 2 de septiembre de 2016

Mañana, ahora, lo ves en la pantalla

SUSANA VILLALBA
Tomada de youtube.com

(Buenos Aires, Argentina, 1957)



MADERA

En la pasión
el frío llega
a ser fuego.
Hay ese instinto
fatal
de amar en otro
lo que se odia en uno:
el otro
que ha quedado
como una sensación
de cometer distancia.
No hay fuego
sino ese solo fuego
alimentado
como lejos
del propio corazón
que cree en la pasión
todo se funde.
Lo que estaba separado
se vuelve a separar,
calado
en lo calado
a comprobar
que se era
de la alquimia
la resaca. 
El alcohol,
las hojas secas
no son, 
por devorados,
una hoguera.
Sin embargo la llama
no enciende
con todo lo que encuentra
sino con lo que puede transmutar.
Hace falta un lugar 
donde sentirse llegando.
Se recorre un amor 
o se atraviesa. 
Se está
y cada uno habla
de lo que cree
que le pasa. 
Y es que le pasa
porque lo dice. 
O porque lo cree. 
Ese instinto 
de odiar
en otro
lo que se ama
en uno: 
El fuego
es animal 
que no se caza
sino con el vacío.

De Caminatas, 1999.
***
Marea

Esa conspiración en el susurro
cuando nada dicen,
persiste el mar
y la piedra en deshacerse
resistiendo.
Quizá belleza
es esa colisión
eternamente fugaz.
Como el mar el deseo
es movimiento
que comienza donde parece
acabar.
Inútil seducción y sin embargo
la piedra se transforma.
En el amor
se sabe por el cuerpo
el límite del cuerpo.
Esa revelación
que acaba cuando comienza
a hablar.
Como arena arrebatada
por el agua
que toma y abandona
al mismo tiempo.
Querer ir más allá del mar
es el mar.
Ese murmullo que parece responder
es movimiento,
un rugido
como el fracaso siempre de un deseo
es el deseo.
Inútil preguntar la razón
que desconoce un corazón
de agua.
El mar como el sueño
rumorea en la orilla
restos
de la profundidad.
Porque nada dice
dice el mar:
que la verdad es agua
entre las manos
se sabe por tocar.

De Caminatas, 1999.
***
EN LA GASOLINERA
(20 de diciembre de 2001)

No era en la pantalla, era en la esquina, en la puerta, tampoco era una guerra, el huracán ahora sí arrancando una raíz. Que no salía, no hay, no estuvo nunca. El hongo vuelve a crecer en poco tiempo, la falta de pasión que cada uno siente por sí mismo, ningún nombre, lugar, tarea en que mirarse. Ni la tormenta continúa. Una ráfaga, disparos, truenos, cascos de caballos. Y una larga noche en que los fuegos se apagan despacio hasta la nada que crece otra vez. Como si nada. Crece como una pátina grasosa en el día, en los amigos, en un libro, en el cuerpo, en el café. Todo se opaca, todo cansa como el trabajo en lo que se echa a perder a cada paso. Nada cambia en lo que nunca es igual pero pasa, algo, siempre. Estaba ahí.

Estalla y se consume en encenderse, como el fuego. Después lo ves en la pantalla, en soledad otra vez cada uno se ve como un actor que fue de programar lo que no era, tan directamente en vivo que no llegó a escribir lo que será. Se cubrió la ciudad de escombros, de cenizas. Y el moho de la historia repetida.

Una limpieza de año nuevo, de muebles, tirar la agenda, los papeles, cañitas voladoras, jirones de guirnaldas que deja la tormenta. Que salgan los fantasmas, con velas, con puñados de sal en los rincones, con farolitos chinos y luces de bengala, cantos para alejarlos. Y otros fantasmas esperaban detrás de los roperos. Y otros. Siempre. Ni padre ni madre ni verguenza ni música ni hambre ni comida, ya, nada más que que una piedra estallando contra un vidrio. Cada uno una piedra, es decir, ni siquiera triste.

Relámpago de furia y se es también la astilla de vidrio que alguien barre en la mañana, fragmento de la historia sin embargo, una luz en soledad acompañada. La piedra rompe el propio corazón donde otro corazón crece mañana, en pánico aunque habiéndose mirado por fin como alguien que se quiebra. Haberse visto en algo que sucede por su mano. Y espantado ya no recuerda qué desea. Un televisor. Ahora lo ves en la pantalla, pierde la vuelta y ya las sombras ganan antes de terminar el día.

Y si mañana no amanece, si mañana no separa las aguas de la arena, si llueve hasta que nadie nunca más respire más que agua. Como un pez detrás de la ventana girando en el propio olor siempre de sí, de la casa de sí, si es que no pasa a ser un no, una nunca, nada. Todos apostados cada uno en su puerta como si otro, cualquiera pudiera arrasar esa cajita musical donde juntaste un poco de tu nombre, es decir tus camisas, tus ollas, las fotos de cada navidad. Y antes que el día de año nuevo comenzara estabas siempre comenzando otra vez. Y otra vez a deambular en busca de un lugar donde dormir por una vez hasta mañana, como si cada noche no fuera un barco que se mueve demasiado porque no sabe a dónde va.

Las luces se prenden y se apagan, se prenden y se apagan en ventanas, dinteles, balcones. Al día siguiente un sol espléndido llama hacia su espejo imposible de mirar, esa soberbia festival mientras se hunde en el ocaso te anuncia que sólo tu mirada lo pierde sin que pierda realmente su lugar. Te vas moviendo hacia el oeste, iluminás la noche para fijarla en forma de ventana, es decir lo que en el mundo hace a tu cuerpo ahí, de la vereda para acá. Acá tu radio, tu lámpara encendida, cada cosa siempre en su lugar, o sea vos.

No es sólo tu infancia sino el mundo, tu mundo, tu barrio antiguamente mirando levantarse esos ladrillos señoriales, una cúpula, un cóndor planeando en una noche que después cayó sobre nosotros. Si nunca había nacido. Las marcas de la infancia, un auto Unión y al doblar el murallón de Canale se llegaba siempre a casa.

No se sabe qué se mueve, si afuera o adentro, no lográs quedarte en algún sitio. Una cubierta anuncia esta parada, Firestone, gomas quemadas, piedras. Este café bajo el cruce de todos los ramales de autopista, en el ojo centrífugo, en esa confluencia de diez puentes con una perfección de giros y niveles y luces que hacen de la ciudad un transatlántico, un árbol de navidad. Miles de luces blancas, rojas, en carriles que imaginan salir hacia algo más que la salida. Exit. Fast food dice un anuncio que se prende y apaga. El río está en alguna parte, se siente en las flores de aromo que llegaron con la lluvia. Una pista parece cortar en dos la catedral y el cartel de Dunlop. El olor de la nafta, de los tambores de gasoil que usó la barricada.

Pedís un café como quien pide que el mundo vuelva a dibujarse, tibio, familiar. El minimarket ofrece peluches, relojes, shampoo, pegamento, internet. Pedís un amuleto, pedís cigarrillos, pedís que el corazón encuentre una cara, una revista, cualquier cosa que parezca aunque falsa intimidad entre algo y algo de vos, mirás en el vidrio estallado, astillado pero ahí, sin caer. Algo blindado entre las mesas, la gente, los autos, todo se mueve y no, como una pista de baile con luz negra, todo enciende y apaga como el nombre del café, como en el vidrio un interior que parece estar afuera, alrededor sólo se ve adentro reflejado. Sentís que el único lugar es este tiempo.

Mañana se verá. De cualquier modo la gente se levanta, se recupera en la playa de estacionamiento, la noche de tomar el cielo por asalto. Estaba lejos. Estaba solo. Estaba vacío. Había que pintarle un sol, una casita. Papá, mámá, no es que no me acuerdo, es que me siento siempre ante un papel en blanco. Escribo que no sé si lo que veo es lo que desde afuera no se ve.

Los buitres ya planeaban sobre basura quemada en cada esquina. Pero eso fue anoche. Mañana, ahora, lo ves en la pantalla. Todo lugar tiene su sombra y no sabés dónde ponerte. Siempre dudás si lo que ven los otros es y no te conocés porque te ven sino porque mirás a todos lados desde ninguna parte del dibujo. En expulsar hay algo de parir, partirse un padre al que reclaman que no prestó atención. Pero la ausencia es una acción, nunca los tuvo. Nadie. Ya no se sabe quién ya no se ocupa del mundo, quién los deja una vez más. Y se abandonan. Otra vez.

En el puente peatonal un enorme Scalextric te pasa por encima, por debajo, los autos giran a la altura de tus ojos, carros hidrantes, ambulancias, una multitud ahora dispersa camina hacia el río por la avenida más ancha y más triste del mundo. En un guardrail una pintada pide un dios a imagen y semejanza de estos días.


(de “Plegarias”, New York, 2002; Bs.As., 2004)

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char