domingo, 15 de enero de 2017

Nadie le amaba, ni aun sus amantes

Lord Byron

(George Gordon Byron)
(Dover, Kent, Inglaterra, 1788-Missolonghi, Aetolia-Acarnania, Grecia, 1824)

La peregrinación de Childe Harold
VIII
Muchas veces, y cuando su alegría
era más exaltada, se veía la angustia
planear sobre la frente de Childe-Harold
cual un raro relámpago: diríase
que el recuerdo de una lucha mortal
o de un amor infeliz le traicionaba.
Pero nadie había aclarado este misterio,
pues su alma no era abierta e ingenua,
que encontrara consuelo en confiar sus penas,
para nada quería la compañía de amigos
que le consolaran o con él se afligieran
ante una desgracia inevitable.

IX
Así, en el fondo, nadie le quería,
aunque reuniera en su mesa y en sus salones
invitados llegados de cerca o de lejos,
a quienes conocía como aduladores
de sus días de fiesta, parásitos
sin corazón del festín ofrecido,
Nadie le amaba, ni aun sus amantes,
pues la mujer sólo ama el lujo y el poder,
y cuando se desvanece, el amor
levanta el vuelo; como la mariposa
nocturna, la hermosura se deja
atraer por cuanto brilla y Mammón
triunfa donde el querubín fracasa.

Versión s/d
**
La lágrima 

Cuando el amor o la amistad debieran
a la ternura despertar el alma,
y ésta debiera aparecer sincera
en la mirada,
podrán los labios engañar fingiendo
una sonrisa seductora y falsa;
pero la prueba de emoción se muestra
en una lágrima.

Una sonrisa puede ser a veces
un artificio que el temor disfraza;
con ella puede revestirse el odio
que nos engaña;
mas yo prefiero para mí un suspiro
cuando los ojos, expresión del alma,
por un momento miro obscurecerse
con una lágrima.

El hombre surca el ignorado Océano
con el soplo del viento que lo arrastra,
en medio de las olas bramadoras
que se levantan;
se inclina... y en las olas procelosas
que amenazantes a su nave avanzan,
mira el abismo, y sus aguas turbias
mezcla una lágrima.

En la carrera de la noble gloria,
el valeroso capitán se afana
por ganar con su muerte una corona
en las batallas;
pero levanta al que postró en el suelo
y sus heridas compasivo baña,
una por una, en el sangriento campo,
con una lágrima.

Y cuando vuelve, henchido de ese orgullo
que hace latir el pecho que avasalla;
cuando teñida en enemiga sangre
cuelga su espada,
la recompensan todas sus fatigas
al abrazar a su consorte amada
y al darle un beso en sus mejillas húmedas
con una lágrima.

Dulce mansión de mi niñez perdida,
donde la franqueza y la amistad gozaba;
donde en medio de amor vi deslizarse
las horas rápidas;
yo te dejé con un hondo sentimiento,
volví hacia ti mis últimas miradas,
y apenas puede percibir tus torres
tras una lágrima.

Aunque no puedo repetir, como antes,
mi juramento a mi María cara,
a la que fuera para mí otro tiempo
fuego del alma,
tengo presentes los felices días
en que, niños aún, tanto me amaba,
cuando ella contestaba a mis promesas
con una lágrima.

¿En otros brazos puede ser dichosa?
¿Tiene el recuerdo de su edad pasada?
Mi corazón respetará ese nombre
que tanto amaba.
Y dije adiós a mi esperanza loca,
con una lágrima.

Cuando al imperio de la eterna noche
tome su vuelo para siempre mi alma;
cuando mi cuerpo exánime repose
bajo una lápida,
si por ventura os acercáis un día
donde mi triste sepultura se halla,
humedeced siquiera mis cenizas
con una lágrima.

Yo no apetezco mármol... monumento
que la ambición la vanidad levanta;
manto suntuoso con que el necio orgullo
cubre su nada;
no darán sus emblemas a mi nombre
el falso orgullo ni la gloria vana;
lo que yo quiero, lo que pido sólo,
es una lágrima.

Versión s/d
**
En un álbum

Sobre la fría losa de una tumba
un nombre retiene la mirada de los que pasan,
de igual modo, cuando mires esta página,
pueda el mío atraer tus ojos y tu pensamiento.

Y cada vez cada vez que acudas a leer este nombre,
piensa en mí como se piensa en los muertos;
e imagina que mi corazón está aquí,
inhumado e intacto.

Versión de Arturo Rizzi

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char