(EE.UU., 1908-1981)
De Cosa de risa
Se encontrarían con esas personas -esos desconocidos-, cada mujer y marido conocería a esos extraños y todos se mostrarían amables unos con otros. Se alegrarían de verse. Las voces volverían a la vida para que las oyeran esos otros. Cada uno de ellos recordaría en su fuero interno cosas buenas, y al recordarlas, se alegrarían de haberlas vivido. Serían divertidos, solidarios, inteligentes, ingeniosos. Beberían y después volverían a beber. Hasta podrían llegar a reirse. A algunos quizá se le ocurriera algo que decir para que todos los demás se rieran. Podrían reirse muchísimo, hasta el extremo de sentirse un poco avergonzados. Quizá sería la misma penumbra la que al principio arrancara las risas. El rojo del cielo, la quietud de las niñas, el súbito recuerdo de sus hijos jugando en el jardín de atrás de la inmensa compasión y bondad y preocupación que sus hijos mostraban por ellos, incluso el recuerdo de los estallidos de maldad y fealdad de sus hijos, como si ya hubieran dejado atrás la infancia.
Cada uno de los cuatro sabría lo peor sobre sí mismo, pero lo pondría a un lado, y así permanecería oculto todo el tiempo que estuvieran juntos, y casi olvidado. Casi, pero no del todo. De vez en cuando aparecería un indicio en sus ojos.
Sin embargo, por un momento conocerían el bienestar. Sabrían que el bienestar es una mentira, también. Sabrían que es desesperado y triste, pero no se preocuparían por ello. Sostendrían sus copas en la mano y beberían, hablando rápidamente, con facilidad y sin sentido.
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De La comedia humana
No sentía ni amor ni odio sino algo parecido al asco, y al mismo tiempo una gran compasión, no solamente por aquella pobre mujer, sino por todas las cosas y por la forma terrible que tenían de resistir y morir. Se imaginó a la mujer en el pasado, una hermosa joven sentada junto a la cuna de su bebé. Se la imaginó observando aquella asombrosa cosa humana, sin habla e impotente y llena de porvenir. La vio mecer la cuna y la oyó cantar al niño. Mírala, se dijo a sí mismo. De pronto se encontró en su bicicleta, pedaleando a toda prisa por la calle a oscuras, con los ojos llenos de lágrimas y murmurando palabrotas juveniles y descabelladas. Cuando llegó a la oficina de telégrafos ya había dejado de llorar, pero todo lo demás había empezado, y él sabía que no había forma de detenerlo. – De otra forma yo también estaría muerto -dijo, como si lo estuviera escuchando alguien que no tuviera muy buen oído.
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De El audaz muchacho del trapecio volador
Por el aire en un trapecio volador, canturreaba en su cabeza. Qué divertido era, era increíblemente gracioso. Un trapecio hacia Dios, o hacia la nada, un trapecio que vuele a algún tipo de eternidad; rogaba a conciencia por la fuerza que se precisa para que el vuelo sea agradable.
Tengo un centavo, se dijo. Una moneda americana. En la noche la puliré hasta que reluzca como un sol y estudiaré bien lo que dice en ella.
Caminaba por la ciudad misma, entre los otros seres vivos. Había uno o dos lugares a los que ir. Vio su imagen en las vidrieras de las tiendas y se decepcionó con su apariencia. No se veía tan fuerte como se sentía; de hecho, parecía un muñecote enfermo, enfermo en todos lados, la nuca, los hombros, los brazos, la columna, las rodillas. Nunca se cumplirá esta voluntad, se dijo, y con cierto esfuerzo trató de juntar sus partes y ponerse tenso, artificialmente erecto y sólido.
Pasó por varios restaurantes asumiendo una disciplina magnífica, rehusándose incluso a mirar dentro y llegó al final a un edificio al que decidió entrar. Subió en el ascensor hasta el decimoséptimo piso, caminó por el recibidor y luego de abrir una puerta, caminó hasta la oficina de desempleo. Había antes que él una docena de hombres; se quedó en una esquina, esperando a que llegara su turno. Finalmente era galardonado por este gran privilegio de ser entrevistado por un flaca y atolondrada señorita de cincuenta años.
Estaba avergonzado. Escribir, dijo patéticamente. ¿Quiere decir que su caligrafía es buena? ¿Es eso?, dijo la longeva doncella. Bueno, sí, respondió. Pero me refiero a que sé escribir. ¿Escribir qué?, dijo la mujer, casi con enojo. Prosa, dijo simplemente. Se hizo una pausa. Al final, la mujer dijo: ¿Sabe usar una máquina de escribir? Por supuesto, dijo el muchacho.
Está bien, vaya; tenemos su dirección; estaremos en contacto con usted. No hay nada, nada esta mañana, nada en absoluto.
Traducción: Martín Abadía
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De Mi nombre es Aram
(La historia del caballo blanco)
Yo sabía bien que mi primo Murad era de los que gozan simplemente con estar vivos más que cualquiera de esos que vienen al mundo por equivocación, pero esto, desde luego, superaba a lo que podían creer mis ojos.
Lo primero de todo era que mis más remotos recuerdos eran recuerdos de caballos, y mi anhelo mayor, el montar a caballo.
Esta era la parte maravillosa.
La segunda razón es que nosotros éramos pobres. Por esta segunda razón es por lo que yo no podía creer lo que estaba viendo.
Éramos pobres. No teniamos dinero. Toda nuestra tribu vivía en la miseria. Cada una de las ramas de la familia Garoglanián vivía en la más asombrosa y más cómica miseria del mundo. Nadie podía comprender de dónde sacábamos el dinero indispensable para llenarnos el estómago, ni siquiera poder llenarles el estómago a los viejos. Lo más asombroso de todo es que éramos honrados. Toda la familia había sido famosa por su honradez a lo largo, más o menos, de once siglos, aun en el tiempo en que solíamos ser los más ricos, de lo que entonces nos parecía el mundo. Éramos, primero orgullosos, luego honrados y creíamos, además, en el mal. Ninguno de nosotros sería capaz de aprovecharse de nadie en el mundo, aunque no fuera más que robándole.
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La historia del caballo blanco. Final.
Una mañana, cuando íbamos a encerrarlo en el granero de la viña desierta de Fetvajián, nos topamos de manos a boca con el granjero John Byro, que venía de la ciudad.
--Deja que le hable yo - dijo mi primo -. Yo sé bien cómo hay que tratar con los granjeros.
--Buenos días, John Byro - dijo Murad.
El granjero se quedó mirando con mucha atención al caballo.
--Buenos días, hijos de mis amigos - contestó-. ¿Cómo se llama este caballo vuestro?
--Se llama Corazón - le dijo mi primo Murad en armenio.
--Bonito nombre - dijo John Byro - para un caballo tan bonito. Podría jurar que es el mismo que me han robado hace unos meses. ¿Me dejáis que le mire la boca?
--Naturalmente - dijo el primo Murad.
El granjero le miró la boca al caballo.
--Pelo por pelo y diente por diente - dijo-. Si no conociese tan bien a vuestros padres, juraría que era éste mi caballo. Pero bien sé la fama de honradez de vuestra familia. Sin embargo, el caballo es hermano carnal del mío. Si yo fuera desconfiado, creería más a mis ojos que a mis sentimientos. Adiós, amigos míos.
--Buenos días, John Byro - contestó mi primo Murad.
A la mañana siguiente, temprano, cogimos el caballo y lo llevamos a la granja de John Byro y se lo dejamos en el granero. Los perros vinieron detrás de nosotros sin dar un ladrido.
--Estos perros... - le dije yo muy bajo a Murad -. Creí que iban a ladrar.
--A otro cualquiera le ladrarían- dijo Murad -. Pero yo sé cómo hay que entenderse con los perros.
Mi primo Murad abrazó al caballo, juntó su nariz con la nariz del animal, le acarició y luego nos fuimos.
Aquella tarde John Byro vino a nuestra casa en su tartana y le enseñó a mi madre el caballo robado y devuelto.
--Yo no sé que pensar - dijo -. El animal ha venido más gordo que cuando se fue. Y más manso también. Doy gracias a Dios.
Mi tío Kosrove, que estaba en la salita, se excitó y empezó a bramar:
--Calma, hombre, calma. El caballo ya ha aparecido. No tiene ninguna importancia.
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