ABELARDO CASTILLO
(Ciudad de Buenos Aires, 27 de marzo de 1935-2 de mayo de 2017)
Primer capítulo de los DIARIOS (1954-1991)
de Abelardo Castillo
(Fragmento)
NOTA
En esta edición se publican por primera vez los diarios de Abelardo Castillo. El escritor comenzó a llevar un diario en 1954, a los dieciocho años, hábito que aún mantiene. Se trataba de anotaciones en cuadernos escolares, libretas y hojas sueltas, donde Castillo, además de contar sus experiencias, volcaba sus reflexiones, comentaba sus lecturas literarias y filosóficas, y dejaba registro de las ideas e imágenes que se convertirían más tarde en cuentos, novelas, ensayos y obras de teatro.
Cuando una mudanza sacó a la luz los primeros cuadernos manuscritos ya muy envejecidos, Castillo decidió pasarlos en limpio para salvarlos de la destrucción y ejercitarse en el uso de la computadora. Ese trabajo de transcripción significó la posibilidad de agregar comentarios en forma de notas, testimonio del diálogo del escritor consigo mismo.
Este primer volumen comprende, entonces, los cuadernos manuscritos que van desde 1954 a 1991. En 1992 Castillo comenzó a llevar el diario en la computadora; esas páginas serán objeto de una futura entrega.
En la edición que presentamos se ha privilegiado la fidelidad al original y a su materialidad. Esta decisión nos llevó a indicar, en cada caso, a qué cuaderno o soporte corresponden los escritos incluidos.
Cuando el original presenta palabras, pasajes o páginas enteras ilegibles o tachadas, se ha indicado esa omisión con puntos suspensivos entre corchetes. Algunos años (1955, 1970, 1974 y 1975) tienen muy pocas entradas: estas lagunas corresponden a cuadernos perdidos.
Al final de la mayoría de los años se incluyen dos apartados: “Hojas sueltas” y “Otras páginas”. En el primero, se rescatan las anotaciones escritas en ocasiones en las que el autor no tenía el cuaderno a mano. “Otras páginas” reúne notas, bocetos de ensayos, cartas, y apuntes sobre lecturas de filosofía.
Los Diarios incluyen notas del autor y notas del editor. Las del autor son de dos clases: las aclaratorias, incorporadas al momento de esta edición; y las escritas a mediados de los años noventa, mientras Castillo pasaba en limpio los cuadernos manuscritos, en las que el autor comenta, o incluso corrige, opiniones o sucesos mencionados en su propio texto. Las notas del editor detallan en qué año y bajo qué título fueron publicados los textos de Castillo a los que se hace mención a lo largo del diario, la génesis de esos escritos o sus transformaciones; y también reponen las referencias de pasajes, citas y obras de otros autores, así como los nombres de personas que no puedan ser identificados fácilmente por el contexto.
La edición se completa con un índice de autores y obras citados, y material iconográfico: facsímiles y fotos del archivo personal de Castillo.
Alfaguara aporta así un texto de incalculable valor, que ilumina y complementa la obra de uno de los grandes escritores argentinos.
Los editores
I
1954-1969
1954
[Cuaderno Monitor]1
febrero
Vagamente se recuerda haber soñado, y esto ya es desagradable. Se piensa entonces: ¿y los sueños olvidados, esos que ya no recordaremos nunca? O mejor: los que no recordamos en absoluto al despertar, los que ignoramos haber tenido. Y es espantoso.
He soñado mil sueños diminutos de los que no tengo conciencia. Esas caras, esos paisajes, ¿han sido para qué?
febrero
La elección de cada expresión, en la prosa, debería ser algo así como la elección de los ritmos del verso.
noviembre 30
Dos noches despierto.
Se siente que el cerebro es una máquina. Las experiencias se fijan en él como en un fichero. El cuerpo es sólo un receptáculo, mezquino pero inevitablemente necesario. O quizá una herramienta de trabajo a la que hay que cuidar. No es posible pensar claramente con las piernas flojas, el brazo cansado, los párpados que se cierran solos o los dedos que se niegan a sostener el lápiz.
El cerebro; da miedo pensar en su fragilidad y en su terrible capacidad de trabajo. Lo ideal: un cerebro solo, sin cabeza, sin cuerpo.
Maryna: Antes de acostarme te escribo la primera carta. Estoy cansado hasta la muerte; estas dos noches he leído, escrito, estudiado casi sin interrupción.
Mi primer descanso es éste, estas palabras dichas así, como quien habla entre sueños. No quiero forzarme a escribir. Simplemente dejar que la pluma corra, hasta que ya no tenga más nada que agregar. Entonces me iré a dormir. Soy casi feliz pensándolo.
En el camino hacia mi casa, esta noche, venía pensando en Dios. O mejor: en que ya nunca podré creer en Dios. Al menos, no en ese Buen Dios tuyo. Tiene demasiadas características humanas para inspirarme el menor respeto. Me hace pensar en un hombre muy virtuoso, lleno de cualidades excepcionales; algo así como esos estudiantes modelos…, no sé.
Por otra parte (y esto es lo más importante) Dios dejó de ser para mí una preocupación consciente. No sé si esto se llama evolucionar o perder la fe; pero me da lo mismo. Con Dios me ha ocurrido como con esos objetos semiinútiles que se guardan en un cajón y se olvidan, y a los que, un buen día, por una contingencia cualquiera, se los vuelve a encontrar. Uno piensa entonces: Si pude prescindir de esto tanto tiempo, sin notarlo, es que ya no lo necesito.
Vos fuiste esa contingencia. Desde que te conozco hasta ahora —casi diría exactamente hasta esta noche, 30 de noviembre de 1954— luché por buscar esa “fuente desconocida” que ustedes llaman fe. Por recuperarla, según tus palabras.
No lo conseguí. Ahora sé que no voy a conseguirlo nunca.
Creo que he renunciado a Dios, al paraíso y a la eterna convivencia con seres alados e inmateriales. Abrí el cajón y me di cuenta de que eso que quedaba no tenía nada que ver conmigo.
Dejar de escribir por un tiempo. Resulta pesado ser el único espectador de uno mismo. Además es demasiado pesada la labor de conformarme.
Siento que en el momento de escribir soy sincero, pero, después de pasado un tiempo, al volver sobre lo escrito, no me reconozco en mis propias palabras.
Rebuscamiento a veces. Otras, simpleza; demasiada simpleza. Encuentro estos defectos con una frecuencia desoladora. Mi limitación más evidente: el ínfimo número de palabras con que cuenta mi castellano. Estoy de acuerdo con aquello de que “vale más una que mil…”,3 o que todo reside en la forma de ordenarlas, pero desearía no verme detenido en mitad de una idea por la falta de un adjetivo o un verbo adecuados.
Leer. Volver a leer como antes.
s/f
Acabo de comprar un libro sobre la filosofía existencialista de Sartre. Uno de sus capítulos, el séptimo de la segunda parte —y único que he leído hasta ahora—, “Filosofía y psicología de la muerte”, me ha llamado poderosamente la atención. La muerte ha ejercido sobre mí, desde el tiempo del poema aquel que escuché una noche —casi diría que puedo establecer una fecha exacta, la misma de mis primeros versos—, una atracción inmensa, acaso lírica. Más como suceso misterioso ajeno a mí mismo, que como fenómeno que ha de ocurrirme.
DEL SUICIDIO
Sartre (El ser y la nada) dice: “Es absurdo que hayamos nacido; es absurdo que muramos”. El nacimiento, por ser una causa absurda, no puede menos que producir efectos absurdos: la vida es absurda. O habría que decir casual, lo que no significa que carezca de sentido. Su sentido es el que yo le doy.
El existencialismo ateo considera al hombre como una cosa gratuita, de más, pero no deja de alentar —como lo señala Stern en su libro— cierto optimismo, forzado acaso: “a pesar de”. Nada parecido al de Zarathustra clamando por su superhombre; pero, al fin, optimismo. Los personajes de Sartre no se suicidan. El suicidio, sin embargo, sería un acto voluntario, la última forma de emplear la libertad. Es absurdo que yo haya nacido —dice el suicida—, ¿por qué voy a vivir un absurdo entonces? Y se cuelga de una viga.
Según Heidegger, el problema es estar preparado para morir en cualquier momento. Esto es angustioso. Si realmente pensáramos así en la muerte quedaríamos paralizados de terror. La solución del problema sería: estar preparados para morir en un momento determinado.
Sucede que el hombre —todos los hombres— esconde en sus largas explicaciones algo que es como una incredulidad hacia a la muerte, una solapada esperanza de inmortalidad.
s/f
En San Pedro. Con José Felipe, en una esquina, leyendo a Camus bajo la luz de un foco. Un cartel amarillo enfrente.
s/f
El traqueteo del tren me llena el cerebro de ruido. Ningún lugar para las ideas. Hace quizá media hora recogí este papel con la intención de escribir algo; y, hasta hace un instante, las únicas palabras fueron “el traqueteo”. Allí me detuve. No quería escribir: tren.
En realidad no tengo nada que decir.
Voy en un pequeño coche casi vacío; sólo hay en él otra persona: una mujer. Ha estado tratando de dormir pero no lo consigue. De tanto en tanto, abre los ojos y me mira. Está justamente (sonríe) frente a mí, en el otro extremo del vagón… Me recuerda a la madre de Hebe. Hace unos segundos está como en pose; ha visto el lápiz y piensa que la estoy dibujando. No la miraré más. Puedo verme en el vidrio de la ventanilla. Es interesante; como si uno fuera transparente: detrás de mi rostro desfilan unas luces y el paisaje ennegrecido. Me gusta viajar de noche y mirar hacia afuera. Se piensan cosas sin sentido.
Los hechos que sucedieron tienen otro final: varios finales. He pensado que no sólo miento demasiado sino que me engaño demasiado; entonces ya no se sabe cuál es la verdad.
¿Se podrá ser sincero en un diario?
Recuerdo cuando me echaron del colegio. Dos veces. A causa de la primera fue que conocí a Ruth. Faltaban dos o tres días para terminar las clases. Era mi tercer año del secundario, tuve que repetirlo. (¿Ya escribía?) Arrojé un tintero contra la pared, en una clase de francés. ¿O ésa fue la segunda, la definitiva? Fue una estupidez y sin embargo me condujo a la época más importante de mi adolescencia. A la más intensa.
Cuántas cosas podrían o no haber ocurrido. Pero, al final de cuentas, si tomo la historia del tintero como punto de partida también conduce aquí, a este vagón de tren, a este aburrimiento. Habría que cerrar ciclos, como en la Historia.
La mujer me mira.
Estuve sin escribir un rato. Ahora el tren se ha detenido y el vagón se llena de gente. Hay demasiada; dentro y fuera. No escribo más. Han llegado niños. Uno asomó la cabeza por encima del respaldo que tengo enfrente. Me mira y es hermoso.
s/f
EL AMOR Y LA MUERTE
¿Es, en realidad, el amor más fuerte que la muerte? Ella copió de Los cuadernos… esa afirmación.
“El amor, dice Sartre, es un proyecto humano compartido. Pero si uno de los amantes se encuentra ante una pared —la pared de la muerte— que le impide proyectarse hacia el futuro, ya nada le queda en común con el otro amante cuya libertad de proyectarse continúa avanzando.”
Comentando estas palabras, dice Stern que si para los escritores idealistas el amor pareció siempre más fuerte que la muerte, para el realista existencialista Sartre la muerte es más fuerte que el amor. Luego cita a Arthur Schnitzler. En su relato “Morir”, Schnitzler cuenta la historia de Félix, quien, sabiéndose condenado por la tisis, se ve súbitamente frente al límite de sus posibilidades humanas, perdiendo todo punto de contacto con Marie, su mujer. Deciden morir juntos; pero, en el último instante, la joven, espantada, lo abandona. “También para Schnitzler la muerte es más fuerte que el amor”, concluye Stern.
Sin embargo, este ejemplo no sirve. Aquí entra otro factor: el miedo a morir. Marie iba a ser estrangulada por Félix. En este caso no hay lugar para conductas románticas o meditaciones filosóficas: el terror las anula. A mí no me importaría saber que, a plazo fijo, voy a estar muerto, no obstante me aterraría morir quemado o ahogado. Podría dudarse de la sinceridad del amor de Marie, pero sólo porque no fue más fuerte que ese instante.
Para quien considera que detrás del “muro” sartriano no hay proyección alguna —inmortalidad en la que yo tampoco creo—, resulta absurdo concebir un amor más allá de lo humano.
Romeo, creyendo muerta a Julieta, se envenena ante su tumba. Julieta despierta; ve agonizar a Romeo y se clava un puñal en el pecho. Han vencido el miedo de morir, han traspasado el instante. Piensan, o no, encontrarse en el más allá —esto sólo lo conocía Shakespeare—, pero, si han triunfado sobre algo, han triunfado sobre la vida. Al morir por propia voluntad, la bárbara grandeza de la muerte se anula, no logra proyectarse en el dolor, en la soledad, en la infidelidad de nadie. Se han burlado de la muerte. No se puede decir que el amor fue más fuerte.
El poder real de la muerte se pone a prueba si uno de los amantes sobrevive al otro.
Dante invoca en repetidas ocasiones a la Muerte, clama, llora, se desespera y construye los sonetos perfectos de la Vita Nuova. Nada hay que decir de la genialidad del poeta; acaso sí de su dolor. Dante no abandona la vida; vuelve a enamorarse. En “Videro li occhi miei…” le canta a una mujer —según él, muy semejante a Beatriz— que con el tiempo se haría tan grata a sus ojos “que empezaron a sentir cierto deleite al contemplarla”. Sea esta semejanza real o simplemente una excusa a su amor nuevo —eso cree Gian Battista Giuliani—, lo cierto es que la muerte de Beatriz no lo dejó incapacitado para volver a enamorarse de otra. Si el parecido existió realmente, se ve con claridad cuánto tenía de humano su amor, cómo necesitaba de una Beatriz carnal. Una Beatriz más acá de la muerte.
En la Divina Comedia vuelve a encontrarse en el más allá con Beatriz. No obstante es absurdo suponer que este suicidio poético, este encuentro más allá de la muerte haya tenido para Dante el valor de un encuentro real. (Tal vez haya que considerar que el amor de Dante fue siempre extraña y bellamente no humano, y que en ocasiones su platonismo llega tan lejos que se hace difícil separarlo del que profesaba por la Virgen.)
Sólo así, sólo aceptando un Paraíso o incluso un Infierno (Paolo y Francesca), sólo creyendo en el más allá, el amor es más fuerte que la muerte. Pero se ama un cuerpo, una mirada, un aliento, un calor. Se ama en la Tierra. ¿El alma? Todo lo que amamos del alma es lo que percibimos a través de un gesto, de una palabra, de un llanto. Eso que llamamos cuerpo.
El amor es más fuerte que la muerte cuando queda intacto en el que sobrevive al otro. Sólo que entonces es algo así como la mitad del amor.
“La cita”, de Poe.
s/f
Y por fin allí estaba. Para llegar a este instante él se había quebrado una pierna en su niñez y se había embriagado por primera vez a los catorce años. Para llegar a este instante había nacido, veintiún años atrás. Todo su pasado conducía a este “ahora”. El espermatozoide que por casualidad fecundó un óvulo nueve meses antes de su nacimiento estaba en ese momento allí, encorvado, con el rostro ensombrecido por la barba de dos días y los pulmones llenos de humo. Pensó “soy una casualidad con barba”, y se asombró de poder pensar. “Un enorme espermatozoide de traje.” Era absurdo, todo era cómicamente absurdo. Él, y esa opaca sala de espera, y Buenos Aires y el mundo; todo. Todos eran absurdos, estaban porque sí. Sin embargo el tiempo se había detenido por él; el pasado se había […] llegando hasta la clínica y allí se quedaba en suspenso. Su pasado era el mismo de hacía media hora; desde que ella se acostó en la camilla no habían sucedido cosas, todo era un largo, insoportable, presente vacío sin porvenir, sin futuro, se había sentado con él frente a una mesita llena de revistas viejas, fumando, esperando. Su futuro y el futuro del planeta y el futuro de la galaxia se habían sentado a fumar y a esperar. A esperar qué.
Ayer todavía tenía futuro. Esa mañana misma lo tenía. Desde muchos días atrás hasta este momento, todos eran proyectos, planes, resoluciones, hipótesis. Todos sus pensamientos estaban absorbidos por este momento, y este momento era una enorme nada. Todas las conjeturas se desvanecían envueltas en una pesada nebulosa, de pronto ya no le quedaban ni malos presentimientos. Era como cuando rindió examen de ingreso; mientras esperaba escuchar su nombre sólo deseaba que todo pasara, ya no le importaba el resultado y únicamente se le ocurría pensar “mañana, si ya fuera mañana”. Pero ahora le importaba el resultado. “La quiero”, pensó, y este pensamiento le resultó molesto; ahora no podía saber ni siquiera eso. Mañana; habría que esperar a mañana. Pero mañana era otra edad inaccesible.
Tengo miedo, no debe pasarle nada porque tengo miedo. Un miedo miserable, repugnante y egoísta.
—Necesito cigarrillos —había hablado en voz alta.
Salió a la calle.
s/f
Escribir, tal vez mañana, algo pequeño —pequeñísimo— sobre poesía libre.
Poesía.
Prosa.
Prosa poética.
Poesía en prosa.
Whitman, Neruda, Poe, Lorca, Rimbaud.
Así hablaba Zarathustra. Gide en Los cuadernos…: prosa poética.
“Aún no se conoce una prosa poética superior a la de Platón.”
Rimbaud, en la Temporada, Baudelaire en los pequeños poemas en prosa, Poe en “Sombra”, “Parábola”, etcétera.
Whitman, León Felipe, ¿Carl Sandburg?
La expresión poética no es una. La elección de las expresiones, en prosa, ha de ser algo así como la elección de los ritmos en el verso. Ninguna forma se desdeña.
Verso libre no quiere decir verso arbitrario.
En la prosa, el punto aparte señala el término de la tensión del párrafo. La tensión de las frases está dada por los otros símbolos.
Cada verso es una tensión.
La forma exterior de Los cuadernos…, de Gide: la disposición de las ideas, como si fueran versos, hace que sean agradables a la vista.
1 Las dos primeras anotaciones, fechadas en febrero de 1954, fueron copiadas de una hoja suelta o de un cuaderno anterior no conservado. [N. de E.]
2 Personaje imaginario a quien A.C. le dirigió “cartas” durante 1953 y 1954. [N. de E.]
3 Dhammapada, 8, “Los millares”: “Ya puede tener un Gatha [poema] un millar de palabras, si consta de palabras sin sentido, que más vale una sola si quien la oye se siente apaciguado”. [A.C.,1994]
4 La filosofía de Sartre y el psicoanálisis existencialista, de Alfred Stern. [N. de E.]
5 Los cuadernos y las poesías de André Walter, de André Gide. [N. de E.]
Hojas sueltas
[1954-1955]
[s/f]
Hombres como estatuas, parecen tener los ojos vueltos hacia adentro. Humanos en apariencia, como las estatuas, están condenados a la frialdad y a los espacios vacíos. Se pierden dentro de sí mismos, como quien pisó una puerta-trampa que conduce a un laberinto subterráneo.
[s/f]
Qué es contar. Nacimiento no literario de los géneros. El hombre primitivo narra su encuentro con el jabalí o el bisonte. Humorísticamente podría decirse: si al contar su aventura fue fiel a los hechos, inventó el realismo, tal vez el periodismo; si el jabalí tenía alas o echaba fuego por la nariz, inventó el género fantástico.
[s/f]
El que no consigue ver un prójimo en el otro abjura de su propia condición humana y no le queda más que buscar en su […] las razones que justifiquen su existencia. No se da cuenta de que cualquiera, ese loco o aquel pervertido, ese gran hombre o aquella puta le están develando una imagen que también es la suya. Entonces acaba por donde debió empezar: de cara a un espejo. Más o menos como aquel filósofo que hizo abstracción de todo y por fin tropezó con él mismo y descubrió que era algo. Sólo que si se termina allí, siendo escritor, es el infierno. Quedarse solo con uno mismo: qué fabulosa capacidad de autovejación se necesitaría. No hay tribunal más lúcido ni más empecinado en condenar que nuestra propia conciencia.
[s/f]
Suicida es uno que perdió su Juicio personal. Quizá también haya locos así. Pero no sólo el que se pega un balazo o va a parar a un manicomio se mata o enloquece. Todo individuo aislado es un suicida o se enajena. No encontró su especie, su clase, su casta, su grupo. Y mientras más dotado esté, mayor será su padecimiento. “Un hombre solo es un hombre fuerte”, decía Ibsen. Quiso decir: razonablemente solo. Lo suficientemente acompañado como para que alguien lea o represente sus obras o, aunque más no sea, injurie a Ibsen.
El solo, el ajeno en estado puro ni siquiera tiene enemigos, no los tiene afuera de él. Entonces empieza la lucha, al estilo “William Wilson”. El duelo es íntimo y secreto, mil veces más salvaje que una batalla, porque no tendrá descanso ni tregua ni habrá quien lo comparta.
1956
Servicio Militar. Olavarría
s/f
Un hombre prosigue minuciosa y coherentemente sus sueños, eslabonándolos noche tras noche. Llega el instante decisivo: el hombre será asesinado o morirá en el sueño, y sabe, en la vigilia, que esto acarreará su muerte real.
abril 6
Escribir un relato como un caleidoscopio. Las situaciones se suceden sin ilación aparente. Los paisajes, también sin ilación, trastrocados, como en los sueños. Pablo con Virginia,1 en un parque. De pronto el parque es un gran salón, la pareja ha salido a bailar, Virginia ya no es más Virginia.
Pero en los sueños el actor ignora esos cambios, o tal vez los acepta como una cosa lógica, normal. Sólo al recordarlos, ya despierto, puede sonreír y decir qué absurdo.
Entonces, qué pasaría si Pablo comenzara a darse cuenta de que todo lo que le sucede es inverosímil. ¿Cómo reaccionaría al darse cuenta de que nada de lo que pasa es inmutable, que al minuto siguiente todo puede serle arrebatado, cambiado, sin que ese cambio obedezca a ninguna ley lógica?
Supongamos que fuéramos la creación de alguien (Dios), supongamos que esa creación ni siquiera fuese consciente. Como en los sueños que se olvidan.
Kafka. Sus libros tienen algo de pesadilla. El diálogo es muy extenso —no obstante subyuga justamente por su inverosimilitud— y hace perder la visión del paisaje real.
En Kafka, la acción transcurre con cierta lógica, una lógica demencial, pero una lógica, de modo que si se abre una puerta se ve, lógicamente, una habitación. Lo insólito aquí es que dentro de ella suceden las cosas más imprevistas, pero siempre regidas por un cierto principio lógico. Si se cae una silla, la silla permanece caída hasta que alguien la levante. Uno llama por teléfono y del otro lado responden.
Así: K. abre una puerta y se encuentra en medio de la selva. O cae dentro de un pozo.
abril 22
Hoy entré en una librería. Estuve un largo rato hojeando los libros y mirando los lomos inaccesibles. Finalmente me decidí por El rey Bohusch, de Rilke. Por tres pesos tenía lectura, al menos para esta noche. Entonces lo vi: Carta al padre, decía el grueso lomo gris. Hacía tanto tiempo que quería leerlo. Su precio, lógicamente, era aterrador. En mi condición de soldado —la miseria parece ser para un conscripto tan indispensable como el uniforme— hubiera sido una locura comprarlo (en el caso imaginario de tener con qué), entonces, simplemente, lo robé. Supongo que, llegado el caso, soy capaz de robar cualquier cosa, excepto una alhaja, aunque no sé a qué responde la excepción. Algún día escribir sobre esto. Me atraen sobremanera las estatuillas y los libros. Sobre todo, los libros, y a veces no es el afán de sabiduría.
abril 23, 13.30
Campoamor: “Una sola mirada, si no es pura/ en mujer a una niña transfigura”.
a las 22.30
Le he escrito una carta a tía; debo leerla con atención mañana a la mañana. Cometí la tontería de escribirla durante la noche.
La esfera. No debo olvidarlo.
Callar, callar siempre. Otra cosa: podría traer mis papeles aquí y pasarlos a máquina. Sería cuestión de acostumbrarse a dormir poco. Debo leer. Toda mi energía se transforma en cartas.
Aquí tampoco sucede nada extraordinario. Es una experiencia, ¿una aventura?, pero aquí tampoco pasa nada. Llego yo y las cosas se vuelven normales; no estoy, y hay una revolución. No veo. Acaso la imaginación. Pero no hay tiempo, tal vez ni imaginación.
abril 24
Una de la mañana.
Lo dijo ella: “De un manantial brotan gotas multicolores, también las hay negras; resbalan por la superficie y van a perderse en un arroyo. Son los instantes”.
Hay también gotas incoloras. Son los instantes blancos, vacíos, en los que no sucede nada.
Ella en mis brazos y no es más que una ilusión. Recién voy a saber mañana que lo estuvo. No me detengo; no estoy en ninguna parte. Camino hacia ninguna parte.
Una ocurrencia. Mauricio despierta por centésima vez, todo transcurre como lo anterior. En su cabeza, pesada por el sueño, hay un recuerdo sin forma. “Esto ya me ha sucedido antes…” Mientras busca en su bolsillo, la escena se le hace insoportablemente familiar; pero está lanzado. Así hasta el momento en que dice: “Voy a despertarme”. Entonces recuerda, y trata desesperadamente de evitarlo. El tremendo esfuerzo de voluntad que realiza es inútil. Alcanza a comprender que seguirá soñando y despertando eternamente, cíclicamente.
El momento perfecto. Entre dos, una mujer y un hombre que se aman, puede lograrse un momento perfecto, y hasta un día perfecto.
El doble orgullo de saber que hay alguien que se enorgullece de nosotros.
Algo sobre las manos del hombre.
s/f
Jugar con la angustia de estar encerrado, o maniatado, o ahogándose, o cayendo. Sin que este juego responda a ninguna regla conocida.
12.30
Leer. No se consigue demasiado con leer. Ahora tengo sueño. Estoy en El Ajito, desde hace horas. El tren pasa a las dos y cuarenta. Dos horas más.
Hacer girar un cigarrillo ante los ojos abiertos en una habitación de hotel a oscuras.
abril 26
He estado en Buenos Aires. Ahora viajo a San Pedro: es la primera vez, desde que me incorporaron. El tren llegó a Lima y se detuvo. Si al menos no subiera gente. ¿Servirá para algo la carta? No creí que me atrevería a dársela; pero es extraordinariamente notable la forma en que tía se hace accesible después de almorzar. El efecto que causa en ella un vaso de vino es inmediato.
Bien. No ha subido gente.
En esa carta digo que sí, que estoy enamorado de Beatriz.2 Digo: ¿y qué?
Es desesperante la forma en que se estropean los recuerdos al tratar de fijarlos en un papel. En realidad, lo que llamamos recuerdo no es más que la sensación de un recuerdo. Al escribirlos se los pretende dibujar con trazos demasiado gruesos.
Tiempo es lo que necesito.
Otra estación ahora. Hasta hace poco estuvo lloviendo. El vagón está lleno de goteras.
abril 27
“Night and day.”
abril 28
En un estado similar al de hace tanto tiempo. La necesidad enorme de quedarme para toda la vida en San Pedro.
Todo comienza o termina ahora.
Recuerdo mi idealización de la muerte: hoy también lo pensé.
Volver a Olavarría, al cuartel, eso tal vez me ayude. Su cuerpo me atrae demasiado: eso también me ayudará.
s/f
A veces he querido fijar recuerdos agradables, escribiéndolos; pero sólo conseguí convertirlos en una cosa deformada, irreconocible, ridícula.
No consigo explicarme cómo.
He perdido el sentido de lo que quería decir.
Pero por ejemplo: ella y yo sobre la barranca; mi brazo sobre su hombro y su cabeza apoyada en mi pecho. Debajo el río; arriba, una gran luna sangrienta.
Otro. La plaza Irlanda. Ella sentada sobre el pasto, a mi lado. Se oye la música lejana de una calesita, sola, iluminada en la noche.
No consigo recordar hechos, apenas imágenes esfumadas, sensaciones. Acaso se deba a que nunca estoy en el lugar donde se encuentra mi cuerpo. No me siento ahí.
El colegio Wilfrid Baron, mi estúpida visita. Fue terrible. Todo se derrumbó para siempre en mi recuerdo. El padre Molina, mirando hacia el patio donde jugaban los chicos: “Ya no los entiendo”, lejano como un muerto.
mayo 1
LA CASA DE LA COLINA
… me había detenido en mitad de la cuesta. Medí con la mirada el camino recorrido con el que todavía me quedaba por recorrer y no pude menos que sentarme sobre una piedra. Atardecía. Tristemente alzados en el ocaso se veían los restos de unas viejas canteras resquebrajadas y polvorientas. Miré hacia abajo. El paisaje era grandioso y desolador. El tiempo parecía haberse detenido en este lugar del mundo. Una eternidad de escombros amontonados como un pedestal para el olvido.4
mayo 2
De regreso. La desagradable mujer de los dos niños viajaba con los abonos vencidos y debía descender en Cañuelas para sacar boletos con descuento. Al llegar el tren me pidió que yo comprara sus pasajes. ¿Habrá tiempo?, pregunté, y fue muy repugnante de mi parte: algo así como una cobardía, miedo de perder el tren. Bajé corriendo y fui hasta la ventanilla. Mientras me despachaban, volví a hacer la misma pregunta. “Eso es lo que quisiera saber”, me respondieron, y me sentí aliviado: angustia compartida; mis temores tenían algún fundamento. Le mostré los carnets de la mujer al empleado y él me preguntó por la numeración. En mi apuro le contesté: No sé dónde la tienen porque no son míos. Al decir esto me arriesgaba a que me los pidiera, descubriendo de esta manera que la fecha del abono estaba vencida. Efectivamente. “A ver, démelos”, pidió; y yo, consciente de que cometía un error, asquerosamente consciente, queriendo terminar pronto con aquella espera, se los extendí. El hombre escribía algo sobre los boletos; es decir, ya me los daba, y yo busqué desesperadamente los números, intentando remediar mi miserable actitud. Los hallé por fin, pero ya era tarde. “Están vencidos”, dijo, “no sirven, yo no puedo venderle los boletos”. Atrás, alguien daba muestras de fastidio por la tardanza. Dije alguna cosa estúpida y él repitió: “No puedo venderle los boletos”.
La mujer debió bajarse con los niños. No tenían dinero. El próximo tren pasa mañana. Me siento un miserable hijo de puta.
El vagón es una inmundicia. Los residuos están desparramados por todas partes. Ha subido un inspector: la mujer no hubiera podido viajar, de todas maneras. O sí, tal vez, sí.
mayo 4
Resulta difícil ordenar los acontecimientos y las ideas.
mayo 8
Escribo diariamente una gigantesca carta para Beatriz, que, acaso, no leerá nunca.
En los finales artísticos de ajedrez, como en el trato con las personas, lo lógico nunca da resultado.
mayo 10
Gardel tenía una hermosa voz. Anoche dormí poco; me acosté a la una.
Cuando la termine, debo depurar esa carta. La sinceridad es lo que menos se parece a la sinceridad. Se exagera. O se embrolla todo.
mayo 13
“Creedme que todo depende de esto: haber tenido, una vez en la vida, una primavera sagrada que colme el corazón de tanta luz que baste para transfigurar todos los días venideros.” (Rilke)
mayo 15
De la carta: “El terror a ser engañado me persigue, ha llegado a obsesionarme hasta tal punto que seriamente, sin la menor pizca de orgullo… me he considerado loco. No quiero reconocer la normalidad de mis celos, soy tan imbécil que me resulta odioso celar como un amante común. Es terriblemente complejo esto […] hasta se me ocurre que prefiero ser engañado y saberlo, a ignorar, a sospechar el engaño, aunque éste no exista.
”Si por lo menos pudiera escribirlo. ¿Qué siento? Cobardía, impotencia, complejo de impotencia. Mi amor es simple. Lo espantoso son los celos. Doblemente simple: por sencillo y por no estar mezclado con nada extraño a él. Dante decía responder amo a cualquier pregunta que se le hiciera. Así es. No me importa si los celos son o no cobardía, no me importa si son inseparables de la real naturaleza del amor, sólo sé que son terribles, bajos, ruines, y que acaso yo me regocijo en ellos, me revuelco en ellos como en un chiquero. No puedo, por más que quiero, separar el amor de los celos; y sin embargo —soy un baúl de contradicciones— pienso que el amor, como fe, no admite los celos. Pero mi miedo al engaño es tan enorme que ni siquiera sé cómo sería feliz: si sabiéndolo todo con certeza divina o ignorándolo todo con la más perfecta de las ignorancias. Ignorar como la piedra. Saber que no se sabe ya es demasiado conocer…
[…]
”… está el celoso que duda en el presente: no confía en la lealtad de su mujer ahora. Piensa que ella, mientras él, por ejemplo, escribe estas palabras, lo está engañando. Duda casi de algo concreto. Ubica una hipótesis en un tiempo y un lugar: si no tiene más indicio que su imaginación, es un enfermo más o menos razonable. Yo no me coloco acá sino en ciertos momentos muy fugaces. Yo soy el otro: tanto me da el pasado como el porvenir, dudo de nada, me atormenta un concepto. La infidelidad es una sensación de terror para mí: la percibo como una desesperación sin tiempo ni lugar ni procedencia. Dudo hasta tal punto, sin ninguna imagen o razón concreta, que si me dijeras: antes me acosté con otro, quedaría en paz…”
En resumen: el tipo de cartas que no deben enviarse.
mayo 19
Decía: No tener siquiera, como Otelo, el consuelo de creer realmente en la infidelidad de Desdémona. Lo que significa es esto: Otelo no es celoso: Otelo cree saber que Desdémona lo traiciona con Cassio; ahí están las palabras de Yago; ahí está la falta del pañuelo, etcétera; es decir, él está seguro de que Desdémona lo engañó. Para decir las cosas exactamente como son, Otelo es cornudo. Que Desdémona no lo engañe, qué él se equivoque, es otra cosa. El único celoso de esa obra es Yago. Otelo reacciona como un marido vengativo que no soporta que su mujer se acueste con otro.
Los celos son más o menos así: si ella, digamos Desdémona, me dijera a mí que estuvo a punto de acostarse con otro pero una circunstancia cualquiera (aunque fuera una circunstancia de orden moral) se lo impidió, sería lo mismo, sería peor, que si me dijera: me acosté con otro.
¿Entonces?
a las once
“El cielo es eso: imposibilidad de grajos.” (Kafka)
Tan cierto, que el cielo ignora que en alguna parte existan grajos.
Desembarazarse de todos los valores recibidos, de toda norma anterior. Tal vez me convendría pensar, un poco más por mí mismo, en el problema del Bien y el Mal. El Bien, si no conoce el Mal, es estupidez pura. Crear una escala de valores propios, que por supuesto no excluye el Bien, la moral, lo que sea; pero que no los acepta a priori, como absolutos.
junio 5, a las 20.30
Encerrarme en mí mismo. Sigo con estos apuntes, abandonados tantos días, porque ha ocurrido algo: no sé qué es. Debo hablar poco. Hablo demasiado. No debo olvidarlo. La casa en la colina debe ser tal como la siento. Alguien viene.
junio 6
21.20. Recibí su carta. Imágenes perfectas. Debo leer, debo escribir.
agosto
Más de dos meses sin ningún apunte. Siento como si me hubiera gastado. He escrito mucho, gran cantidad de cartas, algunas muy largas. Ahora el aturdimiento, una lasitud física completa, una perpetua sensación de cansancio y ese peso en la frente. Ganas de dormir a cualquier hora. El autoanálisis ya no me tienta. Me aburre. Los resultados son siempre desfavorables.
Los períodos de trabajo corresponden en mí a un alejamiento de la realidad. Las cosas suceden, simplemente, me resbalan por encima, y, cuando emerjo, encuentro una montaña de hechos que se acumula sobre mi cabeza. A veces, durante días y hasta semanas, un vacío completo de todas las cosas.
Un solo apunte, escrito en el café de Olavarría; es de fecha cinco de agosto:
“Cosas interesantes, ráfagas que quisiera escribir. He llenado con ellas tantas páginas perdidas. Estoy en el café. Los vidrios, empañados, apenas dejan ver la calle. Enfrente, a mi derecha, los focos de la plaza de la iglesia se esfuman, como lunas rodeadas de agua. Vi pasar una nena, por eso escribo, tendría diez años; sin embargo me pareció ver su cara. Está en todas partes. No puedo dejar de pensar en ella: se lo he escrito. La gente sale del cine; dentro de poco, el café estará lleno de gente y será insoportable.
”Corro peligro de transformarme en casto: sólo siento necesidad de su cuerpo, y, a veces, ni siquiera es deseo físico. Estar a su lado, nada más.
”Mi letra es muy pequeña, en ocasiones tanto que después no consigo descifrar lo que he escrito. Es como si así me ocultara. O acaso soy avaro. Pero no, no tengo mucha conciencia del valor del dinero.
”Siento frío en las piernas ahora. Avaro no soy: soy egoísta.
”Me gustaría escribir un día una novela desmesurada, pero no terminarla: estar trabajando en ella hasta el infinito. Claro que no podría soportar la idea de que alguien pudiera leerla después. Tengo propensión a la monomanía: me obsesiono con una idea y no puedo apartarla de mí, da vueltas y vueltas. Una novela sería algo torturante; terminaría quemando todo. Los cuentos, en cambio, están listos en unas horas. Esto no es cierto. A veces tardo meses en corregir, palabra por palabra, un cuento de cinco páginas.
”Son las 19.40. El café se llenó de gente. Una orquesta toca un pasodoble. Me voy”.
s/f
No llegar al agotamiento.
La niña de la mano en el cuello.
Siddartha.
Hay cosas que desconozco: la pureza, lo simple.
El temor al ridículo, la miseria moral, el prejuicio fantástico de la falta de prejuicios, vuelve idiotas a las personas, y a mí también.
La “sensación” no se agota en el instante. En ocasiones abarca grandes períodos. La sensación de la adolescencia, por ejemplo, y la de los días en la chacra de Sierras Bayas, o mejor —ya que esto puede llegar a confundirme después— la de los primeros días.
Corregir “El baldado”.5 Hay una palabra que suena exactamente igual en los labios de una puta o una virgen. Llega ese momento y todas dicen: querido. Ella también lo dijo, y fue…, etcétera.
agosto 16
En la chacra. Hoy salgo para Buenos Aires; no sé, acaso vaya a San Pedro. No quiero ir.
Cuando me vieron que venía por el camino hicieron señas con la mano; oí la voz de Carlitos que me nombraba. Cortando campo, me les uní.
Estaban marcando ganado, capando, descornando. Me pareció sencillamente una barbarie. Cuando iba a sexto grado vi matar una vaca en un matadero; no lo voy a olvidar nunca. Estaba clavado ahí y no podía apartar los ojos.
lunes 20
Buenos Aires. He tenido que mirar el almanaque; no sé el día que ocupo. Jamás lo sé. Bueno, esto es una exageración: lo que sucede es que muy pocas veces me doy cuenta inmediatamente, las fechas en general se me escapan de la memoria. Miré el almanaque, pero el almanaque quedaba oculto en un rincón oscuro. Hoy es veinte de agosto de mil novecientos cincuenta y seis, y por radio tocan Helena de Troya. Son las doce de la noche.
El extranjero me pareció poco intensa comparada con las novelas de Sartre. No hay esos clímax poderosos. Barrabás, de Lagerkvist, en cambio (no sé por qué la recuerdo ahora), es una obra de arte. Lo que sucede es que el extranjero no es un hombre (no digo un personaje, un hombre) trascendente. Roquentin y sobre todo Mateo6 se dan cuenta de que viven; él no. No es del todo humano, ni siquiera demasiado “existencial”; flota. No se angustia.
Acabo de comprar La muralla china. Me gustará.
La gente de las novelas existencialistas no ama: desea. No lo comprendo.
Un personaje así:
Todos los valores, todos los prejuicios y las leyes humanas estaban abolidos; su libertad era la única ley. Dios, la Patria, la familia, le eran extraños, pero amaba.
Fábula:
Después del Pecado Original, Dios caviló profundamente hasta encontrar un castigo digno de la ingratitud del hombre. Trabajarás, dijo por fin, y al sonido de su voz poderosa se sacudieron los planetas y temblaron las estrellas. Seguramente fue por eso que Adán no escuchó aquellas otras palabras agregadas en tono algo más bajo: en vano.
Otra fábula:
No quería dejar una sola huella de su paso por la Tierra, nada que pudiera ser corrompido por el tiempo. Como se ve, carecía por completo de sentido del humor. Entonces asesinó a todos aquellos que lo conocían —que eran muy pocos—, apiló todas sus obras literarias —que eran perfectas— y decidió suicidarse. Tomó veneno y le prendió fuego a su casa.
En ese momento aparecí yo.
—Te olvidaste de mí. Te olvidaste de mi odio, de mi envidia. Te olvidaste, sobre todo, de mi sagacidad.
Arrebaté unos cuantos manuscritos de las llamas. Él, ya agonizante, se arrastró por el piso, con los ojos fuera de las órbitas y la boca espumosa. No era un espectáculo agradable.
—Entonces no estás muerto —me dijo con estupor.
—No estoy muerto —le dije—, y soy el único que te conoce, y esto —agregué agitando en el aire las páginas— me servirá para mostrarle al mundo tu genio. Y lo aplaudirán, y llorarán tu muerte, y los críticos analizarán tu obra hasta convertirla en un fósil, y, a la larga, te superará el tiempo.
Pretendió aferrarse a mis piernas pero le di un puntapié en la cara. Me miró un segundo con los ojos muy abiertos, dijo una mala palabra y murió. Ya era tiempo porque la casa amenazaba desplomarse.
Con un prólogo laudatorio, escrito por mí, he dado a la imprenta su primer libro. Momentáneamente es un éxito.
Nunca sueño con el cuartel. Me mantengo al margen, incontaminado.
Simone de Beauvoir y su inquietante pareja de La invitada. Sin embargo, ella mata.
agosto 21
Mi última noche en Buenos Aires. Llueve. Es una lástima que no haya llovido en todos estos días. En el último día no se alcanza a sentir la belleza de la lluvia.
El mismo agotamiento físico de la última vez. Es muy importante no irse agotado.
s/f
La ignorancia es el estado ideal. Ignorancia de ignorar que se ignora, sólo así. Todo el que intuye ya sufre.
El amante celoso sabe algo, sabe que, tal vez, está ignorando la traición, y no tiene paz.
El que ignora simplemente ignora.
Si en el primer caso existe la fidelidad y en el segundo no, la paradoja nos da un cornudo feliz.
Lo ideal, otra vez, aquel cielo y aquellos grajos.
LA ESTATUA
Aquel escultor había terminado su obra. Durante años trabajó en ella, infatigable, constantemente, poniendo en cada golpe de cincel toda su alma. Y al fin el mármol gigantesco estaba concluido. Sintió una paz infinita y quiso retirarse unos pasos para abarcar con una sola mirada todo el conjunto. Pero no pudo. Estaba adherido a la piedra.
s/f
Escribir todo lo que se me ocurre y nada de lo que ocurre.
Lamento haber extraviado aquel primer cuaderno. Recuerdo la sensación de desasosiego —ahora, atenuado aquello, sólo me resta curiosidad—, como si al perderlo se me hubiera perdido algo de valor incalculable. Siempre me pasa lo mismo con las cosas que extravío, más aún si son cartas o escritos de cualquier índole.
Hace un tiempo, en un tren. Veníamos de Buenos Aires, después de un franco. Volví a tener en mis manos un libro de Amado Nervo; lo llevaba esa estolidez con piernas, el exasperante imbécil P. No sé si porque su dueño confiere a todas las cosas que lo rodean una cursilería insoportable o porque yo he perdido la facultad de captar la belleza en cierta poesía, pero sucedió que la impresión fue lastimosa. Hay tanta nada en los versos que leí —¿habré tenido la mala suerte de dar con los peores?— que experimentaba, a cada instante, un choque contra las palabras desacordes.
Al volver a Bécquer, en cambio, todo lo contrario. Todavía me gusta. En un comentario que escribí hace un tiempo para Beatriz no le confiero valor —oh, yo, juez—, pero digo a cada momento algo que me reconcilia con mi pasado becqueriano. Por otra parte, nunca dejé de ser romántico. Bécquer consigue llevarme atrás, a San Pedro a medianoche, a la cocina de casa. Al invierno. Las Leyendas, sobre todo.
agosto 24
Sólo escribirle cartas a ella es posible. Éstas no se pierden; es como escribir en el cuaderno. Las otras cartas dejan de pertenecerme al echarlas al correo. Aun a papá, aun a tía.
Las palabras escritas no se recuperan nunca. Además una carta es demasiado darse: el otro puede juzgarnos a mansalva, nos posee, pasan diez años y uno todavía es culpable de las palabras que escribió. Si al menos pudiera escribir borradores; pero copiar después lo que yo mismo escribí es tremendamente aburrido; invento otras palabras, se me ocurren nuevas ideas. Habría que escribir otra carta corrigiendo la última, hasta no acabar. Por otra parte, no siempre puedo ser conciso; antes lo era. “Me gustan tus frases, cortas, secas…”
Sería feliz, me sentiría en paz con todo lo mío al alcance de mi mano, lleno de mí mismo, sin nada fuera de mí. Sería feliz si pudiera quemar todo lo que, escrito por mi mano, tiene otra gente. No comprendo cómo me atrevo a publicar versos ridículos —de los que, más que culpable, me siento escandalosamente orgulloso— en el ridículo periódico.
Soy una urraca. Colecciono necedades como las urracas. Así colecciono mis propios versos.
Alguna vez leí que la moda en pintura es, también, trabajo de urracas.
… era entonces San Pedro, invierno, medianoche, cuando me quedaba un rato más todavía, con mis amigos, absorbiendo la plenitud de ese instante que se estiraba, pregustando la soledad que sobrevendría. En ocasiones hasta me hacía acompañar a casa por alguno de ellos para gozar con la impaciencia mientras esperaba que se fueran. Entonces tenía la cabeza distante, vacía, no me atrevía a pensar en nada definido; después solos vendrían los versos, las ideas.
En la soledad, el rito: traer todos los papeles a la mesa de la cocina, corregir lo hecho la noche anterior —corregirlo mil veces, hasta creer ver las líneas perfectas, las palabras armónicas, puestas cada una en su lugar— y luego preparar una carta a Ruth que llevaría al colegio a la tarde siguiente. Es desde ese tiempo, entonces, que me viene la obsesión por lo perfecto. Es triste ver el fracaso: no he adquirido la soñada soltura, aquel quimérico estilo sin tachaduras; sigo todavía corrigiendo y corrigiendo, tachando, cambiando, y lo peor: siempre con la certeza de no haber hecho nada.
(¡Aquellas noches! Pero ahora se mezcla todo, sólo la sensación, amplia, persiste. Es la misma.)
Al principio leía, escuchaba música. De esas lecturas, las Leyendas de Bécquer.
Habla Proust de cierta frase de la sonata de Vinteuil. “Una impresión —escribe— de esas que acaso son las únicas impresiones musicales.” Es una impresión así la que se proyecta desde aquel poema que oí por la radio, una de aquellas noches. Sólo la voz del lector, hermosa, con un dejo castizo. La música de fondo, cuyo recuerdo es tan vago que hace las veces, en el recuerdo, de música de fondo, exactamente.
agosto 25
Sobre los cerros, atardece. Todo es borravino. Recortado contra el atardecer, un hombre a caballo. Y, sin embargo, no está de más. Deja de ser un hombre; es una forma.
Miento a menudo.
Miento a menudo; y sin objeto, a veces. Por hablar, por inventar. Pero son mentiras de bajo vuelo. Ejemplo: la chica pobre que dice, afectando importancia: “El coche de papá”. No así, exactamente, pero de ese tipo el ingenio desplegado.
Mi letra ha vuelto a cambiar hace unos días.
De nuevo esa sensación que trato de describir en la carta. Ahora pensé: “Voy a Sierras Bayas”, y me invadió súbitamente una alegría inexplicable, como si fuera sorprendente, bellísimo, ir a Sierras Bayas.
Un juguete. Cuando chico, después de Reyes, me despertaba recordando que desde la noche anterior era dueño del juguete esperado tanto tiempo. Y era una alegría llena de asombro, como ahora, cuando me di cuenta de que ir a Sierras Bayas era hermoso.
El agotamiento físico ha sido, temporalmente al menos, superado. Al llegar nomás.
septiembre 1
En la chacra.
Todas las ideas son asquerosas, repelen, no estoy seguro de nada. Es imposible escribir; esto no se puede describir. Sólo la fecha —acaso una fecha increíble—, primero de septiembre.
octubre 5
He dejado de escribir en los cuadernos. Recién ahora me parece que emerjo de algún lugar terrible. Han sucedido cosas. Hechos. Amontonados sobre mí me aplastaron. Ahora me sacudo y caen estrepitosamente. Asomo la cabeza. ¿Dónde estaba? Decía hace más o menos dos meses: escribir todo lo que se me ocurre y nada de lo que ocurre. Ahora, sin embargo, debería escribir hechos; pero es tan difícil. Si lo hiciera me parecerían ridículos. ¿Qué decir? Escribir magnifica todo; yo lo magnifico.
He escrito cuentos, versos. Creo que podré seguir haciéndolo. Optimismo. Tuve miedo.
“Sólo perfección cuando…” (Kafka)
Mentir o qué.
Beatriz. Es un nombre bello, cómo no me di cuenta antes.
(...)
DIARIOS (1954-1991). Abelardo Castillo. Alfaguara, 2014
Fuente: .megustaleer.com.ar
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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char
No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char
René Char
No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char
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