lunes, 19 de marzo de 2018

No me estremezco, soy un lienzo

Raquel Cané
Raquel Cané: Niña

(Santa Fe, Argentina, 1974)

Escucho el traqueteo de la silla, una faja que se desenrolla sobre la mesa, metal sobre madera, madera sobre madera. No me estremezco, soy un lienzo.
Algo se mezcla, se arrastra, lo acercás hasta que cae. El impacto de ser atravesado. Sigo siendo plano, sigo de pie. La masa oleaginosa acaricia después del golpe. Tal vez sea un consuelo, perdí mi luz.

Monólogo de un retrato
***
Arrastra las reposeras desvencijadas, tartamudean en las separaciones de las baldosas del patio. En una mano la pava, en la otra el mate y la bolsa del tejido colgando.
Nos sentamos. Ya pasó el agobio de la siesta.
Un tapial bajo divide las baldosas de la tierra. Contiene una selva a la que podemos entrar por senderos caprichosos.
Las plantas se apilan, se abrazan, se tapan unas a otras. Nadie pensó este jardín, se fue haciendo, con los gajos de los vecinos, los hijos de otras plantas, con el esfuerzo del viento, o la lluvia generosa. 
El saco que teje crece sobre las piernas. Descansa para tomar el mate que le paso. ¿Viste la camelia?, ¿no es linda?, dice. Creo que en poco tiempo podré trasplantarla. Le queda chica la maceta, ¿no te parece?. Mira, mientras sigue tejiendo sin perder el punto. 
En la maceta, la suavidad apretada, la repetición de un rosa casi imposible. 
Habrá que buscarle un lugar, no necesita mucho sol. Tocala, dice. Extiendo la mano, acaricio, rápidamente la dejo y agarro el mate.
Ni una hoja mordida, ¿viste? Las tuve a raya a las hormigas. Ríe y su cuerpo se sacude.
Clava las agujas en el ovillo y me toma de la mano. Suficiente por hoy, vamos del otro lado, ¿sí? Buscaremos el lugar de la camelia, para cuando llegue el invierno.
Ella vendrá a buscarme en un rato, quiere que cenemos temprano, digo. Hay tiempo, dice, y no me suelta la mano. 
Abre la pequeña cerca para cruzar el tapial, la madera empuja la ruda. Es fuerte el olor de la ruda, ¿verdad?, dicen que ahuyenta los malos espíritus, y es cierto. Por eso podemos pasar nosotras.
Podría perderme aquí, pero la sigo, camina tranquila, va mimando las hojas, canturrea.
De este lado no hay macetas. Las plantas no resistirían la mezquindad de un cubo plástico, transportable. Aquí un tallo aplasta la flor de al lado en busca de la luz. Son una masa que respira. 
Se detiene ante un hueco en la tierra. Aquí será, al lado de la flor de pájaro. Se sentirá acompañada. Asiento con la cabeza. Pienso en la camelia, ella no pertenece a este lado, tan suave pero dura. No. Ella no puede cruzar el tapial. No sabría entregarse a ese movimiento conjunto, al contacto permanente.
Escucho el portón de entrada. Ya llegó, me tengo que ir, le enoja esperar.
Suelto su mano, ella alza la suya para saludarla desde lejos. Me mira atravesar la cerca y vuelve a mirar el hueco en la tierra.
Antes de salir, arranco la camelia, cierro el portón y la desmenuzo de regreso a la casa vecina, mi casa.

De Cuarenta relatos desordenados
**
El camino a veces nos cubre de polvo. Hace años que la ruta de asfalto está rota. Lo sabemos, aunque cada verano repetimos la secuencia de perdernos, preguntar, hasta finalmente dar con el atajo que nos llevará al pueblo.
Hoy el camino es fangoso, la lluvia de la noche anterior brilla en las zanjas. El verde es exuberante, los espinillos se tumban. El fango de aquí no es como cualquiera que uno pueda imaginar, es arcilla que rebalsa sobre sí misma, una verborragia de la tierra, como si se lamiera, se replegara y desbordara para ser aplastada por algún carro o los pocos autos que se le animan. El fango traga. 
Vamos con las ventanillas bajas, el aire caliente no seca las polleras que se empapan contra la cuerina. No hablamos. Clava los ojos en la huella, domando el volante, las ruedas patinan. Yo prefiero entregarme al vaivén, miro las vacas buscar la sombra de los pocos árboles.
Una vez más llegamos a la intersección, ella duda. Desea alguien le confirme dónde estamos, si vamos bien. Sé cuál es la dirección correcta, pero otra vez desconfiará, soy una niña. Entonces callo. Para el motor, arde.
Ahora esperamos, en medio de la nada y el verano. Busca en la cartera el atado de cigarrillos, enciende uno y se baja. Fuma apoyada contra la chapa. Mira los tajos naranjas que parten el verde. Alguien vendrá a ayudarnos, me dice, en realidad creo que habla sola.
Escucho cómo se hunden sus tacos, no mueve los pies. Queda atascada, atenta.
Cierro los ojos, conozco el paisaje de memoria. Ella parece haberlo olvidado, siempre. Huelo, aunque pura la lluvia, la tierra hiede, la bosta de las vacas se vuelve cercana.
Estampa la puerta del auto, se derrumba en el asiento, lo reclina. Veo como su furia se detiene, cierra los ojos, respira enérgicamente. Al fin se duerme.
Balanceo los brazos, medio cuerpo cayendo por la ventanilla, no toco el fango.
No sé qué hacemos aquí, me aburre esperar. Quisiera escaparme y lanzarme un clavado en el tajamar que diviso no muy lejos. Pero ya me dijo mi abuela que no es seguro, que están llenos de víboras, a mí las víboras no me dan miedo, las ranas, sí. Detesto sus cuerpos gelatinosos. Creo que mi abuela miente, le aterra no saber qué hay en los tajamares, por eso inventa. Y si me bajo del auto ella despertará, entonces me quedo.
Es hermoso verla dormir. Su cara es blanda aunque no sonría. ¿Qué soñará? Ojalá me durmiera, apagara el calor, el campo.
Veo un tractor que se aproxima, gime, lento. La sacudo hasta que despierta.
Se baja del auto y hace señas. No creo que la vean de tan lejos, pero insiste.
La escucho hablar con los dos hombres. Ellos parecen cansados pero contentos. Son amables.
Uno alza el brazo y le indica el tajo izquierdo.
Se despiden. Enciende el motor, es por acá, me dice.
Avanzamos, cae la tarde, a lo lejos se yergue un árbol seco, parece haberse incendiado, un gigante blanco y negro, lo único que sobresale en el paisaje. 
No sé cómo puedo olvidar este árbol, me dice, cómo puedo perderme cada año, si tan sólo recordara que tengo que verlo, sabría llegar a lo de tu abuela.

Lo muerto nos guía, no digo, soy una niña.

De Cuarenta relatos desordenados
Imagen y textos tomados de su facebook.

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char