lunes, 9 de abril de 2018

La cambiante superficie distorsionada

Johann Wolfgang von Goethe
(Alemania, 1749-1832)

Daimon
(Fragmento)

Al igual que ocurrió en el día
que fuiste lanzado al mundo el sol
estaba en lo alto como si se saludara
a los planetas. Desde entonces
has ido desarrollándote cada vez más firme, 
según una luz íntima que va en ti y que a ti atañe.
Tienes que ser tú.
***
El espejo de la Musa

Cierto día, temprano, cuando el empeño se adornó con impaciencia,
La Musa siguió la corriente del río,
Hasta un rincón apartado y tranquilo.
Rápida y sonora fluía
La cambiante superficie distorsionada,
Hacia sus figura encantadora que huía,
Entonces la Diosa abandonó la ira.
Sin embargo, el arroyo la llamó burlándose::
¿No verás entonces la verdad en mi claro espejo?
Pero ella corría lejos, cerca del océano;
En su figura el regocijo alababa,
Adornando debidamente su guirnalda.
**
ELEGÍAS
A vosotros debemos el saber
que hemos sido felices una vez.

¡Decid, piedras; hablad vosotros, altos palacios!
¡Una palabra, oh vías! Genio, ¿no te conmueves?
Sí, un alma tiene todo dentro tus sacros muros,
¡oh Roma eterna! Solo que aun para mí está muda.
¡Oh, quién podría decirme en qué ventana antaño
vi la pura beldad cuyo fuego es un bálsamo!
¡Ay, qué torpe mi alma no adivina aún la senda,
vagando por la cual tiempo perdí precioso!
Templos, palacios, ruinas y columnas hoy miro
cual hombre que al viajar sacar provecho sabe.
Mas pronto su tarea termina y solo queda
un templo, el del amor, que a iniciados acoge.
¡Un mundo, en verdad, eres, Roma! Mas sin Amor,
¡ni el mundo sería mundo ni Roma fueras tú!
**

Cuando dícesme, amada, que nunca te miraron
con grado los hombres, ni hizo caso la madre
de ti, hasta que en silencio una mujer te hiciste,
lo dudo y me complace imaginarte rara,
que asimismo a la vid faltan color y forma,
cuando ya la frambuesa a dioses y hombres seduce.
**

Muchos ruidos me enojan; pero el ladrar de un perro
es el que yo más odio, pues me desgarra el tímpano.
Pero hay uno al que oigo ladrar con gran fruición,
y es el de mi vecino, pues una vez ladróle
a mi amada, y por poco nos descubre el indino.
Ahora cuando ladrar lo oigo, pienso: “¡Ella viene!”
O con nostalgia evoco aquella vez que vino.

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char