(Buenos Aires, Argentina, 1949)
|
Cosas sobre el río, un birrete, el de Garibaldi.
Muertos del Paraguay, diminutas cañoneras
fantasma. Cuando en realidad el sonido de los
disparos debe haber sido amortiguado por la
amplitud del agua, hasta convertirse en el de un
yesquero, unas bengalas, ramas secas quebradas.
El azul y el rojo tiñeron los espejos de
los juncales, de las cañas, tejieron un agua
de finas hilaturas de colores extraños.
Los muertos fueron dejados a los grandes pájaros.
Ve cómo el río no es sino un dudoso titán
que sólo despierta en invierno, cuando se cree
sus malos sueños y se extiende para alcanzar
los árboles marrones y las casas. Mirá
el olor que trae de putrefacción, pero se
diría cansado, que luego deja en las casas
un reconocible aire cargado de humedad
y de tabaco. De las frazadas muy usadas se
diría viene este aire en las pobres casas de
ladrillo pelado, hierro oxidado las verjas.
Y, con todo, el limonero y sus soles amargos,
y esas breñas en los jardines, y esas flores que
no sabemos que son, arremolinadas, escasas,
color del vino que queda en el fondo de los vasos,
como barro casi espeso, el barro rojizo
que el río amasa con disgusto, que tira
a empujones entre las islas, para que el agua lo
lleve al mar y se abran, lejos,
los ojos de los muertos.
Muertos del Paraguay, diminutas cañoneras
fantasma. Cuando en realidad el sonido de los
disparos debe haber sido amortiguado por la
amplitud del agua, hasta convertirse en el de un
yesquero, unas bengalas, ramas secas quebradas.
El azul y el rojo tiñeron los espejos de
los juncales, de las cañas, tejieron un agua
de finas hilaturas de colores extraños.
Los muertos fueron dejados a los grandes pájaros.
Ve cómo el río no es sino un dudoso titán
que sólo despierta en invierno, cuando se cree
sus malos sueños y se extiende para alcanzar
los árboles marrones y las casas. Mirá
el olor que trae de putrefacción, pero se
diría cansado, que luego deja en las casas
un reconocible aire cargado de humedad
y de tabaco. De las frazadas muy usadas se
diría viene este aire en las pobres casas de
ladrillo pelado, hierro oxidado las verjas.
Y, con todo, el limonero y sus soles amargos,
y esas breñas en los jardines, y esas flores que
no sabemos que son, arremolinadas, escasas,
color del vino que queda en el fondo de los vasos,
como barro casi espeso, el barro rojizo
que el río amasa con disgusto, que tira
a empujones entre las islas, para que el agua lo
lleve al mar y se abran, lejos,
los ojos de los muertos.
De El río, inédito
No hay comentarios:
Publicar un comentario