viernes, 28 de septiembre de 2018

Pura pupila ciega

Foto: Jorge Paris
Andrés Barba 

(Madrid, España, 1975)


VEJEZ

A plena luz del día,
en un cajero del barrio te atracó
un muchacho. Llevabas cien euros en la mano.
Te dijo dámelos y se los diste.
La extrañeza tenía en ti un aire pasmado
y elegante;
te aproximabas inclinando la cabeza
como si no hubieses entendido
una palabra, decías: ¿perdón?
No luchaste, ni siquiera fingiste que pudieras
luchar,
como un sonámbulo extendiste
la mano con el dinero y el muchacho se fue
corriendo o sin correr, mirándote o no.
Era un día agradable de principios de verano.
Había gente en la calle, se escuchó
una risa y el tintineo de unos vasos de cerveza
en la terraza que había a veinte metros.
Te preguntaste con vergüenza si te habrían visto.
Era un muchacho como otro cualquiera:
joven. Atacaba como el depredador
que elige entre las víctimas al animal más torpe.
Sentiste como si el tiempo te zarandeara
sin piedad junto al cajero
envuelto en los alegres ruidos de la conversación
en el calor de la brisa y las pelusas de polen.
Esa tarde habías quedado
para dar un paseo por la feria del libro.
El hombre que iba a pasear y el que seguía pasmado
eran distintos ahora.
Por la modesta suma de cien euros
aquel muchacho se lo había llevado consigo.
Al subir a casa llamaste por teléfono,
Soy un viejo, dijiste.
No eres ningún viejo.
¿Soy un viejo, te parezco un viejo? Preguntaste de nuevo.
Pero no me dejaste contestar.

De Crónica natural, Visor, 2015.
***

Que todo se recomponga sin ti.
Que las personas que conocías y saludabas olviden tu presencia en estas calles.
Que los que te amaron encuentren nuevos amores que reemplacen al tuyo en el tiempo y en el quehacer, y que en su volver a amar no encuentren tus rasgos.
Que se pierdan tus cartas y quienes las encuentren sonrían de tu ingenuidad sin conocerte ni perdonarte. Que esta canción que no podías escuchar sin emocionarte envejezca y sea ocupado su espacio por otras canciones, otras melodías.
Que ningún alimento que tú hayas probado o deseado sea probado o deseado por quienes te sobrevivan.
Que tu cuerpo y sus rasgos se extingan en la materia que todo lo devora y que en su desaparición no quede ni una brizna que sostenga tu nombre. 
Que la fe que profesaste sea falsa.
Que las posesiones de las que te sentiste orgullosa se desmoronen y perezcan contigo.
Que nada que te vincule a esta tierra de la que saltas se mantenga, animal o vegetal, objeto u hombre, pensamiento o recuerdo, música o voz, que todo muera, que todo sea exterminado, qeu se rompan las columnas vertebrales de todo lo que esté vivo y ames, que se sacudan y sean atrapados y carbonizados. Que sólo esto te sobreviva: la piedad, el miedo.

De Libro de las caídas. (Andrés Barba, Ilustraciones de Pablo Angulo. Editorial Sexto Piso, 2013) 
***
Mira bien este rostro. Hay en él algo extraño, algo excepcional: de entre todos los rostros del mundo es el que tú has elegido, el que tú has codiciado. Míralo bien: lo has deseado, has dormido con él, has soñado con él, lo has besado muchas veces, lo has odiado también, te ha herido, conoces su olor y su textura. Estás oyendo crecer este rostro como una música, es el metro del mundo. No lo comprendes casi en realidad. Ni siquiera lo has elegido. Ha venido hasta ti como las bendiciones y las catástrofes y tres segundos después te ha parecido imposible haber vivido en un mundo en el que no existía ese rostro. A veces sientes que deberías aprender a mirarlo y que hasta ahora has cometido en muchas ocasiones el mismo error; el de pensar que sabías quién era sólo porque lo amabas. Ahora tus ojos son como los ojos de los recién nacidos, ojos que no ven y en los que apenas se ve, ojos sin blanco, pura pupila ciega. Y el rostro de tu amor está aquí inmóvil, abierto a tu curiosidad, desnudo. Se ha quitado de encima todas las afectaciones y los discursos. Y tú eres el intruso, el espía.

De Lista De Desaparecidos. Ilustraciones de Pablo Angulo. Siberia. Barcelona, 2012. 


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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char