martes, 9 de octubre de 2018

El corazón amortajado en esta alegoría

CHARLES BAUDELAIRE

Charles Baudelaire Portrait, por Samij Datta


(París, Francia, 1821-id., 1867)



El perro y el frasco

"Perrito mono, perrito bueno, perrito mío, ven aquí y aspira este excelente perfume que he comprado en la mejor perfumería de la ciudad".

Y el perro, moviendo el rabo, lo que, según tengo entendido, en estos pobres seres equivale a la risa y a la sonrisa, se acerca y pone, curioso, su húmedo hocico sobre el frasco destapado; luego retrocediendo de pronto asustado, empieza a ladrarme a modo de reproche.
- "¡Ay, miserable perro!; si te hubiera ofrecido un paquete de excrementos lo habrías olfateado con deleite y quizás devorado. En eso, indigno compañero de mi triste vida, te pareces al público a quien no hay que ofrecer nunca perfumes delicados que le exasperan, sino basuras cuidadosamente escogidas".

***
AL LECTOR La necedad, el error, el pecado, la tacañería,/Ocupan nuestros espíritus y trabajan nuestros cuerpos,/Y alimentamos nuestros amables remordimientos,/Como los mendigos nutren su miseria./Nuestros pecados son testarudos, nuestros arrepentimientos cobardes;/Nos hacemos pagar largamente nuestras confesiones, /Y entramos alegremente en el camino cenagoso,/Creyendo con viles lágrimas lavar todas nuestras manchas./Sobre la almohada del mal está Satán Trismegisto/Que mece largamente nuestro espíritu encantado,/Y el rico metal de nuestra voluntad/Está todo vaporizado por este sabio químico./¡Es el Diablo quien empuña los hilos que nos mueven!/A los objetos repugnantes les encontramos atractivos;/Cada día hacia el Infierno descendemos un paso,/Sin horror, a través de las tinieblas que hieden./Cual un libertino pobre que besa y muerde el seno martirizado de una vieja ramera,/Robamos, al pasar, un placer clandestino/Que exprimimos bien fuerte cual vieja naranja./Oprimido, hormigueante, como un millón de helmintos,/En nuestros cerebros bulle un pueblo de Demonios,/Y, cuando respiramos, la Muerte a los pulmones Desciende, río invisible, con sordas quejas./Si la violación, el veneno, el puñal, el incendio,/Todavía no han bordado con sus placenteros diseños El lienzo banal de nuestros tristes destinos,/Es porque nuestra alma,/¡ah! no es bastante osada. Pero, entre los chacales, las panteras, los podencos,/Los simios, los escorpiones, los gavilanes, las sierpes,/Los monstruos chillones, aullantes, gruñones, rampantes/En la jaula infame de nuestros vicios,/¡Hay uno más feo, más malo, más inmundo!/Si bien no produce grandes gestos, ni grandes gritos,/Haría complacido de la tierra un despojo/Y en un bostezo tragaríase el mundo:/¡Es el Tedio! —los ojos preñados de involuntario llanto,/Sueña con patíbulos mientras fuma su pipa,/Tú conoces, lector, este monstruo delicado,/—Hipócrita lector, —mi semejante, —¡mi hermano!
***
Poema 116
Mi corazón, como un pájaro, daba vueltas, gozoso
Y planeaba libremente alrededor de las jarcias;
El navío rolaba bajo un cielo sin nubes,
Cual un ángel embriagado de un sol radiante.

¿Qué isla es ésta, triste y negra? —Es Citerea,
Nos dicen, país celebrado en las canciones,
El dorado banal de todos los galanes en el pasado.
Mirad, después de todo, no es sino un pobre erial.

—¡Isla de los dulces secretos y de los regocijos del corazón!
De la antigua Venus, soberbio fantasma
Sobre tus aguas ciérnese un como aroma,
Que satura los espíritus de amor y languidez.

Bella isla de los mirtos verdes, plena de flores abiertas,
Venerada eternamente por toda nación,
Donde los suspiros de los corazones en adoración
Envuelven como incienso sobre un rosedal

Donde el arrullo eterno de una torcaz
-Citerea no era sino un lugar de los más áridos,
Un desierto rocoso turbado por gritos agrios.
¡Yo, empero, vislumbraba un objeto singular!

No era aquello un templo sobre las umbrías laderas,
Al cual la joven sacerdotisa, enamorada de las flores,
Acudía, encendido el cuerpo por secretos ardores,
Entreabriendo su túnica las brisas pasajeras;

Pero, he aquí que rozando la costa, más de cerca
Para turbar los pájaros con nuestras velas blancas,
Vimos que era una horca de tres ramas,
Destacándose negra sobre el cielo, como un ciprés.

Feroces pájaros posados sobre su cebo
Destruían con saña un ahorcado ya maduro,
Cada uno hundiendo, cual instrumento, su pico impuro
En todos los rincones sangrientos de aquella carroña;

Los ojos eran dos agujeros, y del vientre desfondado
Los intestinos pesados caíanle sobre los muslos,
Y sus verdugos, ahítos de horribles delicias,
A picotazos lo habían absolutamente castrado.

Bajo los pies, un tropel de celosos cuadrúpedos,
El hocico levantado, husmeaban y rondaban;
Una bestia más grande en medio se agitaba
Como un verdugo rodeado de ayudantes.

Habitante de Citerea, hijo de un cielo tan bello,
Silenciosamente tú soportabas estos insultos
En expiación de tus infames cultos
Y de los pecados que te ha vedado el sepulcro.

Ridículo colgado, ¡tus dolores son los míos!
Sentí, ante el aspecto de tus miembros flotantes,
Como una náusea, subir hasta mis dientes,
El caudal de hiel de mis dolores pasados;

Ante ti, pobre diablo, inolvidable,
He sentido todos los picos y todas las quijadas
De los cuervos lancinantes y de las panteras negras
Que, en su tiempo, tanto gustaron de triturar mi carne.

—El cielo estaba encantador, la mar serena;
Para mí todo era negro y sangriento desde entonces.
¡Ah! y tenía, como en un sudario espeso,
El corazón amortajado en esta alegoría.

En tu isla, ¡oh, Venus! no he hallado erguido
Mas que un patíbulo simbólico del cual pendía mi imagen...
—¡Ah! ¡Señor! ¡Concédeme la fuerza y el coraje
De contemplar mi corazón y mi cuerpo sin repugnancia!
***
CASTIGO DEL ORGULLO 

En los tiempos maravillosos en que la Teología/ Florecía con la máxima savia y energía,/Se cuenta que un día un doctor de los más grandes,/—Luego de haber forzado/los corazones indiferentes;/Y haberlos conmovido en sus profundidades negras;/Después de haber franqueado hacia las celestes glorias/Caminos singulares para él mismo ignorados,/Donde sólo los Espíritus puros quizás habían llegado—,/Cual un hombre encaramado muy alto, presa de pánico, Exclamó, transportado por un orgullo satánico: "¡Jesús, pequeño Jesús! ¡te he impulsado tan alto!/Pero, si yo hubiera querido atacarte a despecho/De la armadura, tu vergüenza igualaría a tu gloria,/Y tú no serías más que un feto irrisorio!"/Inmediatamente su razón desapareció. El brillo de ese sol con un crespón se cubrió;/Todo el caos rodó en esa inteligencia,/Templo en otro tiempo viviente, pleno de orden y de opulencia,/Bajo las bóvedas del cual tanta pompa había lucido./El silencio y la noche se instalaron en él,/Como en una bodega cuya llave se ha perdido./Desde entonces se pareció a las bestias callejeras,/Y, cuando se marchó sin ver nada, a través/De los campos, sin distinguir los estíos de los inviernos,/Sucio, inútil y feo como una cosa usada,/Fue de los niños el júbilo y la irrisión.

De Las flores del mal. Versión E.S. Danero

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char