viernes, 10 de enero de 2014

RAÚL GONZÁLEZ TUÑÓN

(Buenos Aires, 1905-1974)


De A la sombra de los barrios amados

EL CEMENTERIO DE LOS TRANVÍAS

(Loria y Carlos Calvo)

En un galpón enorme —donde estuvo la fábrica—,
ese armazón oscuro con el techo llovido,
cual carros amarillos que mascaritas pálidas
de extintos carnavales ahora habitarían,
duermen, esperan ¿qué? los vacíos tranvías,
esqueléticos, sucios. Los miro y los comprendo.
Como ellos, así fueron arrumbados un día,
por inservibles, hijos del bíblico dolor,
nevados obreros, las máquinas vencidas,
los juguetes usados por niños que partieron,
los tristes jubilados y los gorriones muertos,
fotografías borrosas, viejas cartas de amor.

Una esquina en el barrio, tristona y pintoresca
como un destartalado, gris, espectral telón,
cayendo en un teatro de suburbio sombrío,
cuando todos han muerto, sin el apuntador…
Y ahí están, los saludo, la calle solitaria,
esta noche y los árboles del otoño que hablan,
con su sombra, un dialecto que sólo entenderían
Chaplin, los faroleros, las gaviotas y vos.
***
El Barrio 

Vi la luz en el barrio del Once, en el surero.
Cerca de allí nació también Julio de Caro
y escribió de la Púa sus memorables versos.
Entonces aún la luna bajaba hasta los patios
¿Era todo mejor? No lo sé. Era distinto.
Había carnaval, nochebuena, organitos,
Herrerías, corralones y mágicos baldíos.
Y en mi barrio nacieron la poesía y el tango…
Yo amaba ya la lluvia; era un niño perplejo.
Del almacén vecino salía un denso tufo
a lata ultramarina, a vino grueso y truco.
Y la siesta en el barrio con sus perros tendidos,
los últimos faroles de gas en las esquinas,
el enorme fonógrafo con su disco inquietante:
“Alfredo, mi querido Alfredo,
vamos a la tumba a morir los dos”,
la frontera del muro del asilo de enfrente,
y hoy, a veces, escucho en el fondo del tiempo,
la risa de mi madre detrás de los postigos…


Imagen: Primera edición de A la sombra de los barrios amados, de R.G.T., Editorial Lautaro, Bs. As., 1957.

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char