domingo, 30 de marzo de 2014

Estos argentinos… todos creen que sus abuelos cabalgaban con los gauchos

GRAHAM GREENE

(Berkhamsted, Hertfordshire, Inglaterra, 1904-Vevey, Suiza, 1991)

"Nunca he creído en el infierno. Creo que es contradictorio. Dicen que Dios es piedad... así que es contradictorio. Creo que puede que haya nulidad. No creo en el infierno, y el purgatorio puede ocurrir en esta vida, no en una vida futura""uno quisiera que hubiera algo más que este mundo"- y que existiera el cielo: "Si existe, es una entidad que no puedo imaginarme. Mi idea del cielo es algo activo, una forma de actividad con la que pudiéramos influir en la vida de la tierra... Quizás las oraciones de uno en ese estado pudieran influir a alguien en la tierra."

"La muerte fue el único valor absoluto en su mundo. Pierda la vida y uno nunca perderá nada por el resto de la eternidad. La muerte sería más segura que Dios, y con la muerte no habría más la posibilidad diaria de que el amor muriera."
(De El americano impasible)
***
Capítulo 1

El doctor Eduardo Plarr estaba en el pequeño puerto del Paraná, entre los rieles y las grúas amarillas, observando un penacho horizontal de humo que se extendía sobre el Chaco. Entre los rayos rojos del crepúsculo, esa línea de humo parecía una franja de una bandera nacional. A esa hora, el doctor Plarr estaba solo, con la única excepción del marinero de guardia frente al destacamento marítimo. Era uno de esos atardeceres que, por una misteriosa combinación de la luz moribunda y el aroma de alguna planta desconocida, provocan en ciertos hombres la sensación de la niñez y la expectativa, y en otros la impresión de algo perdido y ya casi olvidado.
Los rieles, las grúas, el destacamento marítimo: ésas eran las primeras imágenes que el doctor Plarr había visto en su país de adopción. Sólo se había sumado la línea de humo que, a la llegada del doctor, aún no permanecía suspendida sobre el horizonte. La fábrica que lo producía había sido construida en la época en que él había llegado con su madre, procedentes de la república del norte, más de treinta años atrás, en el barco que viajaba semanalmente desde Paraguay. Recordaba a su padre de pie junto a la breve baranda, en el muelle de Asunción: alto, canoso, con las mejillas hundidas, prometiendo con mecánico optimismo reunirse con ellos muy pronto. En el curso de un mes, quizá de tres, la esperanza chirrió en su garganta como el engranaje de un mecanismo herrumbrado.
A aquel muchacho de catorce años no le pareció raro —aunque tal vez algo así como una costumbre extranjera— que su padre besara a su mujer en la frente con una especie de reverencia, como si ella fuera su madre y no su compañera de lecho. En aquellos días, Eduardo Plarr se consideraba tan latinoamericano como su madre, mientras que en su padre era obvio el origen inglés. Su padre pertenecía por derecho, y no por la mera existencia de un pasaporte, a la isla legendaria de la nieve y la bruma, a la tierra de Dickens y de Conan Doyle, aunque quizás apenas conservara unos pocos recuerdos auténticos del país que había dejado a los diez años. Guardaba un libro de fotografías, London Panorama, que sus padres le habían regalado en el último momento, antes de embarcar, y Henry Plarr solía volver ante su hijo Eduardo las páginas donde las fotos mates y grises mostraban el palacio de Buckingham, la Torre de Londres y una vista de Oxford Street, llena de cabriolés y coches tirados por caballos y señoras que se recogían las largas faldas. Mucho después, el doctor Plarr comprendió que su padre era un exiliado y que ése era un país de exiliados: italianos, checoslovacos, polacos, galeses, ingleses. De niño, cuando Eduardo Plarr leía una novela de Dickens lo hacía como un extranjero: por falta de experiencia, todo era para él contemporáneo, como un ruso que creyera que el alguacil y el fabricante de ataúdes todavía siguen en sus inalteradas vocaciones en un mundo donde Oliver Twist está preso en algún sótano de Londres, cada vez metido en más líos.
A los catorce años, Eduardo Plarr no podía entender los motivos por los cuales su padre se había quedado atrás en la vieja capital junto al río. Necesitó unos cuantos años de vida en Buenos Aires para comprender que la existencia de un exiliado no es fácil: tantos documentos, tantas visitas a oficinas del gobierno. La facilidad pertenecía por derecho a los hijos del país, a los que podían dar por sentadas sus condiciones de vida, por extrañas que fuesen. El idioma español era de origen romano, y los romanos eran un pueblo simple. El machismo —el sentido del orgullo masculino— era el equivalente español de la virtus. Poco tenía que ver con el coraje o la rigidez de los ingleses. Quizás, en su estilo extranjero, su padre procurara imitar al machismo cuando resolvió enfrentar por sí solo los peligros cada vez mayores del otro lado de la frontera paraguaya; pero fue únicamente rigidez lo que mostró en el embarcadero.
Eduardo Plarr y su madre habían llegado al puerto de río casi a esa misma hora del atardecer, en su viaje hacia la enorme y ruidosa capital de la república del sur (una manifestación política había demorado unas horas la partida). Algunas de las primeras imágenes —las viejas casas coloniales, con sus fachadas ruinosas, en la calle situada tras el puerto; una pareja que se abrazaba en un banco; la estatua de una mujer desnuda, bañada por la luz de la luna, y el busto de un almirante con un familiar nombre irlandés; los globos de la luz eléctrica, como un gran fruto maduro sobre un quiosco de bebidas gaseosas— se fijaron en la mente del joven Plarr como un símbolo de insólita paz. Fue quizá por eso por lo que, mucho después, cuando sintió la urgente necesidad de huir hacia alguna parte para escapar de los rascacielos, los embotellamientos del tránsito, las sirenas de los coches de policía y las ambulancias, las estatuas heroicas de los libertadores a caballo, resolvió volver a esa pequeña ciudad del norte para trabajar en ella con todo el prestigio de un capacitado médico de Buenos Aires. Ninguno de los amigos de la capital o de sus relaciones del café comprendieron sus motivos: todos le aseguraron que en el norte encontraría un clima caluroso, húmedo, insalubre, y una ciudad donde nunca pasaba nada, ni siquiera la violencia.
«Quizá sea lo bastante insalubre como para que pueda practicar mejor mi profesión», decía con una sonrisa tan vacua —o tan falsa— como la expresión esperanzada de su padre.
En Buenos Aires, durante los largos años de separación, sólo habían recibido una carta de su padre. El sobre estaba dirigido a ambos: «Señora e hijo». La carta no había llegado por correo: la habían encontrado bajo la puerta del apartamento, un domingo por la tarde, unos cuatro años después de su llegada a la capital, al regresar de un cine donde habían visto por tercera vez Lo que el viento se llevó. Al cabo de los años, Clark Gable y Vivien Leigh resurgían una vez más, a pesar de todas las balas.
En el sobre, sucio y arrugado, se leía «A mano», pero nunca llegaron a saber qué mano. La carta no estaba escrita en el antiguo papel que llevaba elegantemente impreso en letras góticas el nombre de la estancia, sino en las hojas rayadas de un cuaderno barato. Y la carta, como la voz en el muelle, estaba llena de fingida esperanza: su padre escribía que «las cosas» se arreglarían muy pronto. No había fecha: quizá la «esperanza» se hubiera agotado mucho tiempo antes de llegar la carta. Nunca volvieron a saber de su padre; ni siquiera les llegó la noticia o el rumor de su encarcelamiento y su muerte. Aquella carta terminaba con solemnidad hispánica: «Es para mí un gran consuelo saber que aquellos a quienes más amo en el mundo están a salvo. Vuestro afectuoso esposo y padre Henry PIare».
El doctor Plarr no podía discernir claramente hasta qué punto su regreso al pequeño puerto de río estaba influido por la idea de que allí no viviría lejos de la frontera del país donde había nacido y donde estaba enterrado su padre (quizá nunca llegaría a saber si en una prisión o en un pedazo de tierra). Sólo tenía que trasladarse unos pocos kilómetros hacia el noroeste y mirar al otro lado de la curva del río; sólo tenía que tomar una lancha, como los contrabandistas … A veces se sentía como un vigía a la espera de una señal. Desde luego, había un motivo más importante. Una vez había dicho a una amante: «Me fui de Buenos Aires para alejarme todo lo posible de mi madre». Era cierto que su madre había perdido su belleza y a medida que envejecía añoraba cada vez más su perdida estancia, hundida en esa gran capital extendida y confusa, con su fantástica arquitectura de rascacielos en calles mezquinas, que se elevaban caprichosamente y tenían veinte pisos cubiertos por anuncios de Pepsi-Cola.
El doctor Plarr volvió la espalda al puerto y siguió su paseo crepuscular junto a la orilla del río. El cielo ya estaba oscuro y no podía distinguir el penacho de humo o la línea de la ribera opuesta. Las lámparas del ferry que unía la ciudad con el Chaco se acercaban como un lápiz iluminado que trazara una lenta y sinuosa diagonal, mientras luchaba contra la corriente que avanzaba pesadamente hacia el sur.
En el cielo, las Tres Marías parecían las cuentas sueltas de un rosario roto (la cruz estaba más lejos, como si hubiese caído en otra parte). Plarr, que sin saber del todo por qué renovaba cada tres años su pasaporte inglés, sintió de pronto el deseo de una compañía que no fuera argentina.
Que él supiera, sólo había otros dos ingleses en la ciudad: un viejo profesor de inglés que había adoptado el título de doctor sin haber conocido nunca el interior de una universidad, y Charley Fortnum, el cónsul honorario. Desde aquella mañana, meses atrás, en que había empezado a acostarse con la mujer de Charley Fortnum, Plarr se sentía incómodo en la compañía del cónsul; tal vez lo incomodaran primitivos sentimientos de culpa; tal vez lo irritara la complacencia de Charley Fortnum, que se mostraba tan seguro de la fidelidad de su mujer. Hablaba con orgullo, más que con preocupación, de las dificultades que atravesaba su mujer en el primer período de su gravidez, como si todo ello hubiera sido una especie de elogio a una proeza suya. Y Plarr sentía ganas de exclamar: «Pero ¿quién cree usted que es el padre?»
Quedaba el doctor Humphries… aunque todavía era muy temprano para ir a: reunirse con el viejo en el Hotel Bolívar, donde vivía.
Plarr encontró un asiento bajo uno de los globos blancos que iluminaban la ribera y se sacó un libro del bolsillo. Desde allí podía vigilar su automóvil, estacionado junto al quiosco de Coca-Cola. El libro que llevaba consigo era una novela escrita por uno de sus pacientes, Jorge Julio Saavedra. Saavedra también tenía el título de doctor: pero éste era un título auténtico, concedido honoris causa veinte años antes, en la capital. La novela, que era la primera y la de más éxito del doctor Saavedra, se llamaba Un corazón melancólico, y estaba escrita en un recargado estilo melancólico, lleno del espíritu del machismo.
A Plarr le resultaba difícil leer más de dos páginas seguidas. Esos nobles y hoscos personajes de las novelas latinoamericanas le parecían demasiado simples y heroicos para responder a modelos vivientes. En Sudamérica, Rousseau y Chateaubriand parecían ejercer una influencia mucho mayor que Freud. Hasta había una ciudad en el Brasil que se llamaba Benjamin Constant. Leyó: «Julio Moreno permanecía sentado durante horas, en silencio, durante los días en que soplaba incesantemente el viento del mar, cubriendo de sal las pocas hectáreas de tierra seca, marchitando las escasas plantas que habían sobrevivido a la última ventolera. Apoyaba el mentón en las manos y cerraba los ojos, como empeñado en aislarse en un recinto oculto de su naturaleza, del cual su mujer estaba excluida. Ella nunca se quejaba: permanecía de pie junto a él durante largos ratos, sosteniendo el mate en la mano izquierda, y cuando Julio Moreno abría los ojos lo cogía sin decir una palabra. Sólo en la fugaz relajación de los músculos en torno a la boca firme y apretada veía su mujer algo semejante a una expresión de agradecimiento».
Plarr, educado por su padre en las obras de Dickens y Conan Doyle, encontraba difíciles de leer las novelas de Jorge Julio Saavedra; pero consideraba que ese esfuerzo era parte de sus deberes de médico. Pocos días después almorzaría con Saavedra en el Hotel Nacional y debería estar en condiciones de hacer algún comentario sobre el libro, dedicado por su autor de manera muy entusiasta: «A mi amigo y consejero, el doctor Eduardo Plarr, esta primera obra mía que le demostrará que no siempre he sido un novelista político y que le revelará (como sólo podría hacerlo con un amigo íntimo) el primer fruto de mi inspiración». En verdad, el doctor Saavedra no era nada taciturno, pero Plarr sospechaba que se consideraba a sí mismo como un Moreno manqué. No en vano había dado a Moreno su nombre de pila…
Plarr nunca había visto a nadie leyendo en la ciudad.
Cuando salía a comer, sólo veía libros presos tras cristales para preservarlos de la humedad. Nunca se había topado con nadie leyendo junto al río o siquiera en una de las plazas de la ciudad (salvo, una que otra vez, El Litoral, el periódico local). En los bancos había parejas, o mujeres cansadas, con las bolsas de las compras, o vagabundos; pero nunca lectores. Los vagabundos ocupaban orgullosamente un banco entero. Como a nadie le gustaba compartir los bancos con ellos, eran los únicos que podían tumbarse a sus anchas.
Leer al aire libre quizá fuera un hábito adquirido de su padre, que siempre se llevaba un libro cuando salía para vigilar los cultivos; y en el aire perfumado por los naranjos, Plarr había recorrido todas las novelas de Dickens, salvo los Cuentos de Navidad. Al principio, la gente lo miraba con viva curiosidad cuando lo veían sentado en un banco con un libro abierto. Tal vez pensaran que ésa era una costumbre de los médicos extranjeros: no es que fuera una actitud poco viril, pero sin duda resultaba extraña. Allí los hombres preferían sentarse en las esquinas y hablar, o sentarse a beber tazas de café y hablar, o asomarse por la ventana y hablar. Y, mientras hablaban, se tocaban unos a otros para hacer hincapié en algún punto o simplemente por amistad. El doctor Plarr no tocaba a nadie: sólo a su libro. Era, como su pasaporte inglés, el signo de que siempre sería un extranjero: jamás se integraría del todo.
Empezó a leer de nuevo: «La mujer de Julio Moreno trabajaba en constante silencio, aceptando la dura faena, al igual que las malas estaciones, como una ley de la Naturaleza».
El doctor Saavedra había disfrutado de un período de éxito popular y de la estima de sus colegas en la capital. Cuando empezó a advertir que los críticos literarios ya no se interesaban por él —y, lo que era peor aún, tampoco las damas de sociedad ni los periodistas— se fue al norte, donde su bisabuelo había sido gobernador y donde le tributaban el respeto debido a un famoso novelista de la capital, aunque sin duda eran muy pocos los que habían leído sus libros. La geografía mental de sus novelas permanecía incólume al paso del tiempo. Poco importaba el lugar donde resolviera vivir ahora: había encontrado su región mítica de una vez y para siempre durante su juventud, como consecuencia de unas vacaciones pasadas en un pueblo junto al mar, en el sur, cerca de Trelew. Nunca había conocido a Moreno, pero lo había imaginado muy vívidamente una noche, en el bar de un hotelito, al ver a un hombre sentado en melancólico silencio ante su vaso.
Plarr había averiguado todos esos datos en la capital, a través de un viejo amigo y celoso enemigo del novelista; el conocimiento de esos antecedentes de Saavedra le era útil cuando debía tratar a su paciente, que padecía los altibajos de una voluble depresión maníaca. El mismo personaje reaparecía una y otra vez en todos sus libros: su historia variaba ligeramente, pero nunca se alteraba su intenso, tétrico silencio. El amigo y enemigo que había acompañado al joven Saavedra en aquel viaje de descubrimiento había exclamado con sorna: «¿Y sabes quién era ese hombre? Un galés, un galés … ¿Quién ha visto alguna vez a un galés con machismo? Esa zona está llena de galeses. El tipo estaba borracho, eso era todo. La borrachera semanal, cada vez que llegaba del campo … ».
Un ferry partió hacia los árboles y el fango de la invisible ribera y poco después regresó. A Plarr le resultaba difícil concentrarse en la melancolía del corazón de Julio Moreno. La mujer de Moreno lo abandonaba al fin por un jornalero joven, atractivo y con cierta facilidad de palabra; pero no era feliz en la ciudad junto al mar, donde su amante no conseguía empleo. Al poco tiempo el muchacho se emborrachaba con frecuencia y lo único que hacía en la cama era hablar, y ella sentía nostalgia por los largos silencios y la tierra seca, salada, devastada. De manera que volvía junto a Moreno, que sin decir una palabra le hacía un lugar en la mesa donde había dispuesto una magra cena y después se sentaba en su silla habitual, siempre sin hablar, con el mentón apoyado en las manos, mientras ella permanecía junto a él sosteniendo el mate. Aunque el relato podía muy bien terminar allí, faltaban todavía otras cien páginas. Pero el machismo de Julio Moreno no había llegado aún a su plenitud; y cuando informaba a su mujer, con la menor cantidad posible de palabras, sobre su decisión de visitar la ciudad de Trelew, Plarr adivinó con certeza qué ocurriría allá: Julio Moreno encontraría al jornalero en un bar de la ciudad y habría un duelo a cuchillo y el muchacho ganaría. ¿Acaso su mujer, en el momento en que Julio Moreno partía, no había visto en sus ojos «la expresión de un nadador exhausto que se rinde a la oscura marejada de su ineluctable destino»?
No podía decirse que el doctor Saavedra escribiera mal.
Había una grave música en su estilo y los redobles del destino nunca sonaban demasiado lejos. Pero a veces Plarr se sentía tentado de exclamar a su melancólico paciente: «La vida no es así. La vida no es noble ni digna. Ni siquiera la vida en Latinoamérica. Nada es ineluctable. La vida tiene sorpresas. La vida es absurda, y como es absurda, siempre existe la esperanza. Un día de éstos puede aparecer el remedio contra el cáncer o el resfriado común…». Saltó hasta la última página. Como era de suponer, la sangre de Julio Moreno se escurría entre las baldosas rotas del piso del bar de Trelew y su mujer (¿cómo habría llegado tan rápido hasta allí?) permanecía junto a él, aunque en esta ocasión no sostenía el mate. «Una fugaz relajación de los músculos en torno a la boca firme y apretada, antes de que Julio Moreno cerrara los ojos frente a la inmensa fatiga de la vida, le reveló que él le agradecía su presencia.»
El doctor Plarr cerró el libro con un golpe, irritado. La Cruz del Sur yacía en el cielo de esa noche llena de estrellas.
No había casas, ni antenas de televisión, ni ventanas iluminadas que interrumpieran el negro y liso horizonte. Si regresaba a casa, ¿correría aún el peligro de recibir una llamada telefónica?
Al despedir a su último paciente esa tarde —la mujer del ministro de economía que tenía un poco de fiebre— había resuelto no volver a su casa hasta la madrugada. Quería mantenerse alejado del teléfono hasta que no hubiera riesgo de una llamada no profesional. A esa hora existía la posibilidad de que lo molestaran: sabía que Charley Fortnum cenaba con el gobernador, quien necesitaba un intérprete para su huésped de honor, el embajador de los Estados Unidos. Y Clara, que había superado su temor de usar el teléfono, podía llamarlo y pedirle que la acompañara, ya que su marido estaba transitoriamente eliminado. Y él no tenía ganas de verla esa noche del martes. La ansiedad anestesiaba su apetito sexual. Sabía que era muy probable que Charley regresara antes de lo previsto, porque sin duda, tarde o temprano cancelarían la cena, por motivos que él no tenía derecho a conocer de antemano.
Al fin decidió que lo mejor era permanecer fuera de circulación hasta medianoche. A esa hora, la recepción del gobernador habría terminado y Charley Fortnum estaría de regreso en su casa. «No tengo nada de machismo», reflexionó tristemente, aunque le costaba imaginar a Charley Fortnum precipitándose sobre él con un cuchillo. Se levantó del banco. Ya podía encontrarse con el profesor de inglés.
No encontró al doctor Humphries, como esperaba, en el Hotel Bolívar. Humphries ocupaba un cuartito con ducha en el segundo piso, con una ventana que daba al patio, donde había una palmera polvorienta y una fuente sin agua. Había dejado la puerta sin llave, y esto quizá revelara su confianza en la estabilidad. Plarr recordaba que su padre, en el Paraguay, cerraba con llave incluso las puertas interiores de su casa: los dormitorios, los baños, los cuartos de huéspedes sin usar. No lo hacía por los ladrones, sino por la policía, los militares y los asesinos oficiales, aunque sin duda esas puertas cerradas no los habrían detenido durante mucho tiempo.
En el cuarto del doctor Humphries apenas había espacio para una cama, una cómoda, dos sillas, un lavabo y la ducha. Los visitantes tenían que abrirse paso entre ellos como los pasajeros de un metro atestado. Plarr vio que el doctor Humphries había pegado una nueva fotografía en la pared, arrancada de la edición española de Lije: en ella se veía a la reina a caballo, pasando revista a las tropas. La elección no era necesariamente un signo de patriotismo o de nostalgia: en el revoque de la pared aparecían incesantes manchas de humedad, y el doctor Humphries las tapaba con la primera fotografía que encontraba. Sin embargo, esta elección quizá revelara cierta preferencia por despertar ante la reina y no ante Nixon (la cara de Nixon sin duda habría aparecido en alguna parte del mismo número de Lije). La habitación era fresca, pero hasta el frescor era húmedo. Tras la cortina de plástico, un grifo estropeado goteaba sobre las baldosas. La estrecha cama estaba amontonada, más que hecha: los bultos de la sábana hacían pensar que la habían arrojado apresuradamente sobre un cadáver. Sobre ella, el mosquitero recogido pendía como una nube gris amenazando lluvia. El doctor Plarr se compadeció del autotitulado doctor en letras: ése no era el lugar que un hombre en el libre ejercicio de su voluntad —si es que semejante hombre existía— habría elegido para esperar la muerte. «Mi padre —pensó con angustia— debe de tener la misma edad que Humphries; y tal vez sobreviva en condiciones aún peores.»
Había un pedazo de papel sujeto en el marco del espejo de Humphries. «Estoy en el Club Italiano.» Quizás esperaba a un alumno y por eso había dejado la puerta sin llave. El Club Italiano estaba en la acera opuesta, en una casa colonial que alguna vez debió de ser muy imponente. Había un busto de Cavour o de Mazzini, pero la piedra estaba como picada de viruelas y la inscripción ya era ilegible. El busto estaba entre la casa, que tenía una guirnalda de piedra sobre cada una de las altas ventanas, y la calle. En otra época habían vivido muchos italianos en la ciudad; ahora los únicos restos del club eran el nombre, el busto y la imponente fachada con su fecha decimonónica en números romanos. Había unas pocas mesas en las cuales se podía comer barato sin necesidad de ser socio del club. Y sólo quedaba un italiano, el solitario camarero napolitano. El cocinero era de origen húngaro y apenas si servía otra cosa que goulash, plato en que podía disfrazar fácilmente la calidad de los ingredientes, cosa bastante útil ya que la carne de buena calidad se iba río abajo hacia la capital, a más de ochocientos kilómetros de distancia.
El doctor Humphries estaba sentado frente a una mesa junto a una ventana abierta, con una servilleta metida en el cuello deshilachado de la camisa. Por caluroso que fuera el día, siempre iba vestido con traje, corbata y chaleco, como un hombre de letras victoriano que viviera en Florencia. Usaba gafas con montura de acero; probablemente hacía años que no visitaba al oculista, porque se inclinaba mucho sobre el goulash para ver qué estaba comiendo. En el bigote blanco tenía mechones del color de la juventud hechos por la nicotina, y en la servilleta el goulash había dejado manchas casi del mismo color.
—Buenas noches, doctor Humphries —dijo Plarr.
—Ah, ha encontrado usted mi nota …
—De todos modos, habría venido a buscarlo aquí. ¿Cómo sabía que iría a su cuarto?
—No lo sabía, doctor Plarr. Pero pensé que alguien podía pasar por allí. Alguien…
—Yo iba a sugerirle que comiéramos en El Nacional —explicó el doctor Plarr, mirando a su alrededor en busca del camarero sin ninguna esperanza de placer. Humphries y él eran los únicos parroquianos.
—Es usted muy amable —dijo el doctor Humphries—. Otro día será, si me permite usted conservar lo que los yanquis llaman un rain-check[1]. El goulash que sirven aquí no es tan malo. Cansa un poco comerlo siempre, pero al menos llena bastante …
Era un viejo muy flaco. Parecía alguien que hubiera comido siempre con la desesperada esperanza de llenar una inagotable cavidad.
A falta de algo mejor, el doctor Plarr pidió también goulash.
—Me sorprende verlo aquí. Pensé que el gobernador lo invitaría… Sin duda necesita a alguien que hable inglés para su recepción de esta noche…
Plarr comprendió por qué el doctor Humphries había dejado su mensaje en el espejo: en el último momento podía producirse algún fallo en lo dispuesto por el gobernador. En una ocasión había sucedido, y habían tenido que recurrir a él. Después de todo, sólo había tres ingleses disponibles en el lugar.
—Ha invitado a Charley Fortnum —dijo Plarr.
—Oh, sí, desde luego —dijo el doctor Humphries—, nuestro cónsul honorario…
Subrayó el adjetivo con un tono de amarga ironía.
—Es una cena diplomática… y supongo que la esposa del cónsul honorario no habrá podido asistir por motivos de salud…
—El embajador de los Estados Unidos es soltero, doctor Humphries. Es una cena de hombres solos.
—Pues podía ser una excelente ocasión para que la señora Fortnum agasajara a los huéspedes. Debe de estar habituada a las cenas de hombres solos. Pero ¿por qué no nos habrá invitado a nosotros el gobernador?
—Hay que ser justos, doctor. Nosotros no tenemos ningún cargo oficial en este lugar.
—Pero sabemos mucho más que Charley Fortnum sobre las ruinas jesuíticas. Según El Litoral, el embajador ha venido a ver las ruinas, no las plantaciones de té o de mate. Aunque no lo creo del todo. Los embajadores de los Estados Unidos suelen ser hombres de negocios.
—El nuevo embajador quiere causar buena impresión —dijo Plarr—. Se interesa por el arte y la historia… Nadie debe suponer que el dinero tiene algo que ver con su visita. Quiere demostrar que tiene un interés cultural, y no comercial, por nuestra provincia. El ministro de Economía no ha sido invitado, aunque habla un poco de inglés. De lo contrario, la gente podría sospechar que se está gestionando un préstamo.
—Y el embajador… ¿no habla bastante español como para decir un brindis cortés y unas cuantas trivialidades?
—Dicen que progresa rápidamente.
—Usted parece saberlo todo sobre todo, Plarr. Yo sé únicamente lo que leemos en El Litoral. El embajador visitará las ruinas mañana, ¿no es cierto?
—No, las ha visitado hoy. Mañana vuelve en avión a Buenos Aires.
—Entonces el diario está equivocado.
—El programa oficial era algo inexacto. Supongo que el gobernador quería evitar incidentes.
—¿Incidentes aquí? ¡Qué idea! Aquí no ha habido incidentes en los últimos veinte años, que yo recuerde… Los incidentes sólo ocurren en Córdoba. Este goulash no está tan mal, ¿no le parece? —preguntó con tono esperanzado.
—Lo he comido peor —dijo Plarr, sin intentar recordar en qué ocasión.
—Veo que está leyendo uno de los libros de Saavedra. ¿Qué le parece?
—Tiene mucho talento.
Como el gobernador, quería evitar incidentes. Y podía sentir la malicia que aún vivía y pateaba en el viejo, sobreviviendo a la discreción muerta mucho tiempo antes.
—Pero ¿de veras puede usted leer esa lata? ¿Cree usted en todo ese machismo?
—Mientras lo leo —dijo Plarr cautelosamente—, puedo interrumpir mi incredulidad…
—Estos argentinos… todos creen que sus abuelos cabalgaban con los gauchos. Saavedra tiene tanto machismo como Charley Fortnum. ¿Es cierto que Charley va a tener un hijo?
—Sí.
—¿Quién es el afortunado padre?
—¿Por qué no el propio Charley?
—¿Un viejo borracho? Vamos, usted es el médico de su mujer, Plarr. Cuénteme un poco de la verdad. Sólo un poco.
—¿Por qué quiere saber siempre la verdad?
—Contra lo que suele creerse, la verdad casi siempre es divertida. Lo único que la gente se toma el trabajo de inventar son tragedias. Si usted supiera qué hay en este goulash, se reiría.
—¿ Usted lo sabe?
—No. La gente conspira para ocultarme la verdad. Usted mismo me miente, Plarr.
—¿Yo?
—Me miente sobre la novela de Saavedra y el hijo de Charley Fortnum. Esperemos, por su bien, que sea una niña.
—¿Por qué?
—En las chicas es mucho más difícil adivinar por los rasgos quién es el padre…
El doctor Humphries empezó a limpiar el plato con un pedazo de pan.
—¿Puede decirme por qué siempre tengo hambre, doctor? No como bien, pero al menos como un montón de lo que se llaman alimentos nutritivos…
—Si quiere saber la verdad, puedo examinarlo y hacerle una radiografía.
—Oh, no, no… Sólo quiero saber la verdad sobre los demás. Los demás son los únicos divertidos.
—Entonces, por qué me pregunta …
—Un gambito de la conversación —dijo el viejo—, para ocultar mi turbación mientras me como el último pedazo de pan.
—¿Es que aquí escatiman el pan? ¡Camarero, un poco más de pan! —gritó Plarr a través de un páramo de mesas vacías.
El único italiano apareció arrastrando los pies. Les llevó una cestilla con tres trozos de pan y observó con torva inquietud cómo desaparecían uno tras otro. Parecía un miembro joven de la mafia que hubiese desobedecido la orden de su jefe.
—¿Ha visto el ademán que ha hecho? —preguntó el doctor Humphries.
—No.
—Ha cruzado los dedos. Contra el mal de ojo. Cree que hago el mal de ojo.
—¿Por qué?
—Una vez le falté al respeto a la virgen de Pompeya.
—¿Qué le parece si jugamos una partida de ajedrez cuando termine? —preguntó Plarr: tenía que ingeniárselas para pasar el tiempo y mantenerse alejado de su apartamento y el teléfono junto a la cama.
—Ya he terminado.
Volvieron al recargado cuarto del Hotel Bolívar. El encargado leía El Litoral en el patio, con la bragueta abierta para refrescarse.
—Una persona lo ha llamado por teléfono, doctor —dijo.
—¿A mí? ¿Quién era? ¿Qué le ha dicho usted? —preguntó con entusiasmo el doctor Humphries.
—No era para usted, sino para el doctor Plarr, profesor. Era una mujer. Creía que el doctor estaría con usted.
—Si vuelve a llamar —dijo Plarr—, dígale que no estoy aquí.
—¿No siente curiosidad? —preguntó Humphries.
—Oh, ya me imagino quién es.
—No será una paciente…
—Sí, es una paciente. Pero no es un caso urgente. Nada de qué preocuparse.
Después de veinte jugadas, Plarr advirtió que estaba derrotado y empezó a colocar con impaciencia las piezas para jugar una nueva partida.
—Diga usted lo que quiera, lo noto preocupado —dijo el viejo.
—Es esa maldita ducha. Tap, tap, tapo. ¿Por qué no hace arreglar el grifo?
—¿Qué tiene de malo? Es sedante. Me ayuda a conciliar el sueño.
Humphries empezó con un peón rey.
—Peón rey 4 —dijo—. Hasta el gran Capablanca empezaba a veces de una manera tan sencilla como ésta. A Charley Fortnum le han entregado su nuevo Cadillac —agregó.
—Sí.
—¿Cuántos años tiene su Fiat argentino?
—Cuatro…, cinco años.
—Vale la pena ser cónsul, ¿no es cierto? Autorización para importar un coche cada dos años. Supongo que tiene a un general a punto para que se lo compre en cuanto llegue a la capital.
—Probablemente. Usted juega.
—Si consigue que nombren cónsul también a su mujer, entre los dos podrían importar un automóvil por año. Una fortuna. ¿Hay discriminación sexual en el servicio consular?
—No lo sé. No conozco las reglas.
—¿Cuánto cree usted que pagó para que lo nombraran?
—Eso es una calumnia, Humphries. No pagó nada. No es así como hace las cosas el Ministerio de Relaciones Exteriores inglés. Ocurrió que algunos visitantes importantes querían ver las ruinas. No sabían español, Charley Fortnum se portó muy bien con ellos. Y tuvo suerte. Fue así de sencillo. No le iba muy bien con la plantación de mate, pero un Cadillac cada dos años es algo muy distinto.
—Sí. Podríamos decir que se casó gracias a su Cadillac. Pero me sorprende que esa mujer costara un Cadillac… Con un Morris Minar habría bastado.
—No he sido justo —dijo Plarr—. No fue sólo que Charley se ocupara de aquellos visitantes de la nobleza… En ese entonces había muchos ingleses en la provincia. Usted lo sabe mejor que yo. Uno de ellos se metió en líos en la frontera… era en el tiempo de las guerrillas. Y Fortnum conocía todos los tejemanejes del asunto. Evitó muchos problemas al embajador. De todos modos, tuvo suerte… algunos embajadores son más agradecidos que otros.
—De manera que si tenemos problemas debemos acudir a Charley Fortnum. Jaque.
Plarr debía cambiar su reina por un alfil.
—Hay gente peor que Charley Fortnum —dijo.
—Ahora tiene usted un buen problema y él no podrá salvarlo.
Plarr levantó la mirada rápidamente del tablero. Pero el viejo se refería a la partida.
—Jaque de nuevo —dijo—. Y mate. Hace seis meses que ese grifo gotea —agregó—. Usted no suele perder tan rápidamente.
—Usted juega cada vez mejor.

Nota: la novela, a la que pertenece este capítulo, fue traducida al castellano por la Editorial Sudamericana.
[1] Talón de una entrada a un espectáculo deportivo que el espectador retiene y que le sirve para asistir a un nuevo espectáculo, en caso de que el programado se interrumpa en su comienzo por lluvia o mal tiempo. (Nota del traductor.)

De El cónsul honorario, Sudamericana, 1973.

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char