lunes, 12 de mayo de 2014

Con la paciencia de quien no espera nada

SUSANA VILLALBA

(Buenos Aires, Argentina, 1957)

SEÑAS PARTICULARES NINGUNA

Acérquese,
sí, usted,
no tanto,
siéntese junto a la ventana,
encontramos cenizas en ese sillón,
usted fuma.
Se acercará después,
observe la posición,
la ropa quemada
por la distancia corta
y no hay huellas de arrastre.
En el cuerpo de la víctima
se encuentra a su asesino,
cuando se ilumina la carne,
bajo la corrupción
se revela el verbo.
Si encontramos veneno,
99 en 100
lo suministra una mujer,
con menos frecuencia
elige arma blanca;
con arma de fuego
nunca dispara a la cabeza.
7 de cada 9 tienen coartada
aun sin estrategia,
la mujer vive
para la salvación.
Su rencor es minucioso
y lento,
su percepción de los detalles
asombrosa.
Observemos la escena,
no tropieza,
no deja nada fuera de lugar
y si rompe todo
analicemos qué
testigos muertos.
No,
no mire por la ventana,
ella esperó
con la paciencia de quien no espera
nada.
Recorre el lugar,
busca pruebas
de amor propio
que la alejen de aquí;
sólo la retiene saber
que si se fuera volvería.
Tenemos que acabar,
acérquese.
Tranquilícese,
tenemos tiempo.
Escribió una carta,
las mujeres creen en las palabras
a tal punto
que siempre falta otra palabra.
Por eso rompe el papel,
no, así no,
guardó los pedazos en su cartera,
recuerde que no encontramos cartas.
¿Está nerviosa?
Cualquier cosa que haga
será irreparable.
Ya lo ha sido.
¿Por qué no va a su casa
y duerme un poco?
Ya no podría dormir,
imaginaría una y otra vez
una pequeña corrección.
Y quién sabe, después de un sueño
nos traería la solución.
Las mujeres aún creen en Cristo
como en alguien que venga
y no que ha sido,
alguien que convierta
el vino del sacrificio
en un gesto.
Querida, nos perdimos,
¿dónde guardaría un hombre
el whisky?
junto a los compacts,
cerca del sillón.
Cómo vivía es importante
en relación con el momento
de la muerte
pero el vehículo de información
no es el contenido.
Bebiendo se encontrarían
en un lugar neutral
de la pasión.
El alcohol, en realidad,
enfría,
todo es igualmente estúpido.
Sí, en ese momento dijo estúpido,
sentada en el piso
mirando discos.
Si nunca compartieron esa música
ni tantas otras cosas.
Corazón,
no le pido que se emborrache,
yo no le pido nada.
Pero usted puede entenderla
¿está furiosa?
de acuerdo, confundida.
¿Y ahora?
¿Suena el teléfono?
Ella no atiende
pero escucha a través del contestador,
alguien cuelga.
No, no se ría,
tenemos registrados
los últimos mensajes,
la realidad siempre es más tonta
de lo que se cree.
¿Por eso rompió el vaso?
¿Por qué no recogió los vidrios?
Suena la llave
en la cerradura,
yo entro, le pregunto:
¿cómo entraste?
hay que interrogar al portero
¿tomaron nota de todo?
Ella se arrepiente
de haber roto la carta
¿no?
tiene razón,
ahora están frente a frente.
Míreme,
faltan diez minutos
¿qué podemos hacer?
Me sirvo un whisky,
pongo un tema
como si viniera pensándolo
antes de entrar.
Ahora sí, saque el arma,
diga: un último mensaje
¿duda?
apúnteme.
No, así no.
Como si el mundo fuese opaco
y a la vez demasiado
estridente,
se siente anestesiada
y ansiosa al mismo tiempo.
Pero usted espera algo.
Y yo cometo un error,
un gesto
¿de?
desproporción.
Acérquese,
yo arqueo las cejas,
usted dice
- siempre dicen algo -
que el malentendido nos una,
es lo único que tenemos.
Siempre se espera un poco,
faltan...
¿ése fue el gesto, dice usted?
Ahora apunte
como para disparar aquí.
No, así no,
recuerde:
usted me ama
y de todas maneras
me pierde.
Dispare.
No importa que usted lo sepa,
ella también, de otro modo,
siempre se sabe:
el cadáver
tendrá la última palabra.
***
LA OCCISA

Si pudiera volver
la cabeza.
Los ojos, sí
los ojos permanecen
pero yo permanezco
inmóvil
como siempre y sin embargo
ya no importa.
Existe un paraíso
del cuerpo
prometían los ojos,
infierno de saliva
arrasando palabras,
pensamiento, ser
desde adentro
hacia afuera un fuego
líquido y afuera
sólo tacto
de mí.
Y ahora que la bala penetra
una real calcinación,
me atraviesa: esa mirada
es una trampa
y ya no importa,
fluye,
el deseo es un río,
le dije,
no detengas su curso.
Todo es líquido,
el aire como bruma pegajosa
en la garganta,
los sonidos,
no veo, me derramo
hacia adentro,
agua estancada
lo que fue pólvora viva,
volumen sanguíneo en las vísceras
conscientes ahora de sus ritmos
ralentados,
humores venenosos del alma
que también es un cuerpo
eléctrico.
Un fluido
que al mirar capturaba en un punto
de impacto.
Nunca fui el cazador
siendo rapaz como el deseo
es como el viento
que no sabe qué arrastra,
qué doblega,
por qué aleja al acercarse,
por qué le da una dirección
lo que resiste.
Algo, una baba,
una pluma venida del espacio
toma forma,
toma desde dentro
un cuerpo que pueda tomar cuerpos,
una ciudad de poseídos.
El verdadero horror
en las películas
es que siempre comienza
la misma situación,
cuando cierra la puerta
y suspira
se rompe la ventana
y vuelve a correr.
Sólo hay dos en esa cinta
de Moebius
y ya no sabe quién perseguía
a quién.
No importa,
ya no puedo moverme
y hemos vencido
los dos.
Hemos perdido
lo áspero,
los vientres pegados de sudor,
la radio,
una lámpara en invierno,
acariciar los libros,
las manos se deshacen como papel viejo,
he perdido
la textura de tu espalda,
el árbol,
cicatrices.
Sin embargo siento el agua
alrededor,
me estoy hundiendo
suavemente.
Acaso imagino una lluvia
que no llega a mi oído,
no es que caigo, voy perdiendo
sentido.
Ya no veré el acero,
el mar ni una estación de tren
abandonada.
Me condenaste al tedio,
a la nostalgia monocorde
por alguien que no está:
mi propio cuerpo.
Solitaria
eternamente sabiéndome
invisible
aun para mí misma.
No importa,
ya no puedo pensar
ni imaginar lo que no sé
cómo será
y cuando suceda, como siempre,
ya no tendrá importancia
entender.
Es un río,
dejémonos llevar,
le dije,
a donde sea.
Fue un error, como un viento
diciendo soy un viento,
un giro repentino
de nosotros.
La oscuridad como una piedra
me toma desde dentro,
mi cuerpo es la sombra
de una piedra
y todavía tiembla
un centro
como lava,
una bala que busca salida
y ya no importa,
interesada en el esófago,
un reguero,
una película en que todo estalla
es una bella imagen
que ya no podré ver.
Instantes de oro
y años de polvo
será, como la vida,
la muerte.
Dónde está la luz
cuando se apaga.
Voraz como el deseo
como el fuego no quiere devorar
sino encenderse,
nunca fui el cazador.
Pero que sea yo la víctima
también es un error
o un accidente.
Si desperté pasión
no tuve el mérito del cálculo,
si arrebaté lo ajeno
no tuve el usufructo,
si fui el testigo no supe
con lo visto
más que dar testimonio.
Quizá como el amor, la muerte
como la vida
no sea para siempre.
Será una travesía,
si miro hacia atrás
sus ojos
podrían retenerme.
Sin embargo dispara
contra el viento
como un ciego.
Un individuo en posición
decúbito,
aspecto de masa
cenicienta,
alojada en el canal
la bala ahora es lo que queda
vivo
y este fluir del pensamiento
acaso será siempre
una cámara lenta del disparo.
Un trueno primero,
después el relámpago
reabsorben en una sensación
fulminante de silencio.
También hay una muerte espléndida
que tampoco me tocará en suerte.
No importa.

(de Matar un animal, Caracas, 1995; Buenos Aires, 1997)
***
EL DILUVIO*

Por mi culpa llueve, por mi grandísima sed, por tanto fuego que apagar, porque el vacío es el infierno invoca una materia celeste que lo colme, que ahora lo desborda, desvaría el agua. Estalla y truena. Y en la tierra no suena a derrumbe sino a hueco, lo nunca levantado, concluido, el óxido que no creció en el tiempo sino al nacer en abandono, en la pereza del desmoronamiento original. Un barro de ciudad que no respira, no pudre, no germina, no religa la pegajosa cercanía. Ese fastidio que se seca, se agrieta y cae. Supura lo que resta. Concentra el agua sobre sí como un tropismo a sumergirse, corazón de sed eterna.

Eso que suena a quebrarse, lo que parece azul que se desgarra no es lo que pretendió llegar al cielo. Es el rumor de lo que arrastra por llegar a tiempo con el mundo.

Tropieza, chapotea, se resbala, se adhiere en muchedumbre de pelos pegados a la cara. Si algo faltaba llega el frío. Esa melancolía que es especie, como quien dice aquí nace el hornero, los mojados, los vientos, la tacuara, los que miran pasar un río inmóvil que sin embargo arrastra por su peso.

Pésame dios mío un corazón municipal, la hilera de cajones, el raid, el ascensor, la página borrada igual que una mirada, la bruma del video que zumba como un tiempo de hotel al paso que mañana tampoco voy a dar.

Después, ahora es para siempre. La calle un río, los techos no se ven, el aire es agua, la ventana da a un cielo de agua. Al fin es todo el fin de una vez, definitivamente gris. Nada más que anegamiento, una saturación. Hasta que vuelva a aparecer una raza disputando la foto en una nota de color. El miedo al reptil, dice Animal Planet, es a nuestro pasado pisado el agua, caminado. Respirando por pasillos y trámites bancarios de neón en corredor inmobiliario.

Confieso no haber sabido derivados, nada estaba en su lugar, cada cuenta no daba, saldaba por mi culpa, por mi grandísima ignorancia remitía, sangraba por su margen, drenaba en acueductos. Confieso la fatiga de un lento alud horizontal.
Confieso vivir en una calle de adoquines con casa de regalos, almacén, tapicería, deambular en agua turbia, recuerdos que se empastan en una alcantarilla en remolino de papel. Pesa mirar el resto acumulado, nada se pierde, se transforma en la espuma grumosa de llantas y lavarropas arrumbados.

Me arrepiento del musgo, del reflejo en la pared, de los gatos durmiendo en guardabarros, de la botella rota, filo pulido en el run run, en un pulmón de arena. Me arrepiento del asma, de las piedras, de las gaviotas rebuscando en la basura, de su lengua chillona y de las hojas
de otoño sobre el zinc. Me arrepiento de hablar y del silencio. Yo pecadora de murmullo confieso la desidia en lo que escurre, obsolescencia, laxitud, la grasa de los días en el vidrio.

Por mi grandísima ausencia de sentido de proporciones con la tierra pido a las nubes una pausa, al cielo luz, al agua aire. El mundo no entra en caja, no da, todo el paisaje no cabe en una inspiración, no tengo nada que decir que no se haya viciado, vaciado en un hastío programático.

Pantallas refractaban en un campo tan feudal, un descarrilamiento de fibra óptica, es demasiado tarde, demasiado pronto, ropa usada de mother, sistema clonado a otro pirata, decimal, decimonónico en su forma de medir lo majestuoso por el modo de caer, como la tempestad.

Confieso que Dios estaba harto de nosotros hartos de no ser más que nosotros. Fue el diluvio. Cayó el cielo como cae un mundo de agua para borrar no la vergüenza de su crimen sino de su evidencia. Hartos del mar, revueltos en la arena, perdida la posibilidad de decidir de qué se es náufrago. Pasillos de hojas, ventanillas, colectivos, sucesiones, nichos, subtes, cajeros automáticos. Estalla una burbuja y surge otra. Los cómplices torpes, los hinchados. Manada de búfalos corriendo
hacia su propia costumbre de correr, hacia el agua hasta que el agua se sature de nosotros.

Fue diluvio, confieso haberlo visto desde un octavo piso, después en el cable, en diferido ahora por la noche confieso no poder dejar de repetirlo, desear que no termine hasta empezar, si la palabra empezar fuera completamente sola. Un virus terminal en el lenguaje hasta que surja alguna novedad. No tengo nada que decir, confieso ser vulgar, contarme historias con la punta de la almohada apretada entre los dedos en medio de la noche que cada noche cae un poco más.

Confieso agazapada la violencia del reptil, su misma frialdad, su límite de barro, el terror si no aparece el sol en todo el día. La tormenta ni siquiera interrumpía alguna idea que no había sobre algo mejor que hacer o no. Y ni siquiera fue el diluvio de verdad. Todo a medias en medio de otra historia en que los tiempos no coinciden. El tiempo del alcohol, el de los viajes, el de una inundación en Laferrere, el tiempo que se tarda, dice el diario, en llegar del Ñunquijo al hospital, solicitan un caballo. Me pregunto el tiempo que tarda en escurrir el palier de planta baja. Me pregunto cómo se ve la lluvia en el medio del mar. Miro los peces en escuadra y ni una sola palabra armó la formación.

Ni un solo pensamiento, todo es agua, la nieve amarilla de los plátanos, el kiosco, el cartel de Interama, la parabólica montada en la autopista. Los autos comienzan a flotar. De pronto me doy cuenta de que el sauce no cayó sino que lo cortaron y el mundo se vacía un poco más. Nada está quieto y nada va ni desemboca ni el río es más que un discurrir sobre los cuerpos en el fondo. Cada naufragio hizo su costa de aguas movedizas y del agua para acá sólo la idea de que somos los que estamos.

Detenidos en el barro. Empantanados en creer que el pensamiento se sostiene bajo el viento. El alma hace en la casa mundo y fuera un barrio volviéndose dibujo impresionista. Borroso por la lluvia el diario de una vida en intersticio en que los tiempos precipitan al cielo a pronunciarse: Si se escribe una ley es porque existe un corazón con dientes de caimán.

Mientras tanto el big bang transmite en vivo, el universo se despliega cuando ya se desintegra en otra parte. La cabeza, la boca, el coletazo del pasado, de mañana la mordida. La noche es una piel que el día va dejando. La noche se estrangula, el vacío se expande como pantalla que se apaga de pronto el mundo termina como empieza, con un corto circuito.

Una tormenta sobre otra, bajo los pies y sobre la cabeza agua como noche. Un tiempo en el costado de la sombra. La vieja historia de llegar cuando apagan las luces, cuando empieza a llover, caer como una vieja película quemada. No es la memoria sino estado de conciencia de ser cuerpo, barro, orilla de un confín, precisamente ahora, siempre. Nunca. No diluye, concentra el momento de nosotros: siempre nunca.

Confieso haber creído que la lluvia se empoza en la mirada. No es el que mira, la lluvia es un lugar que sólo entiende un cuerpo sin término de sitio, un alma sin orilla. Una manera del mundo suspendido refluye en un sentido propio. Y no es nosotros. Y es, en el sentido de que el
agua devuelve la parte que no traga.

Pésame de cada corazón lo que se encharca, los sueños ofendidos, la tierra merecida, la palabra perdida por obra u omisión, pero de todo corazón me pesa el cielo que boquea.

Yo me confieso intrascendente, breve, líquida, revuelta, inconsistente en este ahora y en el agua herrumbre innecesaria, cruz en el mapa de un viaje que siempre está empezando en su final.

*Este poema en prosa fue publicado por primera vez en el volumen Plegarias, editado por Mercedes Roffé, para Pen Press (Nueva York, 2002), y por Valeria Sorin, para La Bohemia (Buenos Aires, 2004).

Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char