sábado, 27 de diciembre de 2014

Nuestro clima no se andaba con devaneos, nada de clemencias

ALICE MUNRO

 (Wingham, Ontario, Canadá, 1931)

Durante mucho tiempo te desprendes del pasado con facilidad y de una forma que parece automática y adecuada. Las escenas del pasado, más que desvanecerse, dejan de tener importancia. Y entonces se produce una brusca vuelta atrás, lo que está acabado y bien acabado resurge de repente, requiere tu atención, incluso que hagas algo al respecto, aunque salte a la vista que no se puede hacer nada.
***
FRAGMENTOS
Demasiada felicidad

El tren para Estocolmo estaba esperando, como le habían prometido, en el concurrido puerto de Helsingborg, mucho más grande y animado que su primo hermano y casi homónimo del otro lado del estrecho.

Aunque los suecos no sonrían, la información que te dan es correcta. Un mozo cogió las maletas de Sofía y las sostuvo mientras ella buscaba unas monedas en el bolso. Sacó un buen puñado y se las puso al hombre en la mano, pensando que eran danesas; ya no iba a necesitarlas.

Eran danesas. Él se las devolvió y dijo en sueco:

–No sirven.
–Es lo único que tengo –replicó Sofía, y se dio cuenta de dos cosas. Estaba mejor de la garganta y no tenía dinero sueco. El mozo dejó las maletas en el suelo y se marchó.

Dinero francés, dinero alemán, dinero danés. Sofía se había olvidado del sueco.

El tren soltaba vapor, los pasajeros subían mientras Sofía seguía allí con su dilema. No podía cargar con las maletas, pero si no las cargaba tendría que dejarlas.

Agarró las diversas correas y echó a correr. Corrió tambaleándose y jadeando, con dolor en el pecho y bajo los brazos y las maletas golpeándole las piernas. Había que subir escaleras. Si se paraba para recuperar el aliento llegaría tarde. Subió los escalones. Con lágrimas de autocompasión suplicó que el tren no se fuera.

Y no se fue. No hasta que el revisor, al asomarse para cerrar la puerta, cogió a Sofía por un brazo y logró aferrar también las maletas y auparlo todo.

Salvada, Sofía se puso a toser. Intentó expulsar algo del pecho con la tos. Expulsar el dolor del pecho. El dolor y la tensión de la garganta.

Pero tuvo que seguir al revisor al compartimento, riéndose, triunfal, entre los accesos de tos. El revisor vio que en un compartimento había varias personas sentadas y llevó a Sofía a otro vacío.

–Tenía usted razón. Ponerme donde no debo. Dar la lata –dijo Sofía, radiante–. No tenía dinero. Dinero sueco. De todas clases menos sueco. He tenido que correr. No creía que fuera a poder…

El revisor le dijo que se sentara y se tranquilizara. Salió y volvió sin tardanza con un vaso de agua. Mientras bebía, ella pensó en la pastilla que le habían dado y se la tomó con el último sorbo. Se le calmó la tos.

–No debe hacer esas cosas –dijo el revisor–. Mire cómo respira.

Le va a reventar el pecho.

Los suecos eran muy francos, además de reservados y puntuales.

–Espere –dijo Sofía. Porque había algo más que aclarar, le parecía casi que si no lo aclaraba, el tren no podría llevarla a su destino–. Espere un momento. ¿Sabe algo de…? ¿Sabe si hay viruela? En Copenhague.
–No lo creo –respondió el revisor. Se despidió con una inclinación de cabeza, rígida pero cortés, y se marchó.
–Gracias. Gracias –contestó ella en voz bien alta cuando salió el revisor.

Sofía no se ha emborrachado en su vida. Si ha tomado alguna medicación que pudiera aturdirla se ha quedado dormida antes de que su cerebro se alterase, por eso no tiene nada con que comparar la extraordinaria sensación –el cambio en la percepción– que serpentea en su interior en esos momentos. Al principio le pareció simple alivio, la magnífica aunque absurda sensación de ser una privilegiada por haber logrado cargar con las maletas y llegar corriendo al tren.

Después sobrevivió al golpe de tos y a la presión que sentía en el corazón y se olvidó casi de la garganta.

Pero hay algo más, como si su corazón pudiera seguir dilatándose, recobrando su estado normal, y continuar aligerándose y renovándose y resoplando, casi cómicamente, para abrirle camino. Incluso la epidemia en Copenhague podía convertirse en la peste de una balada, en parte de un antiguo relato. Como su propia vida, con sus contratiempos y sus penas transformándose en simples imaginaciones. Hechos e ideas iban adquiriendo un perfil nuevo visto a través de las láminas de una inteligencia despejada, con una óptica diferente.

Esto le trajo a la memoria una experiencia. Fue la primera vez que se tropezó con la trigonometría, cuando tenía doce años. El profesor Tirtov, un vecino de Palibino, había dejado un texto escrito recientemente, pensando que podría interesarle al padre de Sofía, el general, por sus conocimientos de artillería. Sofía lo encontró en el despacho y por casualidad lo abrió por el capítulo que trataba de óptica.

Empezó a leerlo, a observar los diagramas, y llegó a la conclusión de que pronto sería capaz de entenderlo. Nunca había oído hablar de senos ni de cosenos, pero sustituyendo la cuerda de un arco por el seno, y gracias a la feliz circunstancia de que en los ángulos pequeños casi coinciden, pudo introducirse en aquel lenguaje nuevo y gozoso.

Entonces no se llevó una gran sorpresa, pero sí una intensa alegría.

Esos descubrimientos eran posibles. Las matemáticas eran un don natural, como la aurora boreal. No estaban mezcladas con nada en absoluto, ni con artículos, ni premios, ni colegas ni diplomas.

El revisor la despertó un poco antes de que el tren llegara a Estocolmo.

Sofía preguntó:

–¿A qué día estamos?
–Viernes.
–Bien. Bien. Voy a poder dar mi conferencia.
–Cuide su salud, señora.

A las dos, Sofía estaba tras el atril y dio la conferencia con soltura y coherencia, sin dolores ni toses. El delicado zumbido que le recorría el cuerpo, como por un cable, no le afectó la voz. Y la garganta parecía curada. Cuando acabó se fue a casa, se cambió de vestido y tomó un coche para ir a la recepción a la que estaba invitada en casa de los Gulden. Estaba de buen humor y habló animadamente de sus impresiones de Italia y el sur de Francia, pero no del viaje de vuelta a Suecia. Después salió de la habitación sin disculparse y se fue. Tenía la cabeza demasiado llena de ideas excepcionales y brillantes para seguir hablando con la gente.

Ya reinaba la oscuridad, caía la nieve, sin viento; las farolas, agrandadas como bolas de Navidad. Miró a su alrededor en busca de un coche de alquiler y no vio ninguno. Pasaba un ómnibus y le hizo señas con la mano. El conductor le comunicó que no era una parada regular.

–Pero se ha parado –replicó Sofía sin darle importancia.

Como no conocía bien las calles de Estocolmo, tardó un rato en darse cuenta de que iba en la dirección que no debía. Se lo explicó riendo al conductor, que la dejó bajar. Tuvo que volver a casa andando, con el vestido de fiesta y la capa y los zapatos, demasiado finos.

Las aceras estaban prodigiosamente silenciosas y blancas. Tuvo que recorrer como un kilómetro y medio, pero descubrió encantada que al menos conocía el camino. Aunque llevaba los pies empapados no tenía frío. Pensó que sería porque no hacía viento y por el embeleso de su mente y su cuerpo, del que nunca había tenido conciencia y con el que sin duda podía contar a partir de entonces. Quizá no sea muy original, pero la ciudad parecía sacada de un cuento de hadas.

Al día siguiente se quedó en la cama y envió una nota a su colega

Mittag-Leffler pidiéndole que le enviara a su médico, ya que ella no tenía. También fue él, y durante la larga visita Sofía le habló con gran excitación del nuevo estudio matemático que estaba preparando. Era el más ambicioso, el más importante y más hermoso que había investigado hasta entonces.

El médico pensaba que lo que tenía mal eran los riñones y le dio un medicamento.

–Se me ha olvidado preguntárselo –dijo Sofía cuando el médico se hubo marchado.
–¿El qué? –dijo Mittag-Leffler.
–¿Hay una epidemia? En Copenhague.
–Está soñando –dijo Mittag-Leffler con dulzura–. ¿Quién se lo ha contado?
–Un hombre notable –respondió Sofía. Y añadió–: No, quiero decir amable. Un hombre amable. –Movió las manos, como si intentara dar forma a algo que encajara mejor que las palabras–.Este sueco que hablo…
–Espere a estar mejor para hablar.

Sofía sonrió y después pareció entristecerse.

–Mi marido.
–¿Su prometido? Ah, todavía no es su marido. Estoy de broma.
¿Le gustaría que viniera?
Sofía negó con la cabeza. Dijo:
–Él no. Bothwell. No, no, no –añadió atropelladamente–. El otro.
–Debe descansar.

Habían ido Teresa Gulden y su hija Else, y también Ellen Key. Iban a turnarse para cuidarla. Después de que Mittag-Leffler se marchara, Sofía durmió un rato. Cuando se despertó volvía a estar locuaz, pero no mencionó a ningún marido. Habló de su novela y del libro de recuerdos de su juventud en Palibino. Dijo que ahora podía hacer algo mejor y se puso a describir la idea que tenía para un nuevo relato. Se embrolló y se echó a reír porque no lo explicaba con claridad. Había un movimiento hacia delante y hacia atrás, dijo, había un pulso en la vida. Tenía la esperanza de que en esa novela descubriría qué pasaba.

Algo oculto. Inventado, pero no.

¿Qué querría decir con aquellas palabras? Se rio.

Desbordaba de ideas de una amplitud y una importancia completamente nuevas, dijo, pero al mismo tiempo tan naturales y evidentes que no podía evitar reírse.

El domingo estaba peor. Apenas podía hablar, pero se empeñó en ver a Fufu con el vestido que se iba a poner para una fiesta infantil.

Era un traje de gitana, y Fufu bailó con él alrededor de la cama de su madre.

El lunes Sofía le pidió a Teresa Gulden que cuidara de Fufu.

Aquella noche se sintió mejor y fue una enfermera para que Teresa y Ellen descansaran.

De madrugada se despertó. Despertaron a Teresa y Ellen, que levantaron a Fufu de la cama para que pudiera ver a su madre viva una vez más. Sofía pudo hablar un poco.

Teresa creyó oír que decía: “Demasiada felicidad”.

Murió alrededor de las cuatro. La autopsia demostró que la neumonía le había destrozado por completo los pulmones y que el corazón presentaba una dolencia que arrastraba desde hacía varios años. Como todo el mundo se esperaba, el cerebro tenía un gran tamaño.

El médico de Bornholm se enteró de su muerte por el periódico y no le sorprendió. De vez en cuando tenía presentimientos, alarmantes para alguien de su profesión, y no siempre fiables. Pensaba que evitar Copenhague podría protegerla. Se preguntó si habría tomado la droga que le había dado y si le habría proporcionado el alivio que le proporcionaba a él cuando lo necesitaba.

Sofía Kovalevski fue enterrada en el entonces llamado Cementerio Nuevo, en Estocolmo, a las tres de la tarde de un día apacible y frío en el que el aliento de los dolientes y los curiosos formaba nubes en el aire helado.

Weierstrass envió una corona de laurel. Les había dicho a sus hermanas que sabía que no volvería a ver a Sofía.

Vivió seis años más.

Maksim acudió desde Beaulieu, en respuesta al telegrama que Mittag-Leffler le envió antes de la muerte de Sofía. Llegó a tiempo para hablar en el funeral, en francés, refiriéndose a ella un poco como si hubiera sido una profesora a la que conocía, y dio las gracias a la nación sueca en nombre de Rusia por haberle ofrecido a Sofía la oportunidad de ganarse la vida como matemática (aplicar sus conocimientos de una forma meritoria, dijo).

Maksim no se casó. Se le permitió regresar a su patria al cabo de cierto tiempo para dar clase en San Petersburgo. Fundó el Partido para la Reforma Democrática en Rusia y adoptó una postura favorable a la monarquía constitucional. Los zaristas lo consideraban demasiado liberal.

En cambio, Lenin lo denunció por reaccionario.

Fufu ejerció la medicina en la Unión Soviética, donde murió a mediados de la década de 1950. No le interesaban las matemáticas, decía.

Hay un cráter en la luna que lleva el nombre de Sofía.

De Demasiada felicidad. Traducción: Flora Casas.
Editorial Sudamericana, Lumen/Futura, Buenos Aires, 2011.
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Noche

En mi juventud parecía no haber nunca un parto, o un apéndice reventado, o cualquier otro incidente drástico de salud que no ocurriera mientras arreciaba una tormenta de nieve. Las carreteras estarían cortadas, así que de todos modos no se podría pensar en sacar un coche, y habría que enganchar varios caballos para llegar al pueblo e ir al hospital. Por suerte aún había caballos: en circunstancias normales la gente se habría deshecho de ellos, pero con la guerra y el racionamiento de combustible las cosas habían cambiado, al menos por el momento.

Por eso cuando me empezó el dolor en el costado tenían que ser las once de la noche, y soplaba una ventisca y, como en ese momento en nuestro establo no había caballos, tuvimos que pedir el tiro de los vecinos para llevarme al hospital. Un trayecto de apenas una milla y media, pero aun así una aventura. El médico estaba esperando, y nadie se sorprendió cuando se preparó para extirparme el apéndice.

¿Se extirpaban más apéndices entonces? Sé que todavía se hace, y que es necesario, incluso sé de alguien que murió por no intervenirlo a tiempo, pero en mi memoria ha quedado como una especie de rito al que pocas personas de mi edad debían someterse, o por lo menos no muchas, y no todas tan de improviso, o quizá sin tanta pena, porque significaba unas vacaciones de la escuela y daba cierta categoría: haber sido tocado por el ala de la mortalidad distinguía, aun fugazmente, del resto, en una época de la vida en que tal cosa podía llegar a ser grata.

Así que, ya sin apéndice, pasé varios días viendo por la ventana del hospital la nieve cernirse lóbregamente a través de unos árboles de hoja perenne. No creo que se me pasara por la cabeza pensar cómo iba a pagar mi padre esta distinción. (Creo que tuvo que desprenderse de una parcela de bosque que había conservado al vender la granja de su padre. Quizá esperaba utilizarla para poner trampas, o elaborar jarabe de arce. O quizá sentía una nostalgia innombrable.)

Luego volví a la escuela, y disfruté de que me dispensaran de educación física más tiempo del necesario, y un sábado por la mañana que mi madre y yo estábamos solas en la cocina, me contó que en el hospital me habían extirpado el apéndice, tal y como yo pensaba, pero no fue lo único que me quitaron. Al médico le había parecido conveniente extirparlo, ya que estaba metido en faena, pero lo que más le preocupó fue un tumor. Un tumor, dijo mi madre, del tamaño de un huevo de pava. Pero no te preocupes, dijo, ahora ya ha pasado todo. La idea del cáncer en ningún momento se me ocurrió, y mi madre tampoco la mencionó nunca. No creo que hoy en día pueda hacerse una revelación como esa sin alguna clase de pregunta, alguna tentativa de esclarecer si lo era o no lo era. Maligno o benigno, querríamos saber inmediatamente. La única razón que se me ocurre para que no hablásemos de ello es que la palabra debía de estar envuelta en un halo de misterio, similar al que envolvía la mención del sexo. O incluso peor.

El sexo era vergonzoso, pero sin duda encerraba algunas satisfacciones; desde luego nosotros las conocíamos, aunque nuestras madres no estuvieran al corriente. En cambio, la mera palabra cáncer evocaba una criatura oscura, putrefacta y hedionda, a la que no se miraba ni siquiera al quitarla de en medio de una patada. De modo que no pregunté, ni nadie me dijo nada, y solo puedo suponer que era benigno o que lo extirparon con mucha destreza, porque aquí estoy. Y tan poco pienso en ello que toda la vida, cuando me piden que enumere las intervenciones quirúrgicas que me han hecho, automáticamente digo o escribo solo «Apendicitis».

Esta conversación con mi madre probablemente tuvo lugar en las vacaciones de Semana Santa, cuando las ventiscas y la nieve de las montañas habían desaparecido y los arroyos se desbordaban agarrándose a todo lo que encontraran a su paso, y el broncíneo verano estaba ya a la vuelta de la esquina. Nuestro clima no se andaba con devaneos, nada de clemencias. En los primeros días calurosos de junio terminé la escuela, después de librarme de los exámenes fi nales con notas bastante buenas. Tenía un aspecto saludable, hacía las tareas de la casa, leía libros como de costumbre, nadie creía que me pasara nada raro.

Ahora tengo que describir el dormitorio que ocupábamos mi hermana y yo. Era un cuarto pequeño en el que no cabían dos camas individuales, una al lado de la otra, de manera que la solución fue poner literas y colocar una escalerilla por la que trepaba la que dormía en la cama de arriba. Que era yo. Cuando estaba en la edad de las tomaduras de pelo, levantaba una de las esquinas del fino colchón y amenazaba con escupirle a mi hermana pequeña, indefensa en la litera de abajo. Claro que mi hermana, que se llamaba Catherine, no estaba indefensa del todo. Podía esconderse bajo las mantas; pero mi juego consistía en acecharla hasta que la asfi xia o la curiosidad la hacían salir de nuevo, y en ese momento escupirle en plena cara, o fi ngir que lo hacía y conseguir el efecto deseado, enfurecerla.

A esas alturas ya era mayor para esas tonterías; demasiado mayor, desde luego. Mi hermana tenía nueve años y yo catorce. La relación entre nosotras siempre fue desigual. Cuando no estaba atormentándola, fastidiándola con alguna necedad, adoptaba el papel de sofi sticada consejera o le contaba historias espeluznantes. La disfrazaba con la ropa vieja que se guardaba en el arcón del ajuar de mi madre, prendas demasiado buenas para cortarlas y hacer edredones, y demasiado anticuadas para que nadie las usara. Le ponía el carmín endurecido de mi madre en los labios, le empolvaba la cara y le decía que estaba preciosa. Era preciosa, sin asomo de duda, pero cuando terminaba de maquillarla parecía una muñeca extranjera estrafalaria.

No pretendo decir que ejercía sobre ella un control total, ni siquiera que nuestras vidas se entrelazaran constantemente. Ella tenía sus propios amigos, sus propios juegos. Juegos que tendían más a la domesticidad que al glamour. Sacar de paseo a las muñecas en sus carricoches, o a veces, en lugar de las muñecas, a algún gatito disfrazado que siempre desesperaba por escapar. Además había sesiones de juego en las que alguien era la maestra y podía pegar al resto en los antebrazos con una vara y hacerlos llorar de mentirijillas, por infracciones y estupideces varias.

En el mes de junio, como he dicho, quedé libre de ir a la escuela y me dejaron a mi aire, como no recuerdo haberlo estado en ninguna otra época de mi juventud. Hacía algunas tareas de la casa, pero mi madre aún debía de encontrarse con las fuerzas necesarias para ocuparse de la mayor parte de ellas. O quizá entonces teníamos dinero para contratar a alguna mujer a quien mi madre llamaría sirvienta, aunque todo el mundo las llamara empleadas.

En cualquier caso no recuerdo haberme enfrentado a ninguno de los trabajos que se me amontonaron los veranos siguientes, cuando luché de buena gana por mantener la dignidad de nuestra casa. Por lo visto el misterioso huevo de pava me concedía cierta condición de inválida, así que a ratos podía pasearme por ahí como alguien de visita. Aunque sin darme aires de ser especial. Nadie en nuestra familia se hubiera salido con la suya en eso. Iban por dentro, la inutilidad y la extrañeza que sentía. Y tampoco era una inutilidad constante. Recuerdo haberme agachado a entresacar los brotes de zanahorias, igual que todas las primaveras, para que las raíces alcanzaran un tamaño decente.

Debió de ser simplemente que no había cosas por hacer a todas horas, como ocurrió los veranos de antes y después. Así que quizá por eso me empezó a costar conciliar el sueño. Al principio creo que simplemente me quedaba despierta en la cama hasta alrededor de medianoche, extrañada de notarme tan despabilada, mientras el resto de la casa dormía. Había leído, me cansaba como de costumbre, apagaba la luz y esperaba. Nadie había venido a decirme que apagara la luz y me durmiera.

Por primera vez en la vida (y eso también debió de marcar un estatus especial) dejaban que yo decidiera cuándo hacerlo. La casa mudaba paulatinamente de la luz del día hasta que las luces de la casa se encendían a última hora de la tarde. Al dejar atrás el trajín general de las cosas por hacer, por tender y por terminar, se convertía en un lugar más extraño, en el que las personas y el trabajo que gobernaba sus vidas languidecían, las necesidades de cuanto les rodeaba languidecían, y los muebles se retraían, al no depender de que nadie les prestara atención.

Podría pensarse que era un alivio. Al principio tal vez lo fuera. La libertad. La novedad. Sin embargo, a medida que mi difi cultad para conciliar el sueño se prolongaba y fi nalmente se apoderaba completamente de mí hasta el amanecer, se convirtió en una creciente preocupación. Empecé a recitar rimas, luego poesía de verdad, primero para obligarme a perder la conciencia, y ya después al margen de mi voluntad. La actividad me frustraba. O era yo quien me frustraba a medida que las palabras terminaban en el absurdo, en un discurso tonto sin pies ni cabeza. No era yo.

Toda la vida había oído ese comentario sobre otra gente, sin pensar qué podía signifi car. Entonces, ¿quién te crees que eres? También había oído decir eso, sin atribuirle una verdadera amenaza al comentario, tomándolo simplemente como una especie de mofa rutinaria. Piénsalo de nuevo. A esas alturas ya no era dormir lo que quería. Sabía que de todos modos lo más probable era que no me durmiera. Quizá dormir ni siquiera era deseable. Algo se estaba apoderando de mí y tenía la obligación, la esperanza, de vencerlo. No me faltaba sentido común para lograrlo, aunque al parecer tampoco me sobraba.

«Mi vida querida», Alice Munro (Lumen, 2013).
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Escapada

Sylvia no tenía nada que hacer en la casa más que abrir las ventanas. Y Pensar – con una ansiedad que la consternaba sin sorprenderla demasiado – cuánto tardaría en poder ver a Carla.

Toda la parafernalia de la enfermedad había desaparecido. El cuarto que fuera dormitorio de Sylvia y su marido – luego convertido en cámara mortuoria -, estaba limpio, ordenado para que pareciera que allí no había pasado nunca nada. Carla le ayudó en esa faena durante los pocos días frenéticos transcurridos entre la cremación del marido y la partida de Sylvia rumbo a Grecia. Las prendas de ropa que León había usado y algunas que no se había puesto nunca – incluso regalos de las hermanas que jamás salieron de los paquetes -, fueron apiladas en el asiento trasero del coche y entregadas en la tienda de segunda mano Sus píldoras, sus enseres de afeitarse, las latas sin abrir de tónicos que lo sostuvieron tanto tiempo como fue posible, los paquetes de galletas de sésamo que una vez comiera adocenas, los frascos de plástico llenos de una loción que le aliviaba el dolor de espalda, las pieles de cordero donde yacía… Todo eso fue a parar a bolsas de plástico arrastradas afuera como la basura, sin que Carla cuestionara nada. Nunca dijo, “A lo mejor alguien podría usar eso”, ni señaló que cartones enteros de latas estaban sin abrir. Cuando Sylvia dijo, “Querría no haber llevado la ropa al pueblo. Querría haberlo quemado todo en el incinerador”, Carla no se mostró sorprendida.

Limpiaron el horno, restregaron las alacenas, enjuagaron paredes y ventanas. Un día Sylvia estaba en el salón repasando las cartas de pésame recibidas. (No había papeles acumulados ni libretas que fuera necesario revisar, como sería de esperar tratándose de un escritor. No había trabajos sin terminar ni borradores garabateados. Meses antes él le había dicho que había tirado todo. “Sin contemplaciones.”) La pared en declive de la fachada sur de la casa tenía grandes ventanales. Sylvia levanto los ojos, sorprendida por la sombra de Carla, las piernas desnudas, los brazos desnudos en lo alto de la escalera, la cara resulta coronada con un rizo de pelo color diente de león, demasiado corto para la trenza. Rociaba y restregaba vigorosamente el cristal. Cuando vio que Sylvia la miraba se detuvo, extendió los brazos como si estuviera despatarrada allí y puso cara de gárgola tontucia. Las dos se echaron a reír. Sylvia sintió que esa risa la recorría de pies a cabeza como una corriente juguetona. Volvió a sus cartas y Carla reanudó la limpieza. Decidió que todas esas palabras amables – sinceras o de cumplido, elogiosas o compungidas – podían seguir el camino de las pieles de cordero y las galletas.

Cuando oyó que Carla apartaba la escalera y se quitaba las botas en la terraza se sintió de pronto cohibida. Se quedó donde estaba con la cabeza inclinada mientras Carla entraba en la habitación camino de la cocina, para meter el cubo y los trapos bajo el fregador. Carla apenas hizo un alto, era rápida como los pájaros, pero de refilón dejó caer un beso en la cabeza inclinada de Sylvia. Siguió de largo silbando algo casi inaudible.

Desde entonces Sylvia no se quitaba el beso de la mente. No tenía ningún significado particular. Era una manera de decir “ánimo” o “casi he acabado”. Significaba que eran buenas amigas, que habían hecho juntas muchas tareas dolorosas. O quizá sólo que había salido el sol. Que Carla pensaba volver a su casa y ocuparse de los caballos. Sin embargo, Sylvia lo consideró un florecimiento halagüeño, cuyos pétalos se le desparramaban por dentro tumultuosa calidez, como sofocón menopáusico.

Era frecuente que entre sus alumnas de cualquiera de las clases de botánica hubiera alguna especial, una cuya inteligencia, dedicación y torpe egotismo – hasta cierta genuina pasión por el mundo de la naturaleza – le recordara su juventud. Esas chicas merodeaban a su alrededor, la idolatraban, esperaban alguna suerte de intimidad que, en la mayoría de los casos, ni siquiera imaginaban. Y no tardaban en crisparle los nervios.

Carla no se parecía en nada a ellas. Si a alguien se semejaba en la vida de Sylvia, sería a ciertas chicas conocidas en el instituto: las que eran brillantes, pero nunca demasiado brillantes; buenas atletas, pero no exageradamente competitivas; vitales, pero bravuconas. Alegres por naturaleza...
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Cara

Caí en la cuenta de que no volvería a ver a Nancy muy poco a poco. Al principio estaba enfadado con ella y no me importó. Después, cuando preguntaba por ella, mi madre debía de distraerme con una respuesta vaga, para no recordar ni recordarme la angustiosa escena. Seguro que fue entonces cuando empezó a pensar en serio en enviarme al colegio. Creo que me instalaron en Lakefield aquel mismo otoño. Probablemente mi madre sospechaba que cuando me acostumbrase a estar en un colegio de chicos el recuerdo de haber tenido una compañera de juegos se iría difuminando y me parecería algo indigno, incluso ridículo.

El día después del funeral de mi padre mi madre me sorprendió al preguntarme si la llevaría a cenar afuera (por supuesto, ella me llevaría a mí), a un restaurante a orillas del lago, a varios kilómetros de allí, donde esperaba que no hubiera nadie conocido.
    -Tengo la sensación de llevar toda la vida encerrada en esta casa –dijo-. Necesito tomar aire.
    En el restaurante miró discretamente a su alrededor y anunció que no conocía a nadie.
    -¿Te tomas una copa de vino conmigo?
    ¿Habíamos recorrido toda aquella distancia para que ella pudiera beber vino en público?
    Cuando llegó el vino y pedimos la cena, dijo:
    -Hay algo que creo que deberías saber.
    Esta puede ser una de las frases más desagradables que puede escuchar una persona. Existen muchas probabilidades de que lo que deberías saber te resulte gravoso, y de que se insinúe que otras personas han tenido que soportar la carga mientras que tú te has librado todo ese tiempo.
    -¿Que mi padre no es mi verdadero padre? –dije-. ¡Yupi!
    -No seas bobo. ¿Te acuerdas de tu amiguita Nancy?
    La verdad es que tardé unos momentos en acordarme. Después dije:
    -Vagamente.

    En aquella época todas las conversaciones con mi madre parecían requerir una estrategia. Tenía que mostrarme desenfadado, gracioso, indiferente. En su rostro y su voz había un dolor latente. Nunca se quejaba de su situación, pero en las historias que me contaba había tantas personas inocentes y maltratadas, tantas atrocidades, que se suponía que yo debía volver como mínimo apesadumbrado con mis amigos y mi afortunada vida.
    Yo no estaba dispuesto a colaborar. Posiblemente lo único que mi madre quería era alguna muestra de compasión, o tal vez de ternura física. Yo no podía dársela. Era una mujer maniática, aún no maltrecha por la edad, pero yo la rehuía como si comportara un riesgo de depresión pertinaz, como un hongo contagioso. Rehuía sobre todo cualquier alusión a mi desgracia, que a mí me parecía que ella valoraba de una forma especial, la atadura de la que yo no podía librarme, que tenía que reconocer, que me unía a ella desde la cuna.
    -Probablemente te habrías enterado si estuvieras más en casa –dijo-. Aunque ocurrió poco después de que te enviáramos al colegio.
    Nancy y su madre se fueron a vivir a un apartamento propiedad de mi padre, en la plaza. Allí, una mañana de otoño, la madre de Nancy encontró a su hija en el cuarto de baño, empuñando una cuchilla de afeitar y cortándose una mejilla. Había sangre en el suelo y en el lavabo y Nancy se había salpicado por todas partes. Pero no cedió en su propósito ni dio ningún grito de dolor.
    ¿Cómo sabía mi madre todo aquello? Solo puedo creer que fue un drama conocido en la ciudad, sobre el que supuestamente había que correr un velo, pero demasiado sangrante y sangriento para no contarlo con detalle.
    La madre de Nancy envolvió a su hija en una toalla y consiguió llevarla al hospital. En aquella época no había ambulancias. Probablemente paró un coche en la plaza. ¿Por qué no llamó por teléfono a mi padre? Da igual, no lo hizo. Los cortes no eran profundos ni la pérdida de sangre demasiado grande, a pesar de las salpicaduras; no habían afectado ningún vaso sanguíneo importante. La madre no paraba de reprender a la niña y de preguntarle si estaba bien de la cabeza.
    “A mí tenía que caerme una hija como tú”, decía una y otra vez.
    -Si en aquellos tiempos hubiera habido trabajadores sociales, seguro que a esa pobre criatura la hubieran internado en un centro de acogida de menores –dijo mi madre-. Era en la misma mejilla. Como la tuya.
    Intenté guardar silencio, fingir que no sabía de qué me estaba hablando, aunque debía decir algo.
    -Tenía pintura por toda la cara.
    -Sí. Pero esta vez lo hizo con más cuidado. Se cortó solo una mejilla, intentando parecerse lo más posible a ti.
    En esta ocasión conseguí no responder.
    -Si hubiera sido chico habría sido diferente, pero para una chica es terrible.
    -Hoy en día la cirugía plástica hace cosas increíbles.
    -Sí, bueno. Quizá consigan hacer algo. –Un momento después añadió-: Qué sentimientos tan profundos. Los que tienen los niños.
    -Lo superan.
    Mi madre dijo que no sabía qué había sido de ellas, ni de la madre ni de la hija. También de que se alegraba de que yo nunca hubiera preguntado nada, porque le habría horrorizado tener que contarme algo tan penoso cuando yo era todavía pequeño.
No sé si guardará alguna relación con algo, pero he de decir que mi madre cambió por completo cuando ya era muy anciana. No paraba de soltar disparates, como que mi padre había sido un magnífico amante y ella “una chica bastante mala”.
Sostenía que yo debería haberme casado con “esa chica que se cortó la cara” porque ninguno de los dos podría haberse sentido más orgulloso que el otro de haber hecho una buena obra. Cada uno sería igual de repulsivo que el otro, decía con sorna.
    Yo estaba de acuerdo. Entonces empecé a quererla bastante.

Hace unos días me picó una avispa mientras recogía unas manzanas podridas de debajo de uno de los viejos árboles. Me picó en un párpado, que se me cerró rápidamente. Fui en el coche al hospital, valiéndome del otro ojo (el hinchado era el del lado “bueno” de mi cara) y me sorprendió que me dijeran que tenía que pasar la noche ingresado. El motivo era que cuando me pusieran la inyección tendrían que vendarme los dos ojos, para evitar que forzara el otro, con el que veía bien. Pasé lo que suelen llamar una mala noche, me desperté muchas veces. Nunca hay demasiada tranquilidad en los hospitales, naturalmente, y en el poco tiempo que estuve sin ver me dio la impresión de que se me agudizaba el sentido del oído. Cuando oí unas pisadas en mi habitación supe que eran de una mujer, y me pareció que no era una enfermera. Sin embargo, cuando dijo “Está despierto. Bien. Vengo a leerle”, pensé que me había equivocado, que sí era una enfermera. Estiré un brazo, creyendo que iba a leerme las llamadas constantes vitales.
    -No, no –dijo ella con su firme vocecita-. He venido a leerle un libro, si le apetece. A algunas personas les gusta. Se aburren de estar tumbadas con los ojos cerrados.
    -¿Quién elige? ¿Ellas o usted?
    -Ellas, pero a veces yo les recuerdo algo. Intento recordarles alguna historia de la Biblia, alguna parte de la Biblia de la que se acuerden. O algún cuento de cuando eran pequeños. Siempre traigo un montón de cosas.
    -A mí me gusta la poesía.
    -No parece demasiado entusiasmado.
    Me di cuenta de que era verdad, y sabía por qué. He leído poesía en voz alta, por la radio, y he escuchado leer a otras voces educadas, y hay algunas formas de leer con las que me siento cómodo y otras que detesto.
    -Entonces podríamos jugar a un juego –dijo ella, como si yo se lo hubiera explicado, cosa que no había hecho-. Yo le leo un par de versos, me callo y vemos si usted puede recitar el siguiente. ¿Le parece bien?
    Pensé que a lo mejor era una chica muy joven, deseosa de despertar interés, de tener éxito en ese trabajo.
    Le contesté que me parecía bien, pero que nada en inglés antiguo.
    -“Estaba el rey en Dunfermline…” –empezó a decir, como esperando respuesta.
    -“Bebiendo vino del color de la sangre…” –continué, y seguimos de buena gana. Ella leía bastante bien, aunque a una velocidad infantil, como para lucirse. Empezó a gustarme el sonido de mi voz, y de vez en cuando me permitía una pequeña floritura teatral.
    -Qué bonito –dijo ella.
    -“Te mostraré dónde crecen los lirios / en las riberas de Italia…”
    -¿Es “crecen” o “nacen”? – dijo-. No tengo ningún libro donde salga ese poema. Pero debería acordarme. Da igual; es precioso. Siempre me gustó su voz por la radio.
    -¿En serio? ¿Me escuchaba?
    -Claro. Y mucha gente.
    Dejó de apuntarme versos y yo tomé la delantera. Ya se pueden imaginar. “La playa de Dover”, “Kubla Khan”, “Viento del oeste”, “Los cisnes salvajes”, y “Juventud condenada”. Bueno, quizá no todos, y quizá no enteros.
    -Está usted sofocado –dijo. Su pequeña mano se posó rápidamente en mi boca. Y después su cara, un lado de su cara, en la mía-. Tengo que irme. Solo otro antes de marcharme. Se lo voy a poner más difícil, porque no voy a empezar por el principio.
    -“Nadie largo tiempo te llorará / por ti rezará, te extrañará. / Tu lugar ha quedado libre…”
    -No lo había oído nunca –dije.
    -¿Seguro?
    -Seguro. Usted gana.
    Yo había empezado a sospechar algo. Ella parecía distraída, un poco molesta. Oí el reclamo de los gansos que sobrevolaban el hospital. En esta época del año hacen prácticas de vuelo, y después los vuelos se prolongan cada vez más hasta que un día los gansos se marchan. Estaba despertándome, con esa sensación de sorpresa e indignación que sigue a un sueño convincente. Quería dar marcha atrás y que ella pusiera su cara contra la mía, Su mejilla en la mía. Pero los sueños no son tan complacientes.

Cuando recuperé la vista y volví a casa busqué los versos con los que ella me había dejado en mi sueño. Repasé un par de antologías y no los encontré. Empecé a sospechar que los versos no eran de ningún poema de verdad, sino que habían sido inventados en el sueño, para confundirme.
    ¿Inventados por quién?
    Pero más entrado el otoño, un día que estaba preparando unos libros viejos para donarlos a una venta benéfica, se me cayó un papel pardusco, con unos versos escritos a lápiz. No era la letra de mi madre, y difícilmente podría haber sido la de mi padre.  Entonces, ¿de quién? Quienquiera que fuera había escrito el nombre del autor al final. Walter de la Mare. Sin título. No conozco demasiado bien las obras de ese autor, pero era probable que hubiese visto el poema en algún momento, quizá no en ese manuscrito sino en un libro de texto, y hubiese enterrado las palabras en las profundidades de mi cerebro. ¿Y por qué? ¿Solo para que me incordiaran, o que me incordiara el fantasma de una audaz mujer-niña, en un sueño?

No hay pesar
que el tiempo no cure,
pérdida ni traición
irremediable.
Bálsamo para el alma,
aún si la tumba
cercena
al amante del amado
y cuanto comparten.
Mira, brilla el sol,
pasado el aguacero;
las flores lucen su belleza,
¡qué hermoso día!
Que el amor y el deber
no te inquieten.
Los amigos largo tiempo alvidados
quizá te esperen allí donde
vida y muerte
todo igualan.
Nadie largo tiempo te llorará,
por ti rezará, te extrañará.
Tu lugar ha quedado libre,
tú ya no estás.

    El poema no me deprimió. Parecía corroborar de una forma extraña la decisión que ya había tomado de no vender la casa y quedarme.
    Algo había ocurrido allí. En la vida tienes unos cuantos sitios, o quizá solo uno, donde ocurrió algo, y después están todos los demás sitios.
   Por supuesto, sé que si me hubiera topado con Nancy –en el metro de Toronto, por ejemplo-, los dos con nuestras marcas bien reconocibles, lo más probable es que no hubiéramos pasado de una de esas conversaciones absurdas y embarazosas, con la enumeración de detalles autobiográficos inútiles. Yo me habría fijado en la mejilla retocada, casi normal, o en la cicatriz aún bien visible, pero seguramente no habría salido en la conversación. Quizá se habría hablado de hijos. No tan improbables en el caso de Nancy, retocada o no. De nietos, del trabajo. Quizá no tendría que haberle contado en qué consistía el mío. Asombrados, cordiales, muriéndonos de ganas de salir corriendo.
    ¿Creen que eso habría cambiado las cosas?
    La respuesta es: naturalmente, durante cierto tiempo, y jamás.

del libro Demasiada Felicidad, Traducción: Flora Casas.
Editorial Sudamericana, Lumen/Futura, Buenos Aires, 2011.

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char