lunes, 19 de enero de 2015

Se la ve calma, pero el ramo que lleva en la mano tiembla

Claire Keegan

(County Wicklow, Irlanda, 1968 En la actualidad reside en la ciudad de Filadelfia, Estados Unidos, y en County Wexford, Irlanda alternativamente.)

—¿Hay algún patrón en la manera en que nacen sus cuentos? 
— Empiezan por accidente. El principio es atrozmente difícil. Dicen que no se debería pescar a un buen escritor tratando de alcanzar nada, pero cuando estoy escribiendo un borrador siento que estoy tratando de alcanzar algo inalcanzable. Me siento en una cueva oscura encendiendo fósforos que el viento apaga. Sé muy poco de mis cuentos cuando los empiezo, no sé el final, lo que ilumina lo que va a pasar es la escritura misma, no lo que pienso yo. Encontrar el lenguaje, descubrir qué palabras van bien y descartar miles de otras me guía hacia dónde va la historia. 
(De la entrevista de Inés Garland para Revista Ñ)
*
De “Nombre raro para un niño”:
(fragmento)

Solía creer que nunca sabría demasiado (…) Pero ahora sé demasiado; como alguien que escucha furtivamente, siento que casualmente he oído una historia irrefutable sobre mí misma y por eso debo ir de a poco, debo guardármela para mí hasta estar lista. Como si sostuviera un vaso lleno, sin ser capaz de moverme, temerosa de los derrames.
***
De "Hombres y mujeres"
(fragmento)

La víspera de Navidad, dejo carteles. Corto una caja de cartón y con un marcador rojo escribo: "POR ACÁ SANTA" y dibujo flechas que le indican el camino. Siempre tengo miedo de que se pierda o de que no se moleste en venir, ya que los portones son todo un problema. Cuelgo los carteles de la cerca al final del sendero y sobre los portones de madera y uno adentro de la puerta que da al vestíbulo, donde está el árbol. Le dejo un vaso de cerveza negra y un pedazo de torta sobre la chimenea y me imagino que, para la mañana de Navidad, Santa debe estar borracho como una cuba.

(...) Me voy a la cama y me cuesta dormir. Soy la única persona de mi clase a la que Santa Claus todavía visita. Lo sé porque el maestro preguntó: "¿A la casa de quién va Santa Claus todavía?", y la mía fue la única mano levantada. Soy distinta, pero cada año siento que hay una posibilidad mayor de que no venga, de que vaya a pasarme lo que les pasa a los otros.

De Antártida. Traductor: Jorge Fondebrider.
Eterna Cadencia Editora, Buenos Aires, 2009.
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De Recorre los campos azules
Eterna Cadencia Editora, Buenos Aires.
(fragmento)

Temprano, las mujeres llegaron con flores, cada una de un tono más intenso de rojo. En la 
capilla, donde esperaban, su perfume era fuerte. El organista volvía a tocar sin prisa la 
toccata de Bach, pero un estremecimiento de duda se extendía por los bancos. La 
inclinación del sol matinal ya había cruzado el escalón de granito de la pila bautismal y se 
había deslizado hacia la fuente. El sacerdote alzó la cabeza y se quedó mirando fijo las 
puertas abiertas, donde las damas de honor, vestidas de seda verde, permanecían en silencio. 
Más allá, una nube pálida se deshacía en el cielo de abril. Deshecha, había empezado a 
dispersarse antes de que John Lawlor subiera los escalones para entregar a su única hija.
Sin ninguna referencia al tiempo, el sacerdote le dio la bienvenida a todo el mundo y 
prosiguió con la ceremonia. Hubo un momento en que tropezó con las palabras, pero, 
enseguida, se expresaron los votos y Jackson le puso a ella en el dedo el sencillo anillo de 
oro. En la sacristía, el sacerdote advirtió cómo le temblaba la mano a la novia cuando 
levantó la pesada lapicera fuente, lo tenue que fluía la tinta oscura en el registro, pero los
gruesos trazos de Jackson claramente expresaban su nombre.
Ahora, el sacerdote está afuera y contempla los terrenos de la capilla. Es un día fresco, 
brillante y con viento. El confeti voló entre las lápidas, el empedrado, por encima del 
sendero del camposanto. Sobre el tejo, se agita un pedazo de velo. El sacerdote se estira y lo 
saca de la rama. Se siente rígido al tacto, más extraño que tela. Ahora le gustaría cambiarse 
de ropa y salirse del camino campestre, cruzar la cerca y bajar hasta el río. Allá, en el 
terreno pantanoso, entre los campos, su presencia haría que los patos salvajes se 
dispersaran. Más hacia abajo, en la orilla del río, se sentiría en calma, pero, no bien gira la 
llave de la puerta, enfrenta la calle, donde está su deber.
Hoy muchos de los negocios del pueblo están cerrados: en la vidriera de la carnicería, las 
bandejas de metal limpias están vacías; detrás del cristal de la mercería, las persianas no se 
mueven. Solo está abierta la puerta del puesto de diarios y revistas; una muchacha con 
tijeras recorta los titulares de los diarios de ayer. El sacerdote cruza la calle y camina por la 
avenida hasta el hotel. Alguna vez esa fue propiedad protestante. A ambos lados, los árboles 
son altos y ahí el viento es extrañamente humano. A través de los sauces se alcanza a oír un 
delicado discurso. Los olmos se inclinan en un tenue susurro. Hay algo a propósito del lugar 
que evoca el pasado antiguo: el perro de caza, la lanza, la rueca. La historia depara no poco 
placer. Lo reciente es otra cuestión y recordarlo es penoso.
Afuera, están reunidos sobre el césped, la novia y el novio con sus parientes. Las damas de 
compañía, con sus vestidos llamativos, se ríen ahora de algo que ha dicho el padrino de 
boda. Enfrente está el fotógrafo, diciéndoles dónde y cómo pararse. El sacerdote cruza la
alfombra roja y se llega hasta ahí para volverle a dar la mano al novio. Este es un hombre 
bajo, de ojos celestes comunes y de una gran fuerza corporal.
–Les deseo lo mejor –dijo el sacerdote–. Espero que sean muy felices.
–Gracias, padre. ¿Por qué no sube para salir en la foto con nosotros? –dice, ubicándolo al 
lado de la novia.
La novia es una belleza, cuyo vestido deja ver sus hombros pecosos. Contra la piel, le 
cuelga pesadamente un largo collar de perlas. El sacerdote se ubica al lado sin tocarla y 
contempla la línea blanca de su cuero cabelludo que separa su brillante cabello rojo. Se la 
ve calma, pero el ramo que lleva en la mano tiembla.
***
Entrevista de Gerardo Gambolini a Claire Keegan para el suplemento de Cultura de Perfil.

–¿Cuándo y cómo comenzó a escribir?
–Empecé en 1994. Cuando terminé mis estudios en Estados Unidos, volví a Irlanda, al país con mayor tasa de desempleo de Europa. Escribí a 300 lugares y recibí 300 cartas de rechazo. Yo estaba viviendo con mi madre, en un pueblito de County Carlow. Una tarde, mientra ella miraba televisión, escuché desde mi cuarto sobre un concurso de cuentos que estaba anunciando, con un premio de mil libras. Como tenía una máquina de escribir que acababa de comprarme para tipiar las cartas, decidí enviar un cuento. En ese sentido, podría decir que empecé a escribir por dinero.

–¿Diría que la elección del cuento como género se debió a un concurso?–Bueno, yo creo que el cuento me eligió a mí. Me parece que el cuento no tiene muchos escritores, y está buscando escritores. El cuento me atraía desde hacía mucho, desde que estudiaba literatura, y automáticamente traté de imitar esa forma, de escribir en el género que más admiraba.

–¿A qué escritores admiraba en aquel momento?–William Trevor, Raymond Carver, Flannery O’Connor, Alice Munro, Alister MacLeod, Joyce… Creo que ésos eran los principales.

–¿Tiene algún método o algún enfoque sistemático para escribir?
–No creo tener un enfoque sistemático. Creo que mi enfoque es cualquier cosa menos sistemático. Si quiero escribir una historia, necesito juntar ánimo para entrar en algo de lo que no sé absolutamente nada. Y después, explorar hasta encontrar algo que me permita arrancar. Es como cualquier otra tarea, lo más difícil es empezar… si uno se esfuerza en esa etapa, si explora y busca y sigue trabajando, dará con algo, descubrirá algo que le parece bien. Uno no sabe por qué le parece bien, y no debe cuestionarlo, sólo debe continuar con eso. En ese punto no se puede detener. Y entonces la tarea comienza a ganar intensidad y a transformarse en verdadero trabajo. Uno se siente atraído por algo, y sabe que allí hay algo, aunque no pueda explicar esa sensación: uno sabe que está ahí, sencillamente. Cuando yo era niña, había un hombre, el señor Hanley, que podía hallar agua. Iba con sus varillas de acero, y cuando pasaba sobre alguna corriente subterránea, las varillas simplemente se cruzaban en sus manos. Eso es lo que uno hace. Al principio, uno está todo el tiempo, la mayor parte del tiempo, recorriendo tierra en la que no se ve agua, y de pronto, en algún punto, si uno sigue caminando, las varillas se cruzan, y uno halla una historia.

–Ud. es reconocida principalmente como cuentista, pero también está escribiendo una novela. ¿Qué diferencias encuentra entre ambos géneros?–Pienso que la novela tiene menos capas, que es menos compleja. Creo que, en la novela, lo que sucede es menos crucial que lo que sucede en un cuento, tiene menos de acto de malabarismo, es menos delicada, menos complicada: se puede volver a ello, uno tiene mucho espacio, se puede respirar. El cuento es más como contener el aliento.

–¿Concordaría con aquello de que el arte de escribir reside en quitar cosas?
–Sí, sin duda. Philip Larkin dice: “¿Por qué la gente asocia agregar con aumentar? Para mí, agregar es diluir”. Eso es algo que me quedó muy grabado. Con frecuencia, cuando tengo el trabajo a medio terminar, me paso tiempo sacando muchas cosas que ya están listas, casi hasta el punto de deshacerlo.

–¿Qué opinión le merece la poesía, con relación a un lenguaje supuestamente poético distinto de un supuesto lenguaje de la prosa?–Me encanta la poesía. Leí mucha poesía durante años –y sigo leyendo regularmente– no porque tuviera que hacerlo cuando estudiaba, sino porque me gustaba. En cierto sentido, fue mi primer amor. En cuanto a lo otro, no creo que debamos poner esos límites entre prosa y poesía. Pienso que todos estamos tratando con lo mismo. Creo que si a uno le interesa la literatura, la ficción que dure, uno abreva en el mismo pozo, y no importa si el resultado es prosa o poesía. No me parece que una cosa sea inferior o superior a la otra.

–¿Qué espera de la literatura en el futuro?–Espero profundizar mi comprensión de qué significa estar viva en este momento, tanto en lo referido a mí como en lo referido a mi comprensión de los demás. A veces, cuando escribo, siento estar haciendo todo lo humanamente posible para entenderme como persona y como escritora, y me parece entender también lo que es humanamente posible para la gente sobre la cual escribo. Y creo que eso me hace una persona más compasiva. Y algunas veces, en esos momentos, me siento articulada, porque pienso que la vida es mayormente inarticulada, incoherente e inexplicable. Creo que es muy difícil decir qué significa nada, porque estamos envueltos, absortos y viviendo en el misterio que es nuestra vida. Así que, para el futuro, me gustaría pensar que podré ahondar mi comprensión de lo que significa ser un humano y estar vivo en este punto del tiempo, no sólo para mí, sino para entenderlo y extenderlo a los demás. Me gustaría hacer eso, por supuesto.

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char