sábado, 16 de mayo de 2015

Una risa que va agrandándose indefinidamente

ROBERTO ARLT
(Buenos Aires, Argentina, 1900-1942)




La Tierra está llena de hombres. De ciudades de hombres. De casas para hombres. De cosas para hombres. Donde se vaya se encontrarán hombres y mujeres. Hombres que caminan seguidos por mujeres que también caminan. Es indiferente que el paisaje sea de piedra roja y bananeros verdes, o de hielo azul y confines blancos. O que el agua corra haciendo glu-glu por entre cantos de platas y guijas de mica. En todas partes se ha infiltrado el hombre y su ciudad. Piensa que hay murallas infinitas. Edificios que tienen ascensores rápidos y ascensores mixtos: tanta es la altura a recorrer. Piensa que hay trenes triplemente subterráneos, un subte, otro, otro y turbinas que aspiran vertiginosamente el aire cargado de ozono y polvo electrolítico. El hombre... ¡Oh! ... ¡oh!
Los lanzallamas
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Los siete locos
(fragmentos)

El Astrólogo:
“Llegué a la conclusión de que ésa era la enfermedad metafísica y terrible de todo hombre. La felicidad de la humanidad sólo puede apoyarse en la mentira metafísica… Privándole de esa mentira recae en las ilusiones de carácter económico… y entonces me acordé que los únicos que podían devolverle a la humanidad el paraíso perdido eran los dioses de carne y hueso: Rockefeller, Morgan, Ford… y concebí un proyecto que puede parecer fantástico a una mente mediocre… vi que el callejón sin salida de la realidad social tenía una única salida… y era volver para atrás.”
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El rufián melancólico: Haffner le habla a Erdosain
"¿Para que necesita una mujer un hombre? [...] El cafisho le da a una mujer tranquilidad para ejercer su vida (...)" "La sociedad actual se basa en laexplotación del hombre, la mujer y del niño."
“Los gases tóxicos rinden el máximum de su rendimiento en los días ligeramente húmedos y poco ventosos, con una temperatura superior a ocho grados. Para trabajar con el gas, se escogerán las primeras horas entre el amanecer y la medianoche. Se tratará de no lanzar el gas si hay una velocidad de viento superior a cinco metros por minuto”. Dice el loco Remo Erdosain.
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La zona de angustia, una “atmósfera de sueño y de inquietud que lo hacía circular a través de los días como un sonámbulo”
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Remo Erdosain
Vd. busca durante cierto tiempo la solución de un problema. Vd. sabe, tiene la seguridad de que la clave, el secreto, está en Vd., pero no lo puede reconocer, tan cubierto está el secreto de capas de misterio. Y un día, en el momento más inesperado, de pronto el plan, la visión completa de la máquina aparece ante sus ojos deslumbrándolo, con su fácil exactitud. ¡Es algo maravilloso!
Imagínese un general en un campo de batalla... todo está perdido, y de pronto, clara, precisa se le aparece una solución que jamás había soñado concebir, y que, sin embargo, tenía allí, al alcance de su mano, en el interior de sí mismo.
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 El discurso del Astrólogo (fragmento)
¿Y sabe cómo comprobé que usted tenía razón? Pues pensando que Henry Ford con su fortuna podía comprar la
suficiente cantidad de explosivo como para hacer saltar en pedazos un planeta como la luna. Su postulado se
justificaba.
—Ciertamente —rezongó Barsut, halagado en su fuero interno.
—Entonces me di cuenta que toda la antigüedad clásica, que los escritores de todos los tiempos, salvo usted que
había escrito esta verdad sin saber explotarla, no habían concebido jamás que hombres como Ford, Rockefeller o
Morgan fueran capaces de destruir la luna... tuvieran ese poder... poder que, como le digo, las mitologías solo
pudieron atribuir a un dios creador. Y usted, implícitamente, sentaba de hecho un principio: el comienzo del reinado
del superhombre.
Barsut volvió la cabeza para examinar al Astrólogo. Erdosain comprendió que este hablaba seriamente.
—Ahora bien, cuando llegue a la conclusión de que Morgan, Rockefeller y Ford eran por el poder que les confería
el dinero algo así como dioses, me di cuenta que la revolución social seria imposible sobre la tierra porque un
Rockefeller o un Morgan podían destruir con un solo gesto una raza, como usted en su jardín un nido de hormigas.
—Siempre que tuvieran el coraje de hacerlo.
—¿E1 coraje? Yo me pregunté si era posible que un dios renunciara a sus poderes. . . Me pregunté si un rey del
cobre o del petróleo llegaría a dejarse despojar de sus flotas, de sus montañas, de su oro y de sus pozos, y me di
cuenta que para privarse de ese fabuloso mundo había que tener la espiritualidad de un Buda o de un Cristo... y que
ellos, los dioses que disponían de todas las fuerzas, no permitirían jamás su exacción. En consecuencia, tendría que
acontecer algo enorme.
—No lo veo... Yo escribí ese pensamiento guiado por otros móviles.
—Interesa poco. Lo enorme es esto: La humanidad, las multitudes de las enormes tierras han perdido la religión. No
me refiero a la católica. Me refiero a todo credo teológico. Entonces los hombres van a decir: "¿Para qué queremos
la vida?...". Nadie tendrá interés en conservar una existencia de carácter mecánico, porque la ciencia ha cercenado
toda fe. Y en el momento que se produzca tal fenómeno, reaparecerá sobre la tierra una peste incurable... la peste
del suicidio... ¿Se imagina usted un mundo de gentes furiosas, de cráneo seco, moviéndose en los subterráneos de
las gigantescas ciudades y aullando a las paredes de cemento armado: "¿Qué han hecho de nuestro dios?...". ¿Y las
muchachitas y las escolares organizando sociedades secretas para dedicarse al sport del suicidio? ¿Y los hombres
negándose a engendrar hijos que el iluso Berthelot creía que se alimentarían con pastillas sintéticas?...
—Es mucho suponer —dijo Erdosain.
El Astrólogo se volvió hacia el, asombrado. Le había olvidado.
—Claro, no sucederá mientras los hombres no reparen en qué se funda su desdicha. Eso es lo que ha pasado en
realidad con los movimientos revolucionarios de carácter económico. El judaísmo acercó sus narices al Debe y al
Haber del mundo y dijo: "La felicidad esta en quiebra porque el hombre carece de dinero para subvenir a sus
necesidades..." Cuando debió decir que: "La felicidad esta en quiebra porque el hombre carece de dioses y de fe".
—¡Pero usted se contradice! Antes dijo que... —objeto Erdosain.
—Cállese, ¿qué sabe?... Y pensando, llegué a la conclusión de que esa era la enfermedad metafísica y terrible de todo hombre. La felicidad de la humanidad solo puede apoyarse en la mentira metafísica... Privándole de esa mentira recae en las ilusiones de carácter económico..., y entonces me acordé que los únicos que podían devolverle
a la humanidad el paraíso perdido eran los dioses de carne y hueso: Rockefeller, Morgan, Ford... y concebí un
proyecto que puede parecer fantástico a una mente mediocre... Vi que el callejón sin salida de la realidad social
tenía una única salida... y era volver para atrás.
Barsut, cruzándose de brazos, se había sentado a la orilla de la mesa. Sus pupilas verdes estaban tiesas en el Astrólogo, que, con el guardapolvo abotonado hasta la garganta y el pelo
revuelto, pues se había quitado el sombrero, caminaba de un extremo a otro de la cochera, apartando con la punta de
un botín los tallos de pasto seco que sembraban el suelo. Erdosain, apoyado de espaldas contra un poste, observaba
el semblante de Barsut, que lentamente se iba impregnando de atención irónica, casi malévola, como si las palabras
que decía el Astrólogo solo befa merecieran. Este, como si se escuchara a sí mismo, caminaba, se detenía, a instantes se mesaba el cabello. Dijo:
—Si, llegará un momento en que la humanidad escéptica, enloquecida por los placeres, blasfema de impotencia, se
pondrá tan furiosa que será necesario matarla como a un perro rabioso...
—¿Qué es lo que dice?...
—Será la poda del árbol humano... una vendimia que solo ellos, los millonarios, con la ciencia a su servicio, podrán
realizar. Los dioses, asqueados de la realidad, perdida toda ilusión en la ciencia como factor de felicidad, rodeados
de esclavos tigres, provocarán cataclismos espantosos, distribuirán las pestes fulminantes... Durante algunos
decenios el trabajo de los superhombres y de sus servidores se concretará a destruir al hombre de mil formas, hasta
agotar el mundo casi... y solo un resto, un pequeño resto será aislado en algún islote, sobre el que se asentaran las bases de una nueva sociedad.
Barsut se había puesto de pie. Con el entrecejo fiero, y las manos metidas en los bolsillos del pantalón, se encogió de hombros, preguntando:
—¿Pero es posible que usted crea en la realidad de esos disparates?
—No, no son disparates, porque yo los cometería aunque fuera para divertirme. Y continuó:
—Desdichados hay que creerán en ellos..., y eso es suficiente... Pero he aquí mi idea: esa sociedad se compondrá de dos castas, en las que habrá un intervalo. . . mejor dicho, una diferencia intelectual de treinta siglos. La mayoría vivirá mantenida escrupulosamente en la más absoluta ignorancia, circundada de milagros apócrifos, y por lo tanto mucho más interesantes que los milagros históricos, y la minoría será la depositaria absoluta de la ciencia y del poder. De esa forma queda garantizada la felicidad de la mayoría, pues el hombre de esta casta tendrá relación con el mundo divino, en el cual hoy no cree. La minoría administrará los placeres y los milagros para el rebaño, y la edad de oro, edad en la que los ángeles merodeaban por los caminos del crepúsculo y los dioses se dejaron ver en los claros de luna, será un hecho.
—Pero eso es monstruoso en sí. Eso no puede ser.
—¿Por qué? Yo sé que no puede ser, pero hay que proceder como si fuera factible.
—Esa desproporción... la ciencia...
—¡Qué ciencia ni ciencia! ¿Acaso usted sabe para qué sirve la ciencia? ¿Usted no se burla en su pensamiento de los
sabios y los llama "infatuados de lo perecedero"?
—Veo que usted se ha leído esas pavadas.
—Claro. No hay que contradecir porque sí a la gente. Y la desproporción monstruosa que usted advierte en mi sociedad existe actualmente en nuestra sociedad, pero a la inversa. Nuestros conocimientos, quiero decir nuestras mentiras metafísicas, están en pañales, mientras que nuestra ciencia es un gigante... y el hombre, criatura doliente, soporta en el este desequilibrio espantoso... De un lado lo sabe todo... del otro lo ignora todo. En mi sociedad la mentira metafísica, el conocimiento práctico de un dios maravilloso será el fin..., el todo que rellenará la ciencia de las cosas, inútil para la felicidad interior, será en nuestras manos un medio de dominio, nada más. Y no discutamos esto, porque es superfluo. Se ha inventado casi todo pero no ha inventado el hombre una máxima de gobierno que supere a los principios de un Cristo, un Buda. No. Naturalmente, no le discutiré el derecho al escepticismo, pero el escepticismo es un lujo de minoría... Al resto le serviremos la felicidad bien cocinada y la humanidad engullirá gozosamente la divina bazofia.
—¿Le parece a usted posible?
El Astrólogo se detuvo un momento. Ahora hacía girar el anillo de acero con la piedra violeta, se lo quitó del dedo para observar su interior; luego, acercándose a Barsut, pero con un gesto de extrañeza, como el de un hombre cuya imaginación está distante de la realidad, repuso:
—Sí, todo lo que imagina la mente del hombre puede ser realizado dentro de los tiempos. ¿No ha impuesto ya Mussolini la enseñanza religiosa en Italia? Le cito esto como una prueba de la eficacia del bastón en la espalda de los pueblos. La cuestión es apoderarse del alma de una generación... El resto se hace solo.
—¿Y la idea?
—Aquí llegamos... Mi idea es organizar una sociedad secreta, que no tan solo propague mis ideas, sino que sea una escuela de futuros reyes de hombres. Ya sé que usted me dirá que han existido numerosas sociedades secretas... y es cierto..., todas desaparecieron porque carecían de bases sólidas, es decir, que se apoyaban en un sentimiento o en una idealidad política o religiosa, con exclusión de toda realidad inmediata. En cambio, nuestra sociedad se basara en un principio más sólido y moderno: el industrialismo, es decir, que la logia tendrá un elemento de fantasía, si así se quiere llamar a todo lo que le he dicho, y otro elemento positivo: la industria, que dará como consecuencia el oro.
El tono de su voz se hizo más bronco. Una ráfaga de ferocidad ponía cierta desviación de astigmatismo en su mirada. Movió la greñuda cabeza a diestra y siniestra, como si le punzara el cerebro la agudeza de una emoción extraordinaria, apoyó las manos en los riñones y reanudando el ir y venir, repitió:
—¡Ah! el oro... el oro... ¿Sabe cómo lo llamaban los antiguos germanos al oro? El oro rojo... El oro... ¿Se da cuenta usted? No abra la boca. Satanás. Dese cuenta, jamás, jamás ninguna sociedad secreta trató de efectuar una tal amalgama. El dinero será la soldadura y el lastre que le concederá a las ideas el peso y la violencia necesarios para arrastrar a los hombres. Nos dirigiremos en especial a las juventudes, porque son más estúpidas y entusiastas. Les prometeremos el imperio del mundo y del amor... Les prometeremos todo..., ¿me comprende usted?... y les daremos uniformes vistosos, túnicas esplendentes... capacetes con plumajes de variados colores... pedrerías... grados de iniciación con nombres hermosos y jerarquías... Y allá en la montaña levantaremos el templo de cartón... Eso será para imprimir una cinta…
 ***
“Estos espíritus soñadores, estos exaltados, estos locos tan extrañamente razonables (…) son andarines que caen, ingenuos a los que se les burla, corredores que van tras un ideal y tropiezan contra las realidades, cándidos soñadores a quienes asecha maligna la vida. Pero son ante todo unos grandes distraídos que llevan sobre los otros la superioridad de su distracción sistemática, organizada en torno a una idea central, y de que sus malandanzas se hallan enlazadas por la misma inexorable lógica que la realidad aplica a corregir los sueños, engendrando así a su alrededor, por efectos capaces de sumarse unos a otros, una risa que va agrandándose indefinidamente.”

 ARLT. R, Los siete locos, Buenos Aires, Centro Editor de Cultura, 2005,

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char