(Fort Bragg, Carolina del Norte, EE.UU., 1953)
Gramática de gorriones
Los gorriones son ese tipo de gente
que perdió la guerra hace miles de años;
como castigo los despojaron a todos de su color;
cafés y beiges y grises se aferran a los esbeltos
tallos de carrizo en la ciénaga, y apenas y se ven
contra el oscilante pasto quemado.
Tengo que manejar dos horas a la costa,
cruzar los desnudos rastrojales de milpas pisoteadas,
las granjas desvencijadas y en ruina,
el agua en las acequias que está tan quieta y llena
bajo un cielo de octubre de dieciocho colores
–grises todos.
Cuando Emma dijo: “Me cambiaron los planes”,
y clavó la vista en sus manos; cuando Bethany dijo:
“Me quiere pero no bien”,
el día estaba siendo así en nuestros adentros: muy a destiempo:
Se-Renta-Casa, sin amueblar;
garaje con buzón destartalado;
café con vista al lago cerrado por razones personales.
Y los pájaros como soldados derrotados
ocultos entre matorrales que nos llegan al pecho.
Cuando los gorriones se alzan sin motivo aparente
y dan amplias y cortas vueltas contra el vasto cielo pálido,
¿qué tanta importancia puede tener?
Como si mi tristeza hubiese sido una especie amenazada,
como si mi ánimo fuera un área de humedales costeros
necesitados de protección federal,
un lugar en donde nunca se iría a planear un desarrollo,
pensado para siempre como un baldío.
Esto es lo que dejé atrás al ir hacia adelante.
Cada vez que siento que soy un bueno-para-nada
regreso aquí a pararme y a observarlo:
mojado y quieto como una huella en el lodo;
medio oculto entre los oscilantes ocres,
agachado como un asentimiento.
Versión de Pedro Serrano
**
Acostarse con un hombre
En aquellos días pensaba que tenía que
hacer todo aquello que me daba miedo,
así que me acosté con un hombre.
Era un punto más de una lista
dormir en un cementerio, bajo la luna llena,
no apartar la mirada de la cara golpeada y quemada de la chica,
atarme en la catapulta
de alguna píldora azul y eléctrica.
Eran los setenta, toda nuestra generación
estaba más que dispuesta a cortar con una sierra
la rama sobre la que nos sentábamos
para ver cómo era aquello de caer -bump, bump, bump.
Conocer lo peor de uno mismo
parecía como una automejora entonces,
y el sufrimiento era una aventura.
Así que me acosté con un hombre,
lo cual no recuerdo muy bien
excepto que no fue divertido.
Las cortinas se agitaban en la brisa
proveniente de la parilla de una radio negra. Van Morrison
llenaba la habitación como un aftershave astral.
Acosté mi masa de engaños
al lado de su masa de engaños
en una habitación oscura en la que luchaba
con ese viejo adversario, yo mismo
-con la forma, esta vez, de un cuerpo-
en algún sitio entre el cielo y la tierra,
dos cosas a las que tenía miedo.
Trad. de Julio Mas Alcaraz
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