(Santa Fe de Segarra, Olujas, Lérida, 1930-Barcelona, España, 2015)
Decidió que una agente literaria no debía dedicar sus energías a representar a un editor ante otros editores, sino a los literatos frente a los editores.
Foto: Archivo Procesofoto |
Desde la creación, en 1960, de la Agencia Literaria Carmen Balcells, la firma ha gestionado más de 50.000 contratos, siendo Luis Goytisolo el primer autor español que representó. En su cartera figuran otros escritores de la talla de Augusto Roa Bastos, Juan Carlos Onetti, John Le Carré, Ana María Matute, Juan Marsé, Eduardo Mendoza, Juan Goytisolo, Alfredo Brice Echenique, Isabel Allende, José Luis Sampedro o Carme Riera. Algunos de «sus» escritores, como García Márquez, Juan Marsé o Juan Carlos Onetti le han dedicado novelas, y otros como Max Aub o Manuel Vázquez Montalbán la han convertido en personaje de sus obras.
Balcells también fundó en 1981 la agencia RBA de servicios editoriales, junto a Ricardo Rodrigo y el editor Roberto Altarriba, si bien la abandonó cuando sus socios pasaron a convertirse en directivos en Planeta-De Agostini y considerar que su posición en la editorial era incompatible con su condición de agente literaria.
Carmen Balcells anunció en mayo del 2000 su retirada, aunque en 2008 volvió a hacerse cargo de la agencia, que había perdido esos años a algunos escritores importantes. A finales del 2013, Balcells eligió al joven gestor cultural Guillem d'Efak para que la sustituyera al frente de la agencia.
En el año 2010, la agente vendió por tres millones de euros su codiciado archivo al Estado español, con lo que correspondencia privada, borradores, primeras ediciones, fotografías y bibliografías completas de autores esenciales en lengua española pasaron a formar parte del patrimonio público.
Fuente: La voz de Galicia
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—¿Por qué suele rechazar las entrevistas?—Mi actividad no se debe publicitar. Los gestores no debemos estar sometidos a la luz pública. Cuanta más publicidad tengan el escritor y la editorial, mejor. Sin embargo, en esta ocasión he hecho una excepción, valorando el coste que supondrían todas estas páginas en el Magazine si las tuviera que pagar como espacio publicitario, y he decidido que no puedo rechazar un regalo tan caro. Es una plataforma excelente para promocionar algunos de mis proyectos, precisamente en el día del libro. Y, por otro lado, me siento al final de una vida.
—¿Tantos proyectos tiene? ¿No se había retirado?
—Me retiré para continuar mandando, pero sin tener que madrugar. Hace dos años, creé la empresa Barcelona Latinitatis Patria, que impulsa el proyecto de crear en Barcelona, que es la capital de la literatura hispanoamericana, un edificio monumental que contenga los manuscritos, archivos y bibliotecas personales de grandes escritores y editores. Sería una especie de gran centro de lectura, a la vez museo y biblioteca, en el que todo estaría digitalizado, con una librería en la que, gracias a la técnica "impreso sobre demanda", el lector podría adquirir cualquier libro, aunque estuviera agotado, en tiradas de un solo ejemplar. La segunda gran iniciativa es Barcelona Ad Libitum, empresa dedicada a la música, mejor dicho, a representar a músicos.
—¿No le pesa la edad?
—Me pesan los kilos. La edad solamente me corroe.
—Usted ha compartido momentos de intimidad extrema con sus autores: les ha buscado pisos, les ha alejado de novias, ha sido su confesora...
—He compartido con ellos muchas cosas. Por ejemplo, en un viaje que hicimos Joseph Maria Castellet y yo, con Mario Vargas Llosa, a Perú, en los años 70, fuimos a Iquitos, en el Amazonas, a una sesión nocturna para probar la ayahuasca. La chamana actuaba en un claro rodeado de selva. Tenía una sábana blanca en el suelo, una pequeña bombilla de poquísima potencia enganchada a un árbol, y una ayudante jovencita sentada en el suelo. Mario nos observaba, pero él no tomó nada. Nos dieron una dosis prudente de droga, un bebedizo espeso y repugnante en un culo de vaso. Al principio no parecía hacer mucho efecto, y pensé que como Castellet medía dos metros y yo era corpulenta, no notaríamos nada. Estábamos tumbados en la sábana para observar la bóveda celeste, una experiencia que debía intensificar el efecto de la droga. Otro cliente de la chamana, enfermo, sufría pequeñas convulsiones. De repente, le dije a Castellet al oído: "Nadie se va a creer esto en Barcelona, y más cuando les digamos que la ayudante de la chamana estaba leyendo un libropulga de Bruguera". Esta frase me produjo una hilaridad tremenda, no podía parar de proferir sonoras carcajadas, acompañadas de hipo y espasmos. Iba dando vueltas en el suelo como una croqueta, sin parar de reír, hasta que la chamana intervino, porque podía haber peligro, y me hizo unas friegas con alcanfor en el cuello y la nuca mientras cantaba: "Alcanforito, alcanforito", una melodía que se me ha quedado clavada siempre en la memoria. Más tarde me explicaron que la droga exacerba tu estado de ánimo. Lo recuerdo como una experiencia divertida, exótica, aunque nunca más volví a probar la ayahuasca.
—Usted tiene un método, digamos, empático: crea una relación personal muy fuerte con sus clientes, unos lazos afectivos indestructibles. Y, después, ya vendrán los negocios...
—Es al revés: primero viene la relación profesional, y después, debido a mi carácter, intento solucionar problemas de todo tipo.
—Pero, más que relaciones profesionales, parecen familiares...
—Escuche este mensaje que me ha dejado Juan Goytisolo en el contestador: "Carmen, sólo quería oír tu voz y decirte que cuentes con mi oferta permanente de matrimonio, a pesar de la diferencia de sexo" Ja, ja, ja... Con muchos autores he tenido gran complicidad. Momentos que no se olvidan. Prefiero decir "complicidad" que "intimidad", que puede malinterpretarse. Yo tuve durante años en mi oficina un cartelito que advertía: "Jamais avec les clients!"
—Estuve aquí en los días previos a Navidad y parecía usted Papá Noel, organizando un impresionante dispositivo de entrega de regalos en varias ciudades y países, con toda una flota de coches movilizada... Son legendarios sus gestos, sus detalles, sus lujosas recepciones, su generosidad con autores a los que paga una mensualidad...
—Yo, más que generosa, soy dadivosa. Tengo un sentido grandioso de la existencia. Me comporto como me gustaría que fuera la vida.
—¿Qué le queda por conseguir?
—Aspiro a que los autores de éxito se conviertan en estrellas económicamente hablando, comparables a un tenista, un cantante de ópera o un futbolista. Todavía hay muchos escritores excelentes sin un centavo.
—¿Cuál ha sido la mayor decepción de su carrera?
—Cada vez que un autor me despide. La suerte es que la mayor parte de las veces, pasado un tiempo, regresan... Y debo reconocer que tengo una gran alegría con este regreso, excepto algunos casos, en que me siento tan dolida que prefiero borrarlos de mi mente. Una vez leí a un autor al que consideré un genio, así que enseguida le escribí para representarle y me dijo que sí. Un tiempo después, me comunicó por carta que no renovaría conmigo. Aquello me causó tanto dolor, me provocó un drama de tal naturaleza, que lloraba desconsoladamente noche y día. Como no se me pasaba, mi marido y mi hijo me llevaron a Portugal, a cambiar de aires. ¿Cómo se pudo producir en mi interior un disgusto tan grande? Me preocupó el tema y me sometí a un análisis profundo: llegué a la conclusión de que lloraba por vanidad, porque era yo la que me sentía genial.
—"Yo no tengo amigos, tengo intereses". ¿Es una frase suya?
—Sí. Siempre he sido reticente a considerar amigos a gente con la que tengo un compromiso profesional, y ya no digamos los que son mi principal sostén económico. Un día, por teléfono, García Márquez me preguntó: "¿Me quieres, Carmen?" Yo le respondí: "No te puedo contestar, eres el 36,2% de nuestros ingresos".
—¿Cuál ha sido su objetivo en la vida?
—La independencia. Y la única vía a la independencia real es la independencia económica. Nunca lo he escondido: el sueño de mi vida ha sido ser rica. Ha sido una obsesión: tener suficiente dinero como para no tener que pensar más en él. Cuando en los años sesenta me preguntaban qué me gustaría ser, yo respondía: "Hija de Magín Tusquets", un editor rico, padre de Esther y Oscar. Siempre he sentido fascinación por el dinero, por el poder que da, la libertad de actuación que te otorga. Cuando he visto cosas que podían incrementar mi economía, me he acercado a ellas. Lo más próximo a ese sueño lo viví con Ricardo Rodrigo. Con él, y con Roberto Altarriba, fundamos RBA (iniciales de Rodrigo, Balcells, Altarriba), como empresa de servicios para editoriales, un proyecto que fue un éxito desde el primer día. Me parecía totalmente legítimo tener una empresa de servicios para autores, como es mi agencia, y otra para editores, como era entonces RBA.
—Pero usted lo dejó. ¿Qué pasó?
—Lo hice con gran dolor de mi corazón. Planeta se asoció con RBA con el propósito de integrar a Rodrigo como factótum del grupo. Ni Lara ni Ricardo me obligaron a marcharme, al contrario, aceptaban que siguiera con ellos, pero tuve que escoger entre la agencia o RBA, ya que mis principales clientes de la época no hubieran visto con buenos ojos que compatibilizara ambas cosas.
—¿Y por qué sintió tanto dolor?
—Por separarme de Rodrigo. Su proyecto era espectacular, y él ha sido siempre un genio. ¿Ve aquella foto que tengo en la estantería, junto a las de Gabo y Vargas Llosa? Es Ricardo.
—Cumplió su objetivo de ser rica, ¿no?
—Ni pensarlo, pero no me quejo. Tendríamos que ponernos de acuerdo en establecer una cantidad a partir de la cual uno es rico. Desde luego, es un milagro que una cosa tan absolutamente deprimida como el mundo de los derechos de autor me haya permitido vivir como he vivido. A mí, parafraseando a un amigo, me gustaría vivir como vivo, pero pudiendo. Siempre he estado por encima de mis posibilidades.
—¿Cuál es el momento en que realmente da usted el salto?
—Si contesto con honradez, los que dan el salto y se hacen grandes y famosos son los escritores a los que acompaño. Yo me limito a dar el salto junto a ellos.
—¿Siempre quiso ser agente?
—Tengo más vocación de poderosa que de agente literaria. Sucede que, cuando veo pasar a alguien con talento por delante de mí, me faltan sombreros para quitármelos. Pero yo lo que quiero ser de mayor es poderosa de verdad, de esa docena de personas que sientan a los presidentes a su mesas y deciden nuestro futuro sin que nosotros lo sepamos. Alguien como Jesús de Polanco.
—¿Lo dice con ironía?
—¡Pero qué va! ¡Todo lo contrario! Es mi ídolo. Admiro el enorme poder que tiene y la sutileza con que parece ejercerlo.
—A pesar de que sabe usted mucho de números, y de negociaciones, ¿su gran pasión son las letras?
—La lectura es el acto más libre y solitario de un individuo. No se puede aprender nada sin leer y, cuando encuentras algo que te complace, es un placer irrepetible, una auténtica orgía del cerebro. Para experimentarla, no es ni siquiera necesario dedicarle muchas horas: leer veinte páginas de un libro importante te puede cambiar la vida.
—¿Puede explicarnos cómo revolucionó el panorama mundial de la edición?
—Cambié las reglas del juego, con ayuda del abogado Molas, que fue providencial en mi vida. Creé por primera vez dos elementos nuevos en los contratos: límites geográficos y de tiempo. Antes, las novelas se vendían a un editor para toda la vida y en todo el mundo. Fue un hallazgo que me dio gran seguridad, hoy es el procedimiento habitual en todo el mundo.
—¿Pero cuál fue el detonante? ¿Qué manzana le cayó en la cabeza?
—La primera reacción de rebeldía que recuerdo es al leer un contrato entre la sociedad de autores inglesa y un editor de Barcelona. El autor era nada menos que Rudyard Kipling y, por 75 libras, se concedían a la editorial los derechos indefinidos de Kim. Me dije: una de dos, o este oficio que hago no vale nada, y abandono, o hay que cambiar las cosas. Decidí convertir mi trabajo en algo digno. Y, poco a poco, fui cancelando los derechos indefinidos de autores como Faulkner, Joyce, etcétera. Imagínese: los herederos de Neruda todavía hoy cobran una cantidad de la que se puede vivir. Con el sistema anterior, Neruda habría cobrado una sola vez por cada uno de sus libros.
—Antoine Gallimard y Francis Esmenard, los dos grandes editores independientes de Francia, acaban de declarar que están contentos de que en Francia la figura del agente no tenga gran importancia, porque eso demuestra que "los editores hacen bien su trabajo" y que no han caído en el modelo estadounidense.
—Todo eso se resume en una sola frase: la edición "is a job for a gentleman". Ser editor es un oficio de señoritos. Es elegantísimo, el no va más. Pero, en ocasiones, dejar a un editor que gestione los derechos de sus autores puede ser dejar al lobo a cuidado del rebaño. Un agente siempre juega a favor de los autores, porque trabaja para ellos. Las editoriales tienen más intereses, y existe el riesgo de que acaben cambiando cromos.
—¿El editor no puede ser un buen agente para el autor?
—Puede serlo, sin ninguna duda. Incluso puede ser un placer extraordinario almorzar con él una vez por semana, mientras se habla de literatura. Sucede que, en esos almuerzos editor/autor, hay un tema tabú: el dinero. Al autor le da vergüenza, y el editor no lo encuentra elegante.
—¿Cómo consiguió que los editores aceptaran sus nuevas reglas?
—Cuando tienes un autor como Gabriel García Márquez, puedes montar un partido político, instituir una religión u organizar una revolución. Yo opté por esto último. Pero no se crea que fue fácil: me atacaron por todos lados. Me consta que en una reunión en la sede del gremio de editores, se dijo textualmente: "Hay que acabar con esta señora". En esa reunión, se plantearon hacerme el boicot, es decir, que todas las editoriales de España dejaran de tratar conmigo. Tengo entendido que uno de esos editores salió en mi defensa: José Manuel Lara.
—También ha influido en Hacienda, ¿no?
—Es que lo que hacía Hacienda con los escritores era un escándalo mayúsculo. Manuel Vázquez Montalbán, cada vez que tenía que pagar sus impuestos, se veía obligado a escribir un libro corriendo. Un día que me encontré a Ana Botella, ella me preguntó cómo funcionaba el tema de los autores. "Es muy sencillo —le respondí—: la empresa privada les roba, y el Estado les expolia". Le impresionó tanto esta respuesta que me citó en la Moncloa para que se lo explicara con detalle. Fue sólo el primer paso de algo que hubiera tenido una continuación extraordinaria de haber continuado el PP en el Gobierno.
—¿Usted prefiere pactar con la derecha antes que con la izquierda?
—Me parecería ridículo tener que militar en un lado u otro para ejercer mi profesión. Mi trabajo es luchar por los intereses de mis escritores, e intento hacerlo de forma eficaz, al margen de su color político. En España se politiza todo.
—El sistema de premios literarios en España sufre una crisis de credibilidad. Se dice que las agentes tienen parte de culpa, negociando bajo la mesa quién se va a llevar tal o cual premio.
—Hay que distinguir, primero, dos tipos de premios: los institucionales y los comerciales. Los institucionales (el Nobel, el Cervantes, el Príncipe de Asturias, el Nacional) gozan de gran prestigio, y todos desean conseguirlos. La clave para ello es ser reconocido por los jurados de las instituciones que los conceden. Quienes ejercen ese poder son personas que se han ganado a pulso su prestigio, y hacen uso de su influencia protegiendo, lógicamente, a aquellos candidatos que les son afines.
—¿Y los premios comerciales, como el Planeta, el Alfaguara, el Nadal, el Herralde...?
—Todo el mundo los critica, sin conocer su funcionamiento.
—Explíquemelo usted...
—En España se da la situación insólita de que hay miles, porque cada editorial concede el suyo, cuando no varios. Cada premio tiene una dotación económica, a cuenta de las futuras ventas del libro. Tienen la enorme ventaja, para la editorial, de que el premio ocupa un número de páginas importante en la prensa y espacios en todas las televisoras y radios, que tienen mucha más eficacia que los anuncios, ya que la publicidad de un libro tiene muy poca repercusión sobre sus ventas y es tan cara que un solo título no puede soportar su coste.
—Pero ¿cómo funciona el mecanismo de esos premios?
—Transcurrido un tiempo desde la publicación de las bases, si la editorial no ha encontrado ningún título que le plazca, se dedica a cortejar a los escritores que cree ideales para ganar. A veces se acercan a un escritor de otra editorial, lo que algunos consideran un acto de pillaje, aunque para mí es legítimo.
—Así, ¿son las editoriales las que buscan un ganador?
—En realidad, los directores literarios nunca garantizan el premio, hay que decirlo en su honor. Ellos están segurísimos de que el autor al que abordan lo ganará, pero no lo garantizan explícitamente, dejan la decisión en manos del jurado. Una práctica habitual es decir: "Te compramos la novela por una cantidad que es la mitad de la dotación del premio. Si pierdes, te la publicamos pagándote ese dinero. Y si ganas, ganarás el doble".
—Siempre ha estado tan segura de sí misma.
—Le voy a hacer una confesión: no me siento parte de nada, ni de la "gauche divine" ni de nada. Eso ha sido un motivo de gran inseguridad y angustia toda mi vida, como el creer que no estaba a la altura intelectual de mi entorno.
—¿Detrás de toda gran mujer hay un gran hombre?
—Mi marido tiene un ojo extraordinario. Me han servido de mucho sus consejos a la hora de embarcarme en proyectos hiperbólicos. ¿Sabe por qué? Porque él los encuentra todos mal, y claro, acierta bastante (risas). En serio, gracias a Dios que, mientras yo montaba la agencia, él tenía empleo y podíamos vivir de su sueldo.
—¿Cómo ha compatibilizado su condición de madre con su carrera profesional?
—Mal. Una carrera profesional no es compatible con la maternidad. Para mí, una carrera es tener disponibilidad las 24 horas del día, y la maternidad, hasta los cuatro años, lo mismo. Si usted es burócrata o funcionario, es más sencillo tener niños: no le despedirán nunca y hay facilidades para escaquearse. Cuando nació mi hijo, en 1964, lo tomé fuertemente en mis brazos y me dije: "Carmen, no tendrás más hijos", primero porque no quiero dividir el amor hacia este hijo con nadie, y segundo, porque tampoco creí que pudiera darle una educación excelente. Entonces ya tenía la agencia, pero vivía del sueldo de mi marido. Y me lancé de cabeza y patas al trabajo. Los otros (mi marido y mi hijo) se adaptaron.
—Ahora vive en el piso de arriba de su agencia, en una perfecta fusión trabajo/vida privada.
—Me vine a vivir aquí en 1991 o 1992, cuando mi hijo ya se había casado, porque yo llegaba a las 11 de la noche, entraba en la cocina, abría la nevera y me encontraba siempre un plato de macarrones fríos que recalentaba. La vuelta a casa para mí se simboliza en aquellos macarrones fríos, y una mesa individual, con un cubierto y un plato, y mi marido durmiendo como un tronco. Todo el mundo estuvo en contra de que viniera a vivir aquí, encima de la agencia, toda mi familia. Pero lo hice, y los 90 han sido unos años de gran creatividad y confort.
—¿Y la de los 2000?
—En el 2000 cumplí 70 años, recibí la Medalla del Mérito Cultural y me sentí obligada a retirarme. Cumplí mi sueño de tener una casa frente al paisaje de mi infancia y, si debo ser sincera, en 2001 fui feliz por primera vez en mi vida. Jugué a casitas: compraba casas viejas, las reconstruía, me peleé cuerpo a cuerpo con toda la familia, que se oponía a ello, incluso mi marido hablaba de "demencia senil". Hoy entiendo y sufro sus razones.
—¿Qué siente cuando mira a su alrededor, al mundo de la edición?
—La impresión es muy buena. La compraventa de editoriales es constante y seguirá, con los grandes grupos abriendo un amplísimo espectro o, para ser más gráficos, abarcando la totalidad de la cultura. Casi todos ganan dinero. Veo a las editoriales pequeñas esperando crecer, y a las minúsculas, creando un modelo o una línea lo más definida posible para que los lectores se identifiquen con ellos. La complicación es la librería, que se vuelve más grande, y las editoriales pequeñas acabarán vendiendo sus libros los domingos a la salida de misa de 11, por internet, en pequeños clubs de suscriptores..., pero siempre de manera difícil. No se olvide de que vivimos plenamente en la era digital. El cambio es y será brutal.
—Si ahora se declarara un incendio, ¿qué libros salvaría de esta casa?
—Poco a poco, iría agarrando todo lo valioso, y empezaría por Platón.
(c) La Vanguardia y Clarín
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Nacida el 9 de agosto de 1930 en el pueblito leridano de Santa Fe, hija de modestos propietarios de tierra catalanes, y quien fue secretaria de un sindicato profesional de fabricantes de máquinas textiles tras estudiar con las monjas teresianas y en la Escuela de Altos Estudios Mercantiles, Carmen Balcells, nos cuentan Besualdo y Le Gendre, “se enorgullece de haber impuesto poco a poco a los editores una cláusula que los horrorizaba: la cesión de derechos por una duración determinada –cinco, siete años– al lado de aquel que renovaba el contrato o no”. Más adelante “empezó la polémica historia de los adelantos millonarios por derechos de autor (de los cuales ella cobra 10%)”.
Tanto amigos como detractores reconocen ahora su trabajo como una revolución en las relaciones autoreditor, ya que antes el primero era objeto de explotación por el segundo, pero eso le costó muchos enemigos al principio:
“Algunos editores la han acusado de que las sumas escandalosas que suele pedir como anticipos hacen tambalear sus cimientos económicos. Ella argumenta que las editoriales se arruinan por culpa de los malos gestores, no por los adelantos. Y que no puede protegerse a sí misma y a sus autores y, al mismo tiempo, a editores que no saben hacer cuentas.”
(...)
Manuscritos, libros
Resulta impactante la lista de los escritores que Balcells representa. Además de los mencionados, están entre los principales Alberti, Ciro Alegría, Isabel Allende, Max Aub, Carlos Barral, Bioy Casares, Bryce Echenique, Cabrera Infante, Cortázar, Rosa Chacel, José Donoso, Edwards, Rubem Fonseca, García Hortelano, Garmendia, Gil de Biedma, los Goytisolo, Félix Grande, Clarice Lispector, Ana María Matute, Salvador de Madariaga, Andreu Martín, Juan Marsé, Eduardo Mendoza, Onetti, Otero Silva, Possé, Roa Bastos, Sánchez Ferlosio, Luis Rafael Sánchez, Skármeta, Uslar Pietri, Vargas Llosa y Vázquez Montalbán. Los mexicanos, contando a Alvaro Mutis, son Eugenio Aguirre, Fernando del Paso, Jorge Ibargüengoitia y Juan Rulfo. Antes pertenecieron Augusto Monterroso y Vicente Leñero, hoy en la agencia de otra catalana, Isabel Monteagudo. Por su parte, Carlos Fuentes está con la Balcells, pero sus derechos en Estados Unidos los maneja otro agente, por lo cual no se inscribe en el catálogo, donde se enlistan sólo los llamados “de la casa”.
El catálogo profesional, no histórico, de cerca de 200 páginas, incluye por autor una breve ficha biográfica y de galardones. Luego aparece cada una de sus obras, el nombre de la editorial y el idioma en que están publicadas. Sin duda alguna la obra más traducida es “Cien años de soledad”: 27 lenguas, incluida la malayalam, y así por el estilo todas sus obras. Cela anda a una con “La familia de Pascual Duarte” (y vertido al eskerra) y Rulfo está en 19, con “El llano en llamas”, y en 23, con Pedro Páramo. Las memorias de Neruda, “Confieso que he vivido”, en 24, como los libros de Vargas Llosa. Quizá por ser una obra experimental, “Rayuela” sólo es conocido en siete idiomas.
Si Balcells defiende a sus autores, lo hace a través de sus obras. En los casos más extremos, como el de Max Aub, por ejemplo, pelea los derechos de 78 libros.
Cada año, últimamente, a decir de Javier Aparicio, quien termina estudios de Filología Hispánica y trabaja en la agencia desde hace ocho años (conoció a Carmen, y así le dice, debido a su amistad con el hijo de ella), la agencia recibe un promedio de 800 manuscritos, cifra enorme que exige cada vez de mayor rigor en la lectura. Aparicio está al frente de unos cuantos lectores que revisan el material y preparan un reporte pormenorizado de los aceptados a las editoriales que consideran “ad hoc” para cada título. El y Balcells leen los de los autores de la casa.
(...)
Alejandro Toledo resume como un monólogo su entrevista con Alvaro Mutis, en su casa de la Ciudad de México:
“No es fácil hacer un retrato de Carmen Balcells. Es una persona muy compleja, es una mujer profundamente inteligente, con un sentido de la realidad, del juicio de la realidad; hay una palabra en catalán que pinta muy bien esta condición: `seny’, que no significa en español `juicio’ ni `criterio’, es otra cosa. Siempre me sorprende en Carmen la certeza con que juzga asuntos directamente relacionados con su trabajo, con la literatura, con los libros (más que con la literatura, corrijo, con los libros y con la vida de los libros, con los editores, en las librerías). Junto a esta imagen de Carmen se encuentra una persona de sentimientos a flor de piel, a la que uno puede herir con la mínima palabra, con el gesto menos pensado. Una mujer muy mujer. Ella es una persona que al comienzo de su carrera se llenó de enemigos, que fue incluso odiada y calumniada, sobre todo entre los editores. Pero me he dado cuenta de que los editores han comenzado ya a convencerse de que el trabajo de Carmen es mucho más benéfico de lo que ellos pensaban.
Ha ejercido, en forma única en el mundo, una labor de saneamiento y de balance más justo en la relación autor/editor. Eso es lo que ha hecho Carmen Balcells: una puesta en orden de la relación editor/autor. Como intermediaria, ella ha estado siempre, según los editores (y es lo que le han criticado), de parte del autor. No es así: ella ha estado siempre de parte del libro, y de eso no se dieron cuenta los editores sino hasta ahora; hay incluso quienes ya la estiman y respetan profundamente (y no hablo de novatos, sino de grandes editores alemanes, franceses, norteamericanos).
“Para los editores, el autor era un accidente, una unidad desechable. Algunos contratos eran de por vida, el editor se quedaba con los derechos de traducción y adaptación del libro, con lo que el autor quedaba absolutamente desprotegido. Lo que se le daba al autor era una limosna. Y no estoy hablando del siglo pasado, no me estoy refiriendo al caso terrible de Miguel de Cervantes, quien vendió ‘Don Quijote’ –un libro que fue `bestseller’ en vida del autor– a un precio fijo, y nunca vio un centavo y vivió en la miseria, y tuvo que tolerar en su familia situaciones vergonzantes y vergonzosas. Me refiero a contratos de hace diez o quince años, de editores que todavía se permitían ejercer la parte del león (por eso se habla de contratos leoninos). Esto era lo natural.
Fuente: proceso.com.mx
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Antes de Carmen Balcells, los editores obligaban a los escritores a firmar contratos vitalicios, no había control sobre las cifras de ventas, la mayoría de autores recibían regalías simbólicas o pagos miserables. Carmen trabajó para acabar esos contratos vitalicios, obligó a los editores a ser claros en las cuentas de ventas que presentaban, exigió por contrato que la distribución y promoción de los libros estuviera hecha de forma correcta y profesional. Carmen dignificó la profesión de escritor y ayudó a que grandes autores pudieran dejarnos obras que nos iluminaran por siempre.
Balcells era buena lectora y tenía olfato comercial, tanto que cuando apareció 'Cien años de soledad', ella supo que había llegado el momento de hacer de la literatura latinoamericana una literatura importante y aprovechó el tirón de la obra maestra de García Márquez para poner en el panorama de la literatura mundial a autores como Cortázar, Fuentes, Vargas Llosa y Cabrera Infante.
Con Balcells empezaron las traducciones de obras latinoamericanas a decenas de lenguas, empezó la presencia de libros con nuestras historias en todas las estanterías del globo y empezó la aparición de nombres castellanos en las listas de más vendidos en los países con las industrias culturales más potentes.
Se decía en el mundo literario que negociar con Balcells era hacerlo con Gabo, Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Julio Cortázar, José Donoso y otros genios que protagonizaron el ‘boom’ de la literatura latinoamericana.
No puedo imaginarme mi vida sin García Márquez, dijo varias veces Balcells para referirse a la relación que la unió hasta la muerte con el premio nobel colombiano. García Márquez y Carmen se crearon mutuamente y mantuvieron una relación que terminó por ser imposible de definir con palabras. ¿Carmen tú me quieres?, le preguntó Gabo un día.
No puedo contestarle eso al autor que pone el 36 por ciento de facturación de mi agencia, respondió la pragmática Carmen que así como era de maternal y colaboradora, tenía nervios de acero y podía ser la más implacable de las negociantes.
Fue gracias al trabajo incansable de esta agente que los escritores del boom pudieron dedicarse a escribir tranquilos.
No solo porque ella cuidaba de que pudieran vivir de sus derechos, sino porque se preocupaba de que tuvieran un lugar cómodo donde habitar y de que sus hijos asistieran a buenos colegios.
Carmen cuidaba no solo la imagen literaria y política de sus autores, sino que se encargaba incluso de que sus esposas no se enteraran de los enredos de los escritores con sus amantes o de los hijos naturales que iban dejando en sus correrías por el mundo. Hijos que ella ocultaba con discreción al tiempo que ayudaba a desviar regalías para mantenerlos.
En ese apartamento mítico de Diagonal, 580 no solo se habló durante décadas de derechos de autor. En las cenas que Balcells organizaba para agasajar a sus autores se definieron asuntos políticos trascendentales para el continente, se crearon amistades y enemistades que incidirían en nuestra historia. Se concretaron planes para escribir libros que apuntalaron la consolidación de nuestros imaginarios y se crearon los planes y las estrategias que sirvieron para que nuestros mejores escritores pudieran mantener sus carreras siempre en alza literaria y comercial.
Balcells consiguió que no fuéramos los escritores latinoamericanos los que fuéramos por el mundo buscando un editor, sino que fueran los editores del resto del planeta los que viajaran a Barcelona a buscar nuestros libros. Sentada en su poltrona de la casa de Diagonal hablaba de los autores consagrados y de los nuevos que iba añadiendo a la lista de representados y a unos y a otros los defendía con admiración y tesón. Muchos nombres nuevos han logrado proyectarse en el mundo con su trabajo de las últimas décadas, Roberto Bolaño y Javier Cercas también han sido autores representados por su agencia.
La muerte de Carmen Balcells no es solo la muerte de una agente, es la muerte de toda una época, es el final de nuestro génesis literario. Ella y los autores que representó terminaron de poner las piedras fundamentales de una literatura que ya venía vigorosa de atrás, pero que necesitaba apuntalarse y consagrarse para darnos la seguridad y las certezas que ahora tenemos como escritores. Con su trabajo, Carmen Balcells nos creó a todos, incluso a los que no la tratamos ni la conocimos, incluso a aquellos que la ignoran o critican. La literatura latinoamericana es hoy un puerto firme del cual partir gracias a la fortaleza que demostró esta mujer cuando tocó alzar la voz y decirle al mundo que al escritorio de su incipiente agencia en la Diagonal estaban empezando a llegar los manuscritos de los mejores libros que se estaban escribiendo en aquel momento en el mundo.
Un día Gabo le preguntó por teléfono: ‘¿Me quieres, Carmen?, ella le respondió: ‘No te puedo contestar a eso, eres el 36,2 por ciento de nuestros ingresos’.
SERGIO ÁLVAREZ
Especial para EL TIEMPO
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Carmen Balcells había empezado gestionando los derechos de traducción de autores extranjeros. Y, poco después, Carlos Barral, a quien conocía de los tiempos del gremio textil y que entonces era director literario de la gran editorial Seix Barral, que hoy forma parte del Grupo Planeta, le encomendó la gestión de los derechos extranjeros de sus autores. Fue en esa época cuando Balcells decidió que una agente literaria no debía dedicar sus energías a representar a un editor ante otros editores, sino a los literatos frente a los editores; y así emprendió un camino que la llevaría a eliminar los contratos vitalicios con las editoriales y las liquidaciones exiguas y a introducir las cláusulas de cesión por tiempo limitado de una obra literaria.
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