martes, 13 de septiembre de 2016

Un canto sin ningún sosiego y que astillaría cualquier lenguaje

Giovanni Papini
(Florencia, Italia, 1881-íd., 1956)

Hay un canto en mí


Hay un canto en mí que mi boca jamás pronunciará -que no escribirá mi mano en ningún trozo de papel.
Hay un canto en mí que debo escuchar yo solo, que debo padecer y soportar solamente yo. 
Hay un canto preso en mis venas como los celestiales adagios del argentado órgano, hay un canto que como la raíz del gladiolo no florecerá bajo el alud. 
Hay un canto en mí que estará siempre en mí.
Si este canto saliera de mi corazón, quebraría mi corazón.
Si este canto escribiera mi mano, ninguna otra palabra escribiría mi mano.
Este canto no se dirá sino en la última hora de mi vida; este canto será el inicio de una feliz agonía.
Hay un canto en mí que no puede salir de mí porque no se han creado aún las palabras necesarias.
Un canto sin medida y sin tiempo; sin ritmo y sin leyes.
Un canto sin ningún sosiego y que astillaría cualquier lenguaje.
Un canto inatendible sin que el alma se intimide por la sorpresa y se coloree de otro sol.
Un canto más respirado que dicho, más presentido que expresado: son de luces, rayo de acordes.
Un canto sin ansias de música porque sería más melodioso que cualquier otro instrumento conocido.
En mi corazón inmenso, que por días abarca el universo, a este canto le cuesta quedarse adentro. 
En los minutos más angustiantes de la vida, este canto querría derramarse de mi corazón demasiado estrecho como el llanto de los ojos de quien se llora a sí mismo. Pero lo rechazo y lo engullo, pues junto a él también la sangre de mi corazón se derramaría con la misma furia voluptuosa. 
Lo encierro en mí mismo porque no quiero morir aún. 
Soy una víctima dulce de este canto divino y homicida. 
Debo cerrar el corazón como la puerta de una cárcel y sofocar sus latidos sobrehumanos como si fueran remordimientos. 
Y ser, con toda mi ternura, el hombre feroz al que no se acercan los débiles. 
Porque mi canto sería un aterrador canto de amor, y ese amor abrasaría todo lo que toca.
El amor que solo cobija es apenas tibio, pero el verdadero amor en el mismo soplo besa y destruye.
Este amor resplandecería tanto de candente avidez que ese día la tierra iluminaría al sol y la medianoche sería más ardiente que el mediodía más ardiente.
Pero yo no cantaré jamás este canto terrible que me consume sin que nadie tenga compasión de mi tormento.
Yo no cantaré jamás este canto maravilloso del que mi temor reniega y que espanta mi debilidad.
No cantaré este canto porque nadie podría sustentar la infinita, la desgarrante, la dolorosa dulzura.

(Traducción de Ricardo R. Laudato)
**
«C'è un canto dentro di me»

C'è un canto dentro di me che non potrà mai uscire dalla mia bocca - che la mia mano non saprà scrivere sopra nessun pezzo di carta. 

C'è un canto dentro di me che devo ascoltare io solo - che devo soffrire e sopportare soltanto io.

C'è un canto chiuso nelle mie vene come gli adagi celestiali nelle canne argentate degli organi - c'è un canto che non fiorirà come la radice del giaggiolo sepolta sotto la frana.

C'è un canto dentro di me che che resterà sempre dentro di me.

Se questo canto uscisse dal mio cuore romperebbe il mio cuore.

Se questo canto fosse scritto dalla mia mano nessun'altra parola più potrebbe scrivere la mia mano.

Questo canto non sarà detto che nell'ultima ora della mia vita; questo canto sarà il principio d'una felice agonia.

C'è un canto dentro di me che non può uscire fuori di me perché non furono ancor create le parole necessarie.

Un canto senza misura e senza tempo; senza ritmo e senza leggi.

Un canto che non può adagiarsi in nessuna forma e che spezzerebbe qualunque linguaggio.

Un canto che nessuno potrebbe ascoltare senza che la sua anima fosse sgomenta dalla sorpresa e ricolorata da un altro sole.

Un canto più respirato che detto, più presentito che manifestato: suono di luci, raggio d'accordi.

Un canto che non desidera nessuna musica perché sarebbe più melodioso d'ogni strumento conosciuto.

Dentro il mio cuore così grande che a giorni contiene l'universo questo canto è così grande che ci sta a gran fatica. Nei minuti più angosciosi della vita questo canto vorrebbe traboccare dal mio cuore troppo stretto come il pianto dagli occhi di chi piange se stesso. Ma lo respingo e lo ringhiotto perché insieme a lui anche il sangue del mio cuore traboccherebbe con la stessa furia voluttuosa. Lo rinchiudo in me stesso perché non voglio ancora morire.

Son la vittima docile di questo canto divino e omicida. Debbo serrare il cuore come la porta di una carcere e soffocare i suoi battiti soprumani come tanti rimorsi. Ed essere, con tutta la mia tenerezza, il feroce a cui non s' accostano i deboli.

Perché il mio canto sarebbe uno spaventoso canto d'amore e quest'amore brucerebbe tutto quello che tocca.

L'amore che riscalda soltanto è appena tiepido ma il vero amore nel medesimo soffio bacia e distrugge.

Quest' amore sarebbe così splendente d'infocata bramosia che in quel giorno la terra illuminerebbe il sole e la mezzanotte sarebbe più ardente del più bruciato meriggio.

Ma io non canterò mai questo terribile canto che mi consuma senza che nessuno abbia compassione del mio tormento.

Non canterò questo canto meraviglioso che la mia paura rinnega e che fa tremare la mia debolezza.

Non canterò questo canto perché nessuno potrebbe sostenerne l'infinita, la straziante, la dolorosa dolcezza.
***
La industria de la poesía 

New Parthenon, 27 de mayo 

He renunciado, desde hace tiempo, a todas mis direcciones y participaciones industriales para comprarme la cosa más cara —en sentido económico y moral— del mundo: la libertad. Un lujo que no está al alcance, hoy, ni siquiera de un simple millonario. Supongo que soy uno de los cinco o seis hombres aproximadamente libres que viven en la Tierra.

Pero cuando uno se ha entregado al vicio de los negocios durante tantos años, es casi imposible conseguir que éste no vuelva a recrudecer. El año pasado me vino el deseo de crear una pequeña industria con objeto de poder sustraerme a la tentación de volver a ocuparme de las grandes y pesadas. Quería que fuese absolutamente «nueva», y que no exigiese demasiado capital.

Se me ocurrió entonces la poesía. Esta especie de opio verbal, suministrado en pequeñas dosis de líneas numeradas, no es ciertamente una sustancia de primera necesidad, pero lo cierto es que algunos hombres no pueden prescindir de ella. Ninguno ha pensado, sin embargo, en «organizar» de un modo racional la fabricación de versos. Ha sido siempre dejado al capricho de. la anarquía personal. La razón de esta negligencia se halla, probablemente, en el hecho de que una industria poética, aunque floreciente, daría beneficios bastante modestos, bien sea por la dificultad —no digo imposibilidad— de adoptar máquinas, bien por la escasez de consumo de los productos.

Para mí no se trataba de un asunto de dinero, sino de curiosidad. El financiamiento necesario era mínimo, los gastos de instalación casi nulos. Sabía que era preciso recurrir, para esta nueva empresa, a skilled workers; pero tales individuos son numerosos, sobre todo en Europa. Me dediqué a buscarlos. Noté en muchos de éstos una extraña repulsión al oír mis ofrecimientos, originada por la idea de trabajar regularmente a sueldo de un jefe de la industria. Por otra parte, no había necesidad de realizar una recluta demasiado vasta, tratándose de un simple experimento sin finalidad de lucro. Conseguí contratar cinco, todos ellos jóvenes, menos uno, y discípulos de las Escuelas más modernas.

Instalé el pequeño taller en mi villa de la Florida, con dos siervos negros y dos mecanógrafas; hice montar una pequeña tipografía y esperé los primeros frutos de mi iniciativa. Los cinco poetas eran alimentados, alojados y servidos, disfrutaban de una pequeña asignación mensual y tenían derecho a un ligero tanto por ciento sobre los eventuales beneficios. El contrato duraba un año, pero era renovable para igual período de tiempo.

En los primeros meses ya comenzaron los fastidios y las dificultades. Uno de los poetas me escribió que tenía necesidad de drogas costosas para inspirarse y su sueldo no le bastaba; una de las mecanógrafas, la más joven, presentó la dimisión porque los cinco obreros no la dejaban en paz;’ otro poeta me pidió una pequeña orquesta para favorecer la visita de las musas, pero se tuvo que contentar con un gramófono y seis docenas de discos; el tercer poeta se lamentaba de la falta de vino y de libros; los otros dos, según me escribió la mecanógrafa que se había quedado, no hacían más que discutir desde la mañana hasta la noche, envueltos en nubes de humo. Naturalmente, no contesté a ninguno.

Transcurridos seis meses hice, como establecía el contrato, mi primera visita al establecimiento de la Florida y llamé, uno tras otro a mis poetas.

El primero que se presentó en la sala de la dirección fue Hipólito Cocardasse, francés, disertador de la escuela «Dada» y que había sido pescado, naturalmente, en Montparnasse. Pequeño, moreno. calvo, pero provisto de una barba rabiosa, muy reluciente desde el círculo de los lentes hasta los zapatos, parecía, más bien que poeta, un agente de policía que acabase de llegar de una prefectura de provincias.

—Nos recomendó usted, a mí y a mis otros colegas —dijo—, que creásemos un tipo nuevo, adaptado internacional. Je me flatte d’avoir réussi au delá de vos espérances. Usted sabe que cada lengua tiene su musicalidad propia y que ciertas palabras incoloras o sordas tienen una sonoridad admirable traducidas a las de otra lengua. Servirse, pues, de una sola lengua para escribir poesía es ponerse en condiciones difíciles para obtener esa variedad y riqueza musical que es el verdadero fin de la lírica pura. He pensado, por tanto, en componer mis versos eligiendo aquí y allá entre las principales lenguas las palabras y las expresiones que mejor se prestan para la realización armónica del misterio poético. Ahora las personas cultas conocen cinco o seis idiomas europeos y no hay peligro de no ser comprendido. Añada que la Sociedad de las Naciones admitirá con gusto bajo su patronato estos primeros ensayos de poesía políglota. Dante había insertado, en diferentes puntos de la Divina Comedia, versos en latín, en provenzal y en jerga satánica, pero se hallaban casi ahogados en la superabundancia del idioma vulgar. Yo, en cambio, mezclo palabras de lenguas diferentes en el mismo verso. y cada verso está construido con mezclas del mismo género. Voilá mon point de départ et voici mes premiers essais. Jugez vous meme.

Y al decir esto, Cocardasse me presentó algunas hojas de gran tamaño, acompañadas de una sonrisa y una reverencia. El título de la primera poesía decía:

Gesang of a perduto amour

Y leí los primeros versos:

Beloved carinha, mein Wettschmerz 
Egorge mon time en estas soledades, 
My tired heart, Raju presvétlyj 
Muore di gioia, tel un démon au ciel. 
Lieber himmel, castillo de los Dioses, 
Quaris quot, durerd this fun desespére? 
Aquadrvak Chic drévo zizni…

Mi ignorancia lingüística me impidió seguir. Miré a la cara, en silencio, al poeta Cocardasse.

—¿Tal vez no le parece equitativa la proporción de cada lengua? Sin embargo, en el reparto he llevado una cuenta proporcional de los siglos de pasado literario, de la importancia demográfica y política…

Comprendí que era inútil discutir con semejante imbécil.

—Continúe su trabajo —le dije—, a fin de año veremos hasta qué punto la poesía políglota es susceptible de una amplia venta.

Despedido Cocardasse, fue introducido Otto Muttermann de Stuttgart. Un monumento de una altura de doscientos centímetros que, desde hacía medio siglo, se había alzado atrevido sobre la Tierra, no ciertamente para adornarla, sino para iluminarla. Parecía nacido del cruce de un buey con una leona, y su cabellera, todavía larga, todavía rubia y todavía despeinada, como en los tiempos míticos de Thor y del Sturm und Drang, era el mayor de sus títulos en la profesión poética. Era, además de poeta, metafísico, filósofo de la historia y un poco asiriólogo; en el conjunto, un buen hombre, aunque sus ojos de mayólica azulada no fuesen siempre tranquilizadores. Le habría confiado un millón, pero no le habría recibido sin un revólver en el bolsillo.

—Aunque de pura raza germánica —comenzó diciendo Muttermann con aire solemne—, he admirado siempre el pensamiento del francés Joubert, que dice exactamente así: S’il y a un homme tourmenté par la maudite ambition de mettre tout un livre dans une page, toute une page dans une phrase, cette phrase dans un mot, c’est moi. De este pensamiento he hecho, en lo que a mí se refiere, un imperativo categórico. El defecto de mis compatriotas es la prolijidad y no se puede ser grande más que librándose de las costumbres medias de la propia raza. Además, la poesía debe ser la destilación refinada de una gota de perfume potente de una masa enorme de hierba y de flores.
»Mi vida es fidelidad a este programa. A los veinte años concebí una epopeya lírica y filosófica que debía contener no sólo mi Weltanschauung, sino de paso, la revolución histórica de la humanidad en torno al mito central de Rea-Cibeles. A los treinta años tenía el poema terminado, pero era demasiado largo: cincuenta mil seiscientos versos. Fue entonces cuando descubrí el profundo aforismo de Joubert. Trabajé todavía con la lanceta y la lima, a los treinta y cinco años, los versos ya no eran más que diez mil y lo esencial estaba salvado. A los cuarenta años conseguí reducirlo a cuatro mil, a los cuarenta y seis no había más que dos mil trescientos versos. A los cincuenta, cuando llegué aquí, había conseguido condensarlo en setecientos veinte; y ahora, gracias a su generosa hospitalidad, mi sueño ha sido realizado: mi epopeya se halla condensada en una sola palabra, palabra mágica, quintaesenciada, que todo lo abraza y lo expresa. A usted ofrezco el resultado de mis treinta años de fatigoso forcejeo en el camino de la perfección.

Y al decir eso puso sobre mi mesa un papel. Lo miré. En el centro de la página, trazada con una elegante escritura bastarda, había esta palabra:

Entbindung

Nada más. El resto de la hoja estaba en blanco. Otto Muttermann debió de darse cuenta de mi perplejidad.

—¿No encuentra usted tal vez en esta palabra, preñada de un mundo, los infinitos sentidos que resumen el destino de los hombres? Binden, atar, el mito de Prometeo, la esclavitud de Espartaco, la potencia de la religión (de «religar»), los abusos de los tiranos, la Redención y la Revolución. Pero aquel prefijo da el otro aspecto del drama cósmico. Entbindung es desenvolvimiento y parto. Es la salvación de los vínculos, es el nacimiento milagroso del Dios mártir, la gestación triunfante de la Humanidad libertada, al fin, de los mitos y de las leyes. Aquí está comprendida la doble respiración del dios de Plotino y al mismo tiempo las vicisitudes universales de la Historia: ¡conquista y revolución, servidumbre y libertad!

Los ojos de Muttermann comenzaban a lanzar chispas. Creí prudente admirar su síntesis, con la secreta esperanza de que una agravación de su manía me permitiese legalmente transferirlo a un asilo de enfermedades mentales.

El tercer poeta era uruguayo y procedía de la escuela «ultraísta». Carlos Cañamaque era jovencísimo, rubísimo y timidísimo. Sus ojos negros de betún caliente resaltaban como una doble sorpresa en aquella palidez y en aquel rubio.

—Yo también —me dijo— he intentado hacer algo un poco distinto de la poesía acostumbrada. La poesía pura, en Italia y Francia, tiene ahora su técnica: todo el encanto poético reside únicamente en la armonía de las palabras, independientemente del sentido. Yo he intentado redimirla íntegramente de todo significado, yendo más allá que los poetas puros, que conservan siempre, aunque envuelto en oscuridad, un residuo de contenido emotivo o conceptual. Aquí las palabras están asociadas únicamente a causa de su valor fonético y evocativo, sin ningún ligamento lógico que pueda atenuar o desviar el contrapunto sonoro. Lea, como ensayo, este madrigal.

No pude menos que leer:

Lienzo, sombra, suspiro
Amarillas, misterios, desierto
Huella, palabra, doliente, Tiro
Faraón, corazón, labios, huerto.

Mi paciencia, puesta a prueba por los dos anteriores poetas, esta vez vaciló.

—¿Y cree usted, señor Cañamaque —grité—, que habrá bastantes imbéciles en el mundo para dar su dinero a cambio de este ridículo deshilachamiento de palabras? Le he dado orden de escribir poesías y no extractos de vocabularios. Usted cree poder engañarme, pero aquí hay un motivo suficiente para la rescisión del contrato. Desde hoy no pertenece usted a la fábrica. ¡Márchese!

El pobre Cañamaque bajó sus grandes ojos de antracita líquida y murmuró con tristeza:

—Así han sido tratados siempre los descubridores de mundos nuevos.

Y dignamente salió, sin ni siquiera saludarme.

El cuarto poeta que se me presentó delante era un ruso, uno de esos emigrados que se han esparcido por Europa y América, felices de poder hacer al mismo tiempo de occidentalistas y de desterrados. El conde Fedia Liubanoff podía tener, a lo más, treinta y cinco años, pero la vida que había llevado en los cafés de Mónaco y de París le había envejecido antes de tiempo. La cara tenía la consagrada moldeadura mongólica de los moscovitas, y una perilla blanquecina y rojiza le daba un aire premeditadamente diabólico. Le temblaban siempre los manos, por el terror de una condena a muerte no cumplida, decía él; por el uso inmoderado del vodka, decían sus amigos.

—Señor Gog — comenzó—, no haré largos preámbulos. Es usted demasiado sutil para tener necesidad de comentarios anticipados. Le recordaré únicamente una verdad que no habrá escapado seguramente a su inteligencia. Toda poesía tiene dos autores; el poeta y el lector. El poeta sugiere y suscita; el lector llena, con su sensibilidad personal y con sus recuerdos, lo que el poeta ha simplemente bosquejado. Sin esta colaboración la poesía no puede concebirse. Un poeta que ofrece mil versos para describir una batalla o un crepúsculo no conseguirá nunca hacer comprender algo a un palurdo o a un ciego. Pero, desde hace algún tiempo, los poetas se dejan vencer por la superabundancia; digamos únicamente que tratan de rehacer y violentar el yo de su colaborador necesario. Quieren decir demasiado y no dejan sitio para la obra del lector, para aquella integración personal que forma el mayor atractivo de la poesía. Los japoneses, raza genial y aristocrática, han conseguido llegar a hacer poesías de ocho o nueve palabras. Pero es demasiado aún. He querido dar un paso más. He aquí mi libro.

Era un pequeño volumen encuadernado en piel roja. Lo abrí y comencé a hojearlo. Cada página llevaba, en la parte superior, un título. Lo demás estaba vacío.

—Vea —añadió Liubanoff—, he querido reducir al mínimo la sugestión del poeta. Cada poesía mía se compone únicamente del título: es un tema ofrecido a la meditación individual, un «la» para la creación múltiple y siempre nueva. Mi primera poesía, por ejemplo, se titula: «Siesta del ruiseñor abandonado.» Hay todos los elementos para la eflorescencia poética. La «siesta» le da la estación y la hora; el «ruiseñor» le evoca toda la música, todo el amor; y ese «abandonado» le induce a elaborar los temas eternos de la traición y el dolor. Reflexione algunos minutos sobre este título y poco a poco en su alma surge y se desenvuelve el canto maravilloso que yo quería sugerir, de manera que cada lector se convierte verdaderamente, gracias a mí, en un creador. Y las creaciones serán tantas cuantos sean los lectores. Y cada vez se puede crear una poesía nueva, que sacia y contenta mejor que podrían hacerlo las sobadas lucubraciones de un extraño.

No tuve ni siquiera fuerza para enfadarme. Reconocí lealmente que el experimento había fracasado, que la fábrica había constituido un desastre. No quise siquiera ver al quinto poeta.

La misma noche me marché, y, al terminar el año, todo el personal, comprendidos los poetas, fue licenciado. Es la primera vez en mi vida que me falla tan vergonzosamente mi olfato en el business. Y comienzo a comprender por qué el viejo Platón quería arrojar a los poetas de su república. En este negocio he experimentado una pérdida de treinta y dos mil dólares.

Giovanni Papini, Gog, 1931
Versión s/d

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char