(Nueva York, EE.UU., 1943)
Agosto
Mi hermana se pintaba las uñas de fucsia,
con un color que tenía nombre de fruta.
Todos los colores tenían nombres de alimentos:
escarchado de café, sorbete de mandarina.
Nos sentábamos en el jardín a esperar que nuestras vidas reanudaran
el ascenso interrumpido por el verano:
triunfos, victorias para las que la escuela
era una suerte de práctica.
Los profesores nos sonreían, mirándonos con
superioridad, al concedernos la distinción.
Y en nuestra cabeza, éramos nosotras las que les
concedíamos una sonrisa de superioridad.
Teníamos la vida almacenada en la cabeza.
Aún no había empezado: ambas estábamos seguras
de que cuando empezara lo sabríamos.
Seguramente no era esto.
Nos sentábamos en el jardín trasero, observando cómo cambiaban nuestros cuerpos:
de un rosa brillante al principio, después bronceados.
Yo me pasaba aceite para bebés sobre las piernas; mi hermana
frotaba quitaesmalte sobre las uñas de su mano izquierda,
probaba otro color.
Leíamos, escuchábamos la radio portátil.
Obviamente la vida no era esto, estar sentadas
en coloridas sillas de jardín.
Nada estaba a la altura de los sueños.
Mi hermana seguía probando para encontrar un color de su gusto:
era verano, todos eran escarchados.
Fucsia, naranja, madreperla.
Alzaba la mano izquierda ante sus ojos,
de un lado a otro la movía.
Por qué era siempre así...
los colores tan intensos en sus envases de vidrio,
tan definidos, y en las uñas
casi exactamente iguales,
una tenue película plateada.
Mi hermana sacudió el envase. El naranja
no dejaba de acumularse en el fondo; tal vez
ese fuera el problema.
Lo sucedió una y otra vez, lo alzó a la luz,
estudió las palabras de la revista.
El mundo era un detalle, una cosita que aún
no estaba exactamente bien. O como una ocurrencia de último momento,
todavía rudimentaria o aproximada.
Lo real era la idea:
Mi hermana añadió otra capa, acercó el pulgar
al envase del esmalte de uñas.
Seguíamos creyendo que veríamos
disminuir la diferencia, aunque en realidad persistía.
Cuando más tenazmente persistía,
tanto más intensa nuestra convicción.
De Las siete edades. Traducción de Mirta Rosenberg
Cortesía de Mario Molfino
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