miércoles, 29 de marzo de 2017

Cinco pelos de una barba de sabio

Tomada de hdfondos.eu
ELIZABETH BISHOP 
(EE.UU., 1911 –1979)

EL PEZ
Agarré un tremendo pez
y lo sostuve al lado del bote
medio fuera del agua, mi anzuelo
asido firmemente a una comisura de su boca.
No dio pelea.
No había luchado en lo m mínimo.
Colgaba como peso desgarrador,
golpeado y venerable
y sin pretensiones. En un par de sitios
su piel marrón colgaba hecha jirones
como un empapelado antiguo,
y su diseño de marrón subido
se parecía al de un empapelado:
formas semejantes a las rosas florecidas,
descoloridas y acabadas por el tiempo.
Estaba moteado de lapas,
admirables rosetas de cal,
e infectado
de blancos piojillos de mar,
y de su parte inferior dos o tres
hilachas de algas verdes le colgaban.
Mientras sus branquias respiraban
el terrible oxígeno
—las temibles branquias,
avivadas y henchidas de sangre,
que pueden producir severas cortaduras—
pensé en la ordinaria carne blanca,
comprimida como un colchón de plumas,
en las espinas grandes y pequeñas,
en ios dramáticos rojos y negros
de sus relucientes entrañas,
y en la vejiga rosada
cual una inmensa flor de peonía.
Lo miré a los ojos
que eran bastante m grandes que los míos
pero más chatos y amarillentos,
los iris reforzados y comprimidos
por papel de aluminio empañado,
a través de los lentes
de mica vieja y rayada.
Se movieron un poco, pero no
para devolverme la mirada.
—Más bien parecía como cuando
un objeto se inclina hacia la luz.
Admiré su cara hinchada,
el armazón de su quijada,
y entonces noté
que de su labio inferior
—si pudiera llamársele a esto labio—
amenazantes, mojados y como armas de guerra,
colgaban cinco viejos trozos de cordel,
o cuatro y un sedal
con el «alacrán» todavía asido,
los cinco grandes anzuelos
firmemente incrustados en su boca.
Un cordel verde, raído hacia el extremo
donde lo rompió, dos cordeles más gruesos,
y un delgado hilo negro
aún torcido por el forcejeo y la dentellada
de cuando se partió y él huyó.
Como medallas con cintas
desgastadas y ondeantes,
cinco pelos de una barba de sabio
colgando de su adolorida quijada.
Lo miré fijamente
y la victoria se apoderó
del pequeño bote alquilado,
desde el charco de la quilla
donde el aceite había desparramado un arcoiris
alrededor del corroído motor
hasta el latón de sacar agua, anaranjado por el óxido,
el banco de remar hendido por el sol,
la chumacera con sus cuerdas,
la borda— ¡todo, todo, todo
se transformó en arcoiris!
Y dejé escapar el pez.

Versión de Orlando José Hernández

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char