domingo, 21 de mayo de 2017

Existía algo exquisitamente doloroso en su figura

NATHANIEL HAWTHORNE

(Salem, EE UU, 1804-Plymouth, id., 1864)

La noche del 3 de febrero de 1850 Nathaniel Hawthorne le leyó a su esposa el final de La letra escarlata, que acababa de terminar de escribir. «La novela le partió el corazón y la mandó a la cama con un tremendo dolor de cabeza», escribió jubiloso a un amigo al día siguiente, «¡lo que me parece un éxito triunfante! A juzgar por su efecto», seguía, «calculo obtener lo que los jugadores de bolos llaman ¡un pleno!». Tras veinticinco años de paciente esfuerzo literario sin éxito, Hawthorne parecía estar a punto de conseguir la fama y la fortuna. Tenía casi cuarenta y seis años y —como revelan los atípicos signos de exclamación de su carta— se sentía febrilmente entusiasmado ante esa perspectiva.

Sus expectativas resultaron acertadas y equivocadas al mismo tiempo. La letra escarlata, aplaudida desde el principio como un clásico literario, continúa ocupando su lugar entre las obras maestras americanas. No obstante, no se vendieron más que 7.800 ejemplares en vida de Hawthorne, quien ganó solo unos 1.500 dólares. Aunque esta no fuera una suma nada desdeñable para la época, desde luego no se tradujo en riqueza. La esperanza del autor de que el libro fuese un «pleno» se vio defraudada, y de hecho nunca logró su objetivo de convertirse en un gran éxito.
Fuente: megustaleer.com
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De La letra escarlata
(Fragmento)

La escena aquella no carecía de esa cierta solemnidad pavorosa que producirá siempre el espectáculo de culpa y la vergüenza en uno de nuestros semejantes, mientras la sociedad no se haya corrompido lo bastante para que le haga reír en vez de estremecerse. Los que presenciaban la deshonra de Ester Prynne no se encontraban en ese caso. Era gente severa y dura, hasta el extremo que habrían contemplado su muerte, si tal hubiera sido la sentencia, sin un murmullo ni la menor protesta; pero no habrían podido hallar materia para chistes y jocosidades en una exhibición como ésta de la que hablamos: y dado el caso de que hubiese habido alguna disposición a convertir el castigo aquel en asunto de bromas, toda tentativa de este género habría sido reprimida con la solemne presencia de personas de tanta importancia y dignidad como el Gobernador y varios de sus consejeros: un juez, un general, y los ministros de justicia de la población, todos los cuales estaban sentados o se hallaban de pie en un balcón de la iglesia que daba a la plataforma. Cuando personas de tanto viso podían asistir a tal espectáculo sin arriesgar la majestad o la reverencia debida a su jerarquía y empleo, era fácil de inferirse que la aplicación de una sentencia legal debía tener un significado tan serio cuanto eficaz; y por lo tanto, la multitud permanecía silenciosa y grave. La infeliz culpable se portaba lo mejor que le era dado a una mujer que sentía fijas en ella, y concentradas en la letra escarlata de su traje, mil miradas implacables. Era un tormento insoportable. 
Hallándose Ester dotada de una naturaleza impetuosa y dejándose llevar de su primer impulso, había resuelto arrostrar el desprecio público, por emponzoñados que fueran sus dardos y crueles sus insultos; pero en el solemne silencio de aquella multitud había algo tan terrible, que hubiera preferido ver esos rostros rígidos y severos descompuestos por las burlas y sarcasmos de que ella hubiera sido el objeto; y si en medio de aquella muchedumbre hubiera estallado una carcajada general, en que hombres, mujeres, y hasta los niños tomaran parte, Ester les habría respondido con amarga y desdeñosa sonrisa. Pero abrumada bajo el peso del castigo que estaba condenada a sufrir, por momentos sentía como si tuviera que gritar con toda la fuerza de sus pulmones y arrojarse desde el tablado al suelo, o de lo contrario volverse loca. Había sin embargo intervalos en que toda la escena en que ella desempeñaba el papel más importante, parecía desvanecerse ante sus ojos, o al menos, brillaba de una manera indistinta y vaga, como si los espectadores fueran una masa de imágenes imperfectamente bosquejadas o de apariencia espectral. Su espíritu, y especialmente su memoria, tenían una actividad casi sobrenatural, y la llevaban a la contemplación de algo muy distinto de lo que la rodeaba en aquellos momentos, lejos de esa pequeña ciudad, en otro país donde veía otros rostros muy diferentes de los que allí fijaban en ella sus implacables miradas. Reminiscencias de la más insignificante naturaleza, de sus juegos infantiles, de sus días escolares, de sus riñas pueriles, del hogar doméstico, se agolpaban a su memoria mezcladas con los recuerdos de lo que era más grave y serio en los años subsecuentes, un cuadro siendo tan vivo y animado como el otro, como si todos fueran de igual importancia, o todos un simple juego. Tal vez era aquello un recurso que instintivamente encontró su espíritu para librarse, por medio de la contemplación de estas visiones de su fantasía, de la abrumadora pesadumbre de la realidad presente. 
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Aquellos que la habían conocido anteriormente y que esperaban contemplarla oscurecida en su desgracia, se quedaron sorprendidos y asombrados al percibir como brillaba su belleza, construyendo un halo sobre la desgracia e ignominia con que la habían envuelto.
 Es cierto, que para cualquier observadora, existía algo exquisitamente doloroso en su figura.
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De El club de los leones
(Fragmento)
Recuerdo haber leído en alguna revista o periódico viejo la historia, relatada como verdadera, de un hombre -llamémoslo Wakefield- que abandonó a su mujer durante un largo tiempo. El hecho, expuesto así en abstracto, no es muy infrecuente, ni tampoco -sin una adecuada discriminación de las circunstancias- debe ser censurado por díscolo o absurdo. Sea como fuere, este, aunque lejos de ser el más grave, es tal vez el caso más extraño de delincuencia marital de que haya noticia. Y es, además, la más notable extravagancia de las que puedan encontrarse en la lista completa de las rarezas de los hombres. La pareja en cuestión vivía en Londres. El marido, bajo el pretexto de un viaje, dejó su casa, alquiló habitaciones en la calle siguiente y allí, sin que supieran de él la esposa o los amigos y sin que hubiera ni sombra de razón para semejante autodestierro, vivió durante más de veinte años. En el transcurso de este tiempo todos los días contempló la casa y con frecuencia atisbó a la desamparada esposa. Y después de tan largo paréntesis en su felicidad matrimonial cuando su muerte era dada ya por cierta, su herencia había sido repartida y su nombre borrado de todas las memorias; cuando hacía tantísimo tiempo que su mujer se había resignado a una viudez otoñal -una noche él entró tranquilamente por la puerta, como si hubiera estado afuera sólo durante el día, y fue un amante esposo hasta la muerte.
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De La máscara de Howe
(Fragmento)

Con el semblante arrebatado de furor, el general desenvainó la espada y enfrentó a la figura embozada antes de que esta última hubiera dado un solo paso. `¡Miserable, desenmascárate -gritó-, o no seguirás adelante!' Sin recular un solo milímetro frente a la espada que le apuntaba al pecho, el desconocido hizo una solemne pausa y bajó el embozo de su capa, aunque no lo bastante come para que los espectadores pudieran ver su semblante. Pero, evidentemente, Sir William Howe alcanzó a ver lo suficiente. La severidad de su rostro dio paso a una mirada de extraña estupefacción, si no de horror, y, retrocediendo varios pasos, dejó caer su espada al suelo.
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Carta de Nathaniel Hawthorne a la Sra. Hawthorne 
(Fragmento)

Es muy extraño (pero no creo poder expresarlo), que, mientras que te amo tanto, y mientras que estoy muy consciente de la profunda unión de nuestros espíritus, aún tengo un pavor por tí que nunca sentí por nadie más. Pavor no es la palabra, tampoco, porque eso puede dar a entender algo severo en tí; está visto que tú deberás descifrarlo por tí misma. Desearía poder poner esto en palabras, no tanto para satisfacerte (porque sé que entenderás) como por mí mismo. Yo supongo que podría tener prácticamente el mismo sentimiento si un ángel fuera a venir del cielo y ser mi queridísimo amigo. Sólo que el ángel podría no tener además la dulzura de la naturaleza humana, la sensación de quién es mezclado con este sentimiento. Puede que eso sea porque, al encontrarte, realmente encuentro un espíritu, mientras las obstrucciones de la tierra han impedido semejante encuentro en todos los demás casos. Pero dejaré el misterio aquí. En un tiempo u otro esto será simple para mí. Pero a mi parecer, esto convierte mi amor en religión. Y es singular, también, que este pavor ( o lo que sea que fuera), no me impide sentir que soy yo quien tiene la respónsabilidad de tí.¿No desearás sublevarte? Oh, no; porque poseo el poder de guiar sólo mientras que te amo. Mi amor me da ese derecho, y tu amor lo consiente. 

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char