domingo, 25 de junio de 2017

Y arrojé al niño al caldero con una tristeza inexpresable

Ambrose Gwinett Bierce

(Meigs, Ohio, Estados Unidos, 1842-México, 1914¿?)

El hombre que no tenía enemigos   
Una Persona Inofensiva que paseaba por un lugar público, fue atacada por un Desconocido, con un Garrote, y severa­mente golpeada.
Cuando el Desconocido con un Garro­te fue sometido a juicio, su víctima dijo al Juez:
–Ignoro por qué me atacó; no tengo un enemigo en el mundo.

–Esa –dijo el acusado– es la razón por la que lo golpeé.

–El prisionero queda absuelto –dijo el juez–; un hombre que no tiene enemigos, no tiene amigos. Los tribunales no se hi­cieron para esta gente.
***
La mujer boba
Una mujer casada cuyo amante quiso abandonarla y escapar, consiguió un revólver y lo mató.
-¿Por qué lo hizo, señora? –preguntó un policía que justo pasaba por allí.
-Porque era un perverso –respondió la mujer casada- y se había comprado un boleto para Chicago.
-Hermana –dijo solemnemente un cura que pasaba por allí-, matarlos no es la forma indicada para impedir que los perversos se vayan a Chicago.
***
Aceite de perro
Me llamo Boffer Bing. Mis respetables padres eran de clase muy humilde: él fabricaba aceite de perro y mi madre tenía un pequeño local junto a la iglesia del pueblo, en donde se deshacía de los niños no deseados. Desde mi adolescencia me inculcaron hábitos de trabajo: ayudaba a mi padre a capturar perros para sus calderos y a veces mi madre me empleaba para hacer desaparecer los «restos» de su labor. Para llevar a cabo esta última tarea tuve que recurrir con frecuencia a mi talento natural, pues todos los guardias del barrio estaban en contra del negocio materno. No se trataba de una cuestión política, ya que los guardias que salían elegidos no eran de la oposición; era sólo una cuestión de gusto, nada más. La actividad de mi padre era, lógicamente, menos impopular, aunque los dueños de los perros desaparecidos le miraban con una desconfianza que, en cierta medida, se hacía extensible a mí. Mi padre contaba con el apoyo tácito de los médicos del pueblo, quienes raras veces recetaban algo que no contuviera lo que ellos gustaban llamar Ol.can. Y es que realmente el aceite de perro es una de las más valiosas medicinas jamás descubiertas. A pesar de ello, mucha gente no estaba dispuesta a hacer un sacrificio para ayudar a los afligidos y no dejaban que los perros más gordos del pueblo jugaran conmigo; eso hirió mi joven sensibilidad, y me faltó poco para hacerme pirata.

Cuando recuerdo aquellos días a veces siento que, al haber ocasionado indirectamente la muerte de mis padres, tuve la culpa de las desgracias que afectaron tan profundamente mi futuro.

Una noche, cuando volvía del local de mi madre de recoger el cuerpo de un huérfano, pasé junto a la fábrica de aceite y vi a un guardia que parecía vigilar atentamente mis movimientos. Me habían enseñado que los guardias, hagan lo que hagan, siempre actúan inspirados por los más execrables motivos; así que, para eludirle, me escabullí por una puerta lateral del edificio, que por casualidad estaba entreabierta. Una vez dentro cerré rápidamente y me quedé a solas con el pequeño cadáver. Mi padre ya se había ido a descansar. La única luz visible era la del fuego que, al arder con fuerza bajo uno de los calderos, producía unos reflejos rojizos en las paredes. El aceite hervía con lentitud y de vez en cuando un trozo de perro asomaba a la superficie. Me senté a esperar que el guardia se fuera y empecé a acariciar el pelo corto y sedoso del niño cuyo cuerpo desnudo había colocado en mi regazo. ¡Qué hermoso era! A pesar de mi corta edad ya me gustaban apasionadamente los niños, y al contemplar a aquel angelito deseé con todo mi corazón que la pequeña herida roja que había sobre su pecho, obra de mi querida madre, hubiera sido mortal.

Mi costumbre era arrojar a los bebés al río que la naturaleza había dispuesto sabiamente para tal fin, pero aquella noche no me atreví a salir de la fábrica por miedo al guardia. «Seguro que si lo echo al caldero no pasará nada —me dije—. Mi padre nunca distinguirá sus huesos de los de un cachorro, y las pocas muertes que pueda ocasionar la administración de un tipo de aceite diferente al incomparable Ol.can. no pueden ser importantes en una población que crece con tanta rapidez.» En resumen, di mi primer paso en el crimen y arrojé al niño al caldero con una tristeza inexpresable.

Al día siguiente, y para asombro mío, mi padre nos informó, frotándose las manos de satisfacción, que había conseguido la mejor calidad de aceite nunca vista y que los médicos a los que había enviado las muestras así lo afirmaban. Añadió que no tenía la menor idea de cómo lo había hecho, pues los perros eran de las razas habituales y habían sido tratados como siempre. Consideré mi deber dar una explicación y eso fue lo que hice, aunque de haber previsto las consecuencias, me habría callado. Mis padres, tras lamentar haber ignorado hasta entonces las ventajas que la fusión de sus respectivos quehaceres suponía, pusieron manos a la obra para reparar tal error. Mi madre trasladó su negocio a una de las alas del edificio de la fábrica y mis obligaciones respecto a ella cesaron: nunca más volvió a pedirme que me deshiciera de los cuerpos de los niños superfluos. Como mi padre había decidido prescindir totalmente de los perros, tampoco hubo necesidad de causarles más sufrimientos. Eso sí, aún conservaban un lugar honorable en el nombre del aceite. Al encontrarme abocado, tan repentinamente, a llevar una vida ociosa, me podría haber convertido en un chico perverso y disoluto, pero no fue así. La santa influencia de mi querida madre siguió protegiéndome de las tentaciones que acechan a la juventud, y además mi padre era diácono de la iglesia. ¡Ay! ¡Y pensar que por mi culpa unas personas tan estimables tuvieran un final tan trágico!

Debido al doble provecho que encontraba en su actividad, mi madre se entregó totalmente a ella. No sólo aceptaba encargos para eliminar bebés no deseados, sino que se acercaba a las carreteras y caminos en busca de niños más crecidos, e incluso adultos, a los que conseguía arrastrar con engaños hasta la fábrica. Mi padre, encantado con la superior calidad del producto, también se dedicaba con diligencia y celo a abastecer sus calderos. La transformación de sus vecinos en aceite de perro llegó a ser, en pocas palabras, la pasión de sus vidas; una codicia absorbente y arrolladora se apoderó de sus almas y pasó a ocupar el lugar antes destinado a la esperanza de alcanzar la Gloria, que, por cierto, también les inspiraba.

Se habían hecho tan emprendedores que llegó a celebrarse una asamblea pública en la que se aprobaron varias mociones de censura contra ellos. El presidente hizo saber que en lo sucesivo los ataques contra la población hallarían una contundente respuesta. Mis pobres padres abandonaron la reunión con el corazón partido, sumidos en la desesperación y creo que algo desequilibrados. A pesar de ello, creí prudente no acompañarles a la fábrica aquella noche y preferí dormir fuera, en el establo.

Hacia la medianoche, un misterioso impulso me hizo levantarme y espiar a través de una ventana el cuarto en el que, junto al horno, mi padre dormía. Los fuegos ardían vivamente, como si la cosecha del día siguiente fuera a ser abundante.

Uno de los enormes calderos hervía lentamente, con un misterioso aire de contención, en espera de la hora propicia para desplegar todas sus energías. La cama estaba vacía: mi padre se había levantado y, en camisón, estaba haciendo un nudo en una soga. Por las miradas que lanzaba hacia la puerta de la habitación de mi madre, adiviné lo que estaba tramando. Mudo e inmóvil por el terror, no supe qué hacer para evitarlo. De pronto, la puerta de la alcoba se abrió sin hacer el menor ruido y los dos, algo sorprendidos, se encontraron. Mi madre también estaba en camisón y blandía en la mano derecha su herramienta de trabajo: una larga daga de hoja estrecha.

Ella, como mi padre, no estaba dispuesta a quedarse sin la única oportunidad que la actitud poco amistosa de los ciudadanos y mi ausencia le dejaban. Por un instante sus miradas encendidas se cruzaron e inmediatamente saltaron el uno sobre el otro con una furia indescriptible. Lucharon por toda la habitación como demonios: mi madre gritaba y pretendía clavar la daga a mi padre, que profería maldiciones e intentaba ahogarla con sus grandes manos desnudas. No sé durante cuánto tiempo tuve la desgracia de contemplar aquella tragedia familiar pero, por fin, después de un forcejeo particularmente violento, los combatientes se separaron de pronto.

El pecho de mi padre y la daga mostraban pruebas de haber entrado en contacto. Durante un momento mis progenitores se miraron de la forma más hostil; entonces, mi pobre padre, malherido, al sentir la proximidad de la muerte, dio un salto hacia delante y, sin prestar atención a la resistencia que ofrecía, agarró a mi madre en brazos, la llevó hasta el caldero hirviente y, sacando fuerzas de flaqueza, se precipitó con ella en su interior. En solo un instante los dos desaparecieron y su aceite se unió al del comité de ciudadanos que habían traído la citación para la asamblea del día anterior.

Convencido de que estos desafortunados acontecimientos me cerraban todas las puertas para llevar a cabo una carrera honrada en aquel pueblo, me trasladé a la conocida ciudad de Otumwee, desde donde escribo estos recuerdos con el corazón lleno de remordimiento por aquel acto insensato que dio lugar a un desastre comercial tan espantoso.
***
Un diagnóstico de muerte
—No soy tan supersticioso como algunos de tus doctores de ciencia, como te has complacido en afirmar —dijo Hawver, replicando una acusación que no había sido hecha— Algunos de ustedes, sólo algunos, admito, creen en la inmortalidad del alma, y en apariciones que tu no tienes la honestidad de llamar fantasmas. No diré que tengo la convicción que los vivos pueden ser vistos donde no están, en sitios donde han caminado, donde vivieron, quizás tan intensamente, como para dejar sus impresiones en todo lo que los rodea. Lo se, ciertamente, es posible que un ambiente pueda ser tan afectado por la personalidad de una persona como para impresionar, mucho después, una imagen de uno mismo a los ojos de otro. Indudablemente la personalidad impresa tiene que ser el tipo justo de personalidad y los ojos perceptores tienen que ser el tipo justo de ojos, los míos por ejemplo.

—Si, el tipo justo de ojos, impresiones convincentes del lugar erróneo del cerebro. —dijo el Dr. Frayley, sonriendo.

—Gracias; uno disfruta al tener sus elucubraciones confirmadas; esto es en réplica de lo que yo supongo que haría alguien civilizado.

—Perdón, pero dices que lo sabes. Es algo fácil de afirmar, ¿no lo crees? Quizás tu no pensarás en el problema de decirme como lo supiste.

—Tu lo llamarías una alucinación —dijo Hawver— pero no es tal cosa.

Y le contó la historia.

El último verano, como sabes, fui a pasar la temporada a la ciudad de Meridian. Los parientes cuya casa intentaba habitar estaban enfermos, así que busqué otros cuartos. Luego de algunas dificultades renté una de las habitaciones vacantes que había sido ocupada por un excéntrico doctor llamado Mannering, quien se había ido varios años atrás. Él había construido una casa y había vivido allí durante diez años, acompañado por un viejo sirviente. Su práctica, no muy extensa, lo tuvo ocupado durante algunos años. Él también se vio abstraído de la vida social y se convirtió en un recluso. Me lo contó un doctor del pueblo, que fue la única persona que tuvo alguna relación con él, que durante su retiro, se hizo devoto de una única línea de estudio, el resultado de lo que él expuso en un libro que no fue recomendado a la aprobación de sus colegas médicos, quienes, sin embargo le consideraron no enteramente sano.

No he visto el libro y no puedo recordar su título, pero me dijo que exponía una extraña teoría. Él decía que era posible que una persona de buena salud pudiera pronosticar su propia muerte con precisión, varios meses antes del evento. El límite, creo, eran dieciocho meses. Hubo cuentos locales sobre que había ejercido sus poderes de pronóstico, que quizás tu llames diagnóstico; y que las personas a las que advirtió el deceso, murieron súbitamente en el plazo fijado, sin causa conocida. Todo esto, por cierto, no tiene nada que ver con lo que te dije; pienso que puede divertir a un médico.

La casa estaba amueblada, como él había vivido ahí. Era una oscura morada para alguien que había sido un recluso más que un estudiante, y creo que me dio algo de su carácter, quizás algo del carácter de su anterior ocupante; siempre sentí una cierta melancolía que no estaba en mi disposición natural, según creo, debido a la soledad. No tenía sirvientes que durmieran en la casa, pero siempre tuve la adicción, como tu sabes, a la lectura. Cualquiera que fuera la causa, el efecto fue un rechazo y un sentido de mal inminente; esto fue especialmente en el estudio del Dr. Mannering, a pesar de que esta habitación era una de las más luminosas y aireadas de la casa. El retrato de tamaño real del doctor parecía dominarlo completamente. No había nada inusual en la foto; el hombre evidentemente lucía bien, unos cincuenta años de edad, con un cabello gris metalizado, una cara recién afeitada y unos ojos oscuros y serios. Algo en la imagen siempre absorbía mi atención. La apariencia del hombre se convirtió en familiar para mí, hasta podría decir que me hechizó.

Una tarde estaba paseando a través de esta habitación para ir a mi dormitorio, con una lámpara (no había gas en Meridian). Me paré, como era usual, frente al retrato, que parecía a la luz de la lámpara cobrar una nueva expresión, no fácilmente descriptible, pero realmente escalofriante. Me interesé pero no me inquieté. Moví la lámpara de un lado a otro y observé los efectos de alterar el punto de iluminación. Mientras estaba tan absorto sentí un impulso en voltearme. Y cuando lo hice ¡observé a un hombre que se movía a través de la habitación y se dirigía hacia donde yo estaba!

Tan pronto como él se acercaba a la lámpara su rostro se iluminó, y vi que era el Dr. Mannering en persona; ¡era como si el retrato estuviera caminando!

Le pido disculpas —dije, algo fríamente—, pero si usted golpeó no lo escuché.

Él me pasó, dentro de una braza, extendió su dedo índice como en advertencia, y sin una palabra, se marchó de la habitación, a pesar de que observé su ida no más que lo que vi su entrada.

Por supuesto, no necesito decirte que esto puede ser lo que tu llamarías una alucinación y lo que yo llamo una aparición. Esta habitación tiene solo dos puertas, una de las cuales estaba cerrada; la otra llevaba al dormitorio, desde donde no había otra salida. Mi sentimiento sobre esto es que no es una parte importante del incidente.

Indudablemente esto te parecerá un lugar común. Si así fuera, no te lo habría contado, aún si hubiera sido verdad. Pero el hombre no está muerto; lo conocí hoy mismo en la Calle Unión. Me cruzó entre una multitud.

Hawver finalizó su historia y ambos hombres se quedaron callados. El Dr. Frayley distraídamente golpeó la mesa con sus dedos.

—¿Te dijo algo hoy —preguntó—, alguna cosa que te haya hecho inferir que no estaba muerto?

Hawver lo miró fijamente y no respondió.

—Tal vez —continuó Frayley—, él hizo alguna señal, un gesto, alzó un dedo. Es un truco que él tenía, un hábito cuando decía algo serio, anunciando el resultado de un diagnóstico, por ejemplo.

—Si, lo hizo, su aparición lo hizo. Pero, ¡por Dios! ¿Lo conocías?

Hawver estaba poniéndose aparentemente nervioso.

—Lo conocí. Leí su libro, como todo médico de hoy en día. Es una de las más importantes contribuciones del siglo a la ciencia de la Medicina. Si, lo conocí; lo traté en su enfermedad durante los últimos tres años. Él murió.

Hawver buscó una silla, visiblemente incómodo. Dio un par de zancadas y se sentó. Luego se dirigió a su amigo, y en una voz no muy clara, dijo:

—Doctor, ¿tiene usted algo para decirme como médico?

—No, Hawver; tú eres el hombre más saludable que conocí. Como amigo te recomiendo que vayas a tu habitación. Tocas el violín como un ángel. Tócalo, toca algo alegre y jovial. Ten este maldito asunto fuera de tu mente.

Al siguiente día Hawver fue hallado muerto en su habitación, el violín en su cuello, el arco sobre las cuerdas, su música se escuchó antes de la Marcha Fúnebre de Chopin.


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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char