Giacomo Leopardi
(Recanati, Italia, 1798-Nápoles, id., 1837)
Canto nocturno de un pastor errante de Asia
¿Qué haces tú, luna, en el cielo? Dime, ¿qué haces, silenciosa luna?
Sales de noche, y vas,
contemplando los desiertos; luego te escondes.
¿Aún no estás contenta
de recorrer las sempiternas vías?
¿Aún no te has cansado, aún te gusta
contemplar estos valles?
Se asemeja a tu vida
la vida del pastor.
Sale con el alba;
conduce el grey por el campo, y ve
rebaños, fuentes y praderas;
luego agotado reposa por la noche:
no espera nada más.
Dime, ¡oh luna!: ¿A qué le sirve
al pastor su vida, y a vosotros la vuestra?
dime: ¿A dónde lleva mi breve vagar,
y tu camino inmortal?
Viejecillo, canoso, enfermo,
harapiento y descalzo,
con una carga pesadísima en los hombros,
por montes y valles,
por peñascos, parameras, matorrales
al viento, en la tormenta, y cuando arde
la hora, y cuando luego hiela,
se va, corre, ansía,
cruza charcos y torrentes,
cae, se levanta, se apresura aún más,
sin pausa ni reparo,
herido, ensangrentado; hasta que llega
allí donde el camino,
y donde el tanto fatigar destino encuentran:
Abismo hórrido, inmenso,
donde él precipitando, todo lo olvida
Virgen luna, tal
es tu vida mortal.
Nace el hombre a duras penas
y es un riesgo de muerte el nacimiento.
Siente pena y tormento
como primera cosa; y desde el principio
la madre y el padre
lo consuelan por haber nacido.
Después, mientras crece,
el uno y el otro lo sostienen, y así siempre
con actos y con palabras
se esfuerzan de darle ánimo
y de la condición humana lo consuelan:
no hay otro oficio más grato
para los padres que cuidar a su prole.
¿Por qué dar vida,
por qué mantener en vida
a quien habrá que consolar por ella?
Si la vida es desdicha
¿Por qué la soportamos?
Intacta luna, tal
es el estado mortal.
Mas tú mortal no eres,
y tal vez de mi decir poco te importa.
Tú, solitaria, eterna peregrina
acaso entiendas, tú, tan pensativa
este vivir terreno, nuestro padecer, el suspirar, lo que es;
que sea esto morir, este supremo
palidecer del semblante,
y perecer de la tierra, y desvanecer
de aquellos que amábamos y que nos amaban
Y tú cierto comprendes
el porqué de las cosas, y ves el fruto
del día, de la noche
del tácito, infinito andar del tiempo.
Tú sabes, sin duda, a cuál dulce amor suyo
ríe la primavera,
a quién es útil el ardor, y qué procura
el invierno con sus hielos.
Mil cosas sabes tú,
miles descubres,
que están ocultas al humilde pastor.
A menudo, cuando te miro
estar tan muda sobre el desierto llano,
que en su lejano horizonte, se une con el cielo;
o bien con mi rebaño me sigues viajando poco a poco;
y cuando miro en el cielo arder las estrellas;
digo dentro de mí:
¿Para qué tantas luces?
¿Qué hace el aire infinito, y la profunda
serenidad infinita? ¿Qué signifíca esta
soledad inmensa? ¿Y yo qué soy?
Así hablo a mí mismo: y del universo
ilimitado y soberbio,
y de la innumerable familia;
luego de tanto afanarse, de tantos movimientos
de cuerpos celestes, de cada terrena cosa
que giran sin detenerse
para volver siempre al punto de partida;
ninguna utilidad, ningún fruto
sé adivinar. Mas tú por cierto,
jovencita inmortal, todo lo sabes.
Esto yo sé y comprendo
que de los eternos movimientos,
que de mi frágil existencia
algún beneficio o placer
otros hallarán; para mí la vida es dolor.
¡Oh rebaño mío qué feliz reposas,
que tu miseria, creo, no conoces!
¡Cuánta envidia te tengo!
No sólo porque de afanes
casi libre vas;
que cada dificultad, cada sufrimiento
cada miedo extremo de inmediato olvidas;
y porque el tedio jamás lo pruebas.
Cuando te tumbas a la sombra, sobre el prado
estás quieta y contenta;
y gran parte del año
lo transcurres así sin aburrirte.
Yo también me siento sobre el prado, a la sombra,
pero un pensamiento me agobia
la mente, y un aguijón me roe
así que, aún sentado, estoy lejos más que nunca
de encontrar paz o descanso.
Y nada deseo,
y hasta ahora ninguna razón de llanto tengo.
Lo que tú goces o cuánto,
no sé decir; pero tú afortunada eres.
Yo poco feliz me siento,
¡oh rebaño mío, ni de esto sólo me lamento.
Si tú pudieses hablar, yo te preguntaría:
dime: ¿Por qué yaciendo
sin cuidado y ocioso,
todo animal descansa
mas si yo reposo, el tedio me asalta?
Tal vez, si tuviera alas
para volar sobre las nubes
y contar las estrellas una a una,
o como el trueno errar de cumbre en cumbre,
más feliz sería, dulce rebaño mío,
más feliz sería, cándida luna.
O tal vez, equivocado está,
considerando el destino de otros, mi pensamiento;
tal vez en toda forma, en todo
estado que se encuentre, en una cueva o en una cuna,
funesto es a quien nace el día del nacimiento.
Traducción de Marcela Filippi P.
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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char
No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char
René Char
No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
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