jueves, 5 de octubre de 2017

La calma abierta de la tarde

Esther Zarraluki
(Barcelona, España, 1956)

El secreto enraizó. La luz que se colaba por las rendijas lo vio crecer. Brillaba como las baratijas que los niños entierran en el jardín. Mientras, en los otros campos crecía la cosecha. Yo cuidé el mío.

Ellos pusieron la sopa en mi plato,
la verdura
y el zumbido por la noche
la hilera de pastillas
el teléfono.

El olor de la vejez.
Leo la vida de los maestros y pienso
en la mesa preparada para su cena,
en el esfuerzo
con que
cogieron la cuchara,
atrapados también.
***
Abres la puerta... 

Abres la puerta
como si atrás quedara un accidente.
La calle está en orden. La bondad de las acacias
cae desde lo alto y deja las aceras sembradas.
Mujeres limpian pescado y ríen
enseñándose su presa.
—Mira, aún vive.
Vas donde ellas explican las mañanas,
el paso rápido, la conjura de los dientes,
gotas de leche en el embozo.
—Acércate, aún vive.
Una canción bucea el aire
desde la esquina que ocupa el muchacho
atento:
hielo liso
un paraíso
para el que bien sabe bailar.
Tintinean las monedas,
el peso tiñe el cuello de las camisas,
roce de rodillas, un paseo
hacia la noche.
Y en la esquina una estudiante sonríe
y el muchacho se pregunta si
pondrá los labios donde pide.

El agua ya encharca el suelo.
Un canturreo barre la calle.
Los helicópteros buscan un trozo de tierra
y niños los devuelven al aire, arriba, arriba.
***
Atardece. Noticias desmienten...

Atardece. Noticias desmienten
la calma frente a mi casa.
Tristona y hermosa
abre su bocadillo a desgana
y parte en dos los escalones
de la entrada, los desagües tendidos
hacia el barranco, el viejo cuidado.
Se enseña con el cansancio de un largo
trayecto, la frente contra el cristal.
Veo sus ojos entornados
y el hondo pecho
respira ante mí.
Y una mano alegre me empuja hacia ella,
hacia los escalones, hacia la calma
de la tarde, la calma abierta de la tarde.
***
Las pescateras

Las pescateras
remueven el hielo

hablan con el cliente y piensan 
en sus cosas, algunas
con los pezones duros bajo
el milagro de sus puntillas.

de noche aman sus carnes

tiran las cabezas al suelo
descaman la piel
con encías inocentes

asoman sus uñas rojas cuando
destripan el pez y
le cambian el nombre

el poema se les parece. 

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char