martes, 30 de enero de 2018

Feroz y placentero hasta hacer perder el sentido, pero lleno de microbios.

Amos Oz

(Jerusalén, Israel, 1939)
De Una historia de amor y oscuridad
(Fragmentos)

Para mostrar sentimientos colectivos no tenían ninguna dificultad, eran personas sensibles y sabían hablar. Y cómo hablaban, podían pasarse tres o cuatro horas discutiendo acaloradamente sobre Nietzsche, Stalin, Freud, Jabotinsky, dejarse el alma en ello, llegar a llorar de emoción, cantar
sobre el colonialismo, el antisemitismo, la justicia, la «cuestión de la tierra», la «cuestión de la mujer», la «cuestión del arte frente a la vida». Pero, cuando intentaban expresar un sentimiento personal, siempre salía algo contraído, árido, quizás incluso atemorizado, fruto de generaciones y generaciones bajo la represión y la prohibición. Prohibiciones en un doble sentido: la educación burguesa europea multiplicaba las trabas del provincianismo religioso judío. Casi todo estaba «prohibido» o era «inaceptable» o «inadecuado».
Por otra parte, en aquella época había una gran carencia de palabras: el hebreo no era aún una lengua natural, y por supuesto no era una lengua íntima, era difícil saber lo que ibas a decir cuando hablabas hebreo. Nunca podían estar seguros de no hacer el ridículo, y ese miedo al ridículo los atemorizaba día y noche. Tenían un miedo mortal. Incluso personas como mis padres, que sabían bastante bien hebreo, no lo dominaban del todo. Hablaban hebreo con temor a la imprecición, se repetían frecuentemente,
intentando expresar de nuevo lo que acababan de decir: tal vez se sienta así un conductor miope que va de noche por las callejuelas de una ciudad extraña en un vehículo que no conoce.
Una vez vino una amiga de mi madre, una maestra llamada Lilia Bar Samka, a pasar con nosotros el Shabbat. Durante la conversación, la invitada no dejaba de repetir «estoy horrorizada», y una vez o dos dijo también «él se encuentra en una situación horrorosa»; yo me partía de la risa, porque para mí el verbo «horrorizar» significaba «tirarse pedos», y ellos no entendieron la gracia, o la entendieron e hicieron como que no la entendían. Lo mismo ocurría cuando decían que la tía Clara siempre estropeaba las patatas fritas, pues para mí «estropear» significaba «cagarla», o cuando mi padre hablaba de la carrera armamentística de las superpotencias o se mostraba totalmente contrario a la decisión de la OTAN de armar, un verbo que para mí significaba «joder», a Alemania para disuadir a Stalin.
Mi padre, por su parte, se enfadaba cada vez que yo usaba la palabra «engañar», una palabra completamente inocente; no entendía por qué le irritaba y él, por supuesto, no me lo explicó, y no se podía preguntar. Al cabo de los años supe que antes de nacer yo, en los años treinta, «engañar» significaba dejar a una mujer embarazada, y no sólo eso, sino dejarla embarazada y no casarse con ella. La expresión «engañarla» quería decir en ocasiones, simplemente, acostarse con ella: «Esa noche en el almacén la engañó dos veces y por la mañana, el muy canalla, hizo como que no la conocía». Y, por eso, si yo decía: «Uri ha engañado a su hermana», mi padre hacía una mueca y fruncía la nariz. Obviamente nunca me lo explicó, ¿cómo iba a hacerlo? En los momentos íntimos ellos no hablaban en hebreo. Y en los momentos más íntimos no hablaban en absoluto. Permanecían callados. La sombra del miedo a parecer o sonar ridículo se cernía sobre todo. 
***
Una vez, cuando tenía siete u ocho años, mientras íbamos sentados en la penúltima fila del autobús de camino a la clínica o a una zapatería infantil, mi madre me dijo que es cierto que los libros pueden cambiar con los años igual que las personas cambian con el tiempo, pero que la diferencia está en que casi todas las personas al final te abandonan a tu suerte, cuando llega un día en que no obtienen de ti ningún provecho o ningún placer o ningún interés o al menos algún buen sentimiento, mientras que los libros jamás te abandonan. Tú los abandonas a ellos a veces, y a algunos incluso los abandonas durante muchos años, o para siempre. Pero ellos, los libros, aunque los hayas traicionado, jamás te dan la espalda: en completo silencio y con humildad te esperan en la estantería. Te esperan incluso decenas de años. No se quejan. Hasta que una noche, cuando de pronto necesitas uno, aunque sea a las tres de la madrugada, aunque sea un libro que has rechazado y casi has borrado de tu mente durante muchos años, no te decepciona y baja de la estantería para estar contigo en ese duro momento. No echa cuentas, no inventa excusas, no se pregunta si le conviene, si te lo mereces o si aún tienes algo que ver con él, sencillamente acude de inmediato cuando se lo pides. Jamás te traiciona.
***
 A veces, cuando pasábamos por la calle Ben Yehuda o por la avenida Ben Maimón, mi padre me susurraba: «Mira, por ahí va un intelectual de renombre». Yo no sabía a qué se refería. Creía que el renombre tenía que ver con una enfermedad de las piernas, pues muchas veces se trataba de un anciano, cuyo bastón le precedía tanteando la calle y cuyas piernas vacilaban ligeramente, vestido incluso en verano con un grueso traje de lana.
***
Al final murió de un ataque al corazón; eso es un hecho. Pero no fue el ataque al corazón sino su limpieza lo que la mató. O no fue la limpieza, sino sus deseos secretos. O no fueron sus deseos, sino el terrible terror a los deseos. O no fueron la limpieza ni sus deseos, ni tampoco el terror a los deseos, sino precisamente su rabia eterna e inconfesable hacia ese terror, una rabia reprimida, una rabia perniciosa, como una infección mal curada, rabia contra su cuerpo, rabia contra sus deseos, y también otro tipo de rabia más profunda, rabia por rechazar sus deseos, una rabia turbia, venenosa, rabia contra el aislamiento y la reclusión, años y años de duelo secreto por el tiempo yermo que pasa y por el cuerpo que se seca y por el deseo del cuerpo, ese deseo lavado miles de veces y enjabonado hasta reprimirlo, desinfectado, frotado y hervido, el deseo de ese Levante sucio, sudoroso, feroz y placentero hasta hacer perder el sentido, pero lleno de microbios.

De Una historia de amor y oscuridad, traducción de Raquel García Lozano, Siruela, Madrid, 2004.

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char