miércoles, 25 de abril de 2018

Cuando tú, mi poesía, lees poesía

Juan Rodolfo Wilcock

(Buenos Aires, Argentina, 1919-Viterbo, Italia, 1978)



Cuando tú, mi poesía, lees poesía,
se oscurece el cielo de una verde luz,
la gente escapa de la orilla del mar
por una impresión remota de tormenta
o de litigio entre los elementos;
enarbolan llamas los cables del tranvía
y un gran silencio baja sobre la ciudad:
es la poesía que se contempla a sí misma.
Lees palabras de un tiempo desaparecido,
de un presente que se desmorona sin pausa
velozmente en el informe pasado,
de un rey y coronas, jardines y guerras,
tú, que eres la corona de todo imperio
y el jardín del mundo conocido
y la guerra de sentidos de la naturaleza,
lees "¿quién creerá en mis versos en el porvenir
si digo ahora todo tu valor?"*,
y sucede en ese momento que esos versos,
como una flecha arrojada hacia los siglos,
alcanzan a quien un día los inspiró.
Y entonces, lo oscuro verde se hace total,
la gente se guarece, agobiada,
y en un silencio como de terremoto,
se alza la luna sobre los Castillos Romanos
y lentamente gira todo hacia el azul,
mientras tú, mi poesía, lees poesía.

De Italienisches Liederbuch. 
Milano, Rizzoli, 1974
Versión de Jorge Aulicino
**
*Soneto XVII

¿Quién creerá en el futuro a mis poemas
si los colman tus méritos tan altos?
Y soy, lo sabe Dios, como una tumba
que esconde y muestra apenas tus virtudes.

Si pudiera nombrar tus bellos ojos
y en metros nuevos numerar tus gracias,
diría el porvenir: “Miente el poeta,
son rasgos celestiales y no humanos”.

Se haría burla de mis viejos pliegos
como de los ancianos charlatanes,
sería la evidencia “un rapto lírico”,
“verso inflamado de canción antigua”.

Mas si entonces viviera un hijo tuyo,
mis versos y él dos vidas te darían.


Sonetos (William Shakespeare)
Traducción de Christian Law Palacín, Bartleby Editores, 2009.

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
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No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char