miércoles, 1 de agosto de 2018

La ancianidad tiene todavía su honra y su trabajo



Alfred Tennyson
(Somersby, Lincolnshire, Inglaterra,1809- LurgashallSussex OccidentalInglaterra,1892)


La estrofa final de este poema aparece inscrita en una cruz de madera levantada en el estrecho de McMurdo, en la Antártida, recordando al explorador Robert Falcon Scott y su expedición, que murieron en el Polo Sur en 1912.

Ulises

De nada sirve que viva como un rey inútil 
junto a este hogar apagado, entre rocas estériles, 
el consorte de una anciana, inventando y decidiendo 
leyes arbitrarias para un pueblo bárbaro, 
que acumula, y duerme, y se alimenta, y no sabe quién soy. 
No encuentro descanso al no viajar; quiero beber 
la vida hasta las heces. Siempre he gozado 
mucho, he sufrido mucho, con quienes 
me amaban o en soledad; en la costa y cuando 
con veloces corrientes las constelaciones de la lluvia 
irritaban el mar oscuro. He llegado a ser famoso; 
pues siempre en camino, impulsado por un corazón hambriento, 
he visto y conocido mucho: las ciudades de los hombres 
y sus costumbres, climas, consejos y gobiernos, 
no siendo en ellas ignorado, sino siempre honrado en todas; 
y he bebido el placer del combate junto a mis iguales, 
allá lejos, en las resonantes llanuras de la lluviosa Troya. 
Formo parte de todo lo que he visto; 
y, sin embargo, toda experiencia es un arco a través del cual 
se vislumbra un mundo ignoto, cuyo horizonte huye 
una y otra vez cuando avanzo. 
¡Qué fastidio es detenerse, terminar, 
oxidarse sin brillo, no resplandecer con el ejercicio! 
Como si respirar fuera la vida. Una vida sobre otra 
sería del todo insuficiente, y de la única que tengo 
me queda poco; pero cada hora me rescata 
del silencio eterno, añade algo, 
trae algo nuevo; y sería despreciable 
guardarme y cuidarme el tiempo de tres soles, 
y refrenar este espíritu ya viejo, pero que arde en el deseo 
de seguir aprendiendo, como se sigue a una estrella que cae, 
más allá del límite más extremo del pensamiento humano. 

Éste es mi hijo, mi propio Telémaco, 
a quien dejo el cetro y esta isla. 
Lo quiero mucho; tiene el criterio para triunfar 
en esta labor, para civilizar con prudente paciencia 
a un pueblo rudo, y para llevarlos lentamente 
a que se sometan a lo que es útil y bueno. 
Es del todo impecable, dedicado completamente 
a los intereses comunes, y se puede confiar 
en que sea compasivo y cumpla los ritos 
con que se adora a los dioses tutelares 
cuando me haya ido. Él hace lo suyo, yo, lo mío. 

Allí está el puerto; el barco extiende sus velas; 
allí llama el amplio y oscuro mar. Vosotros, mis marineros, 
almas que habéis trabajado y sufrido y pensado junto a mí, 
y que siempre tuvisteis una alegre bienvenida 
tanto para los truenos como para el día despejado, recibiéndolos 
con corazones libres e inteligencias libres, vosotros y yo hemos envejecido. 
La ancianidad tiene todavía su honra y su trabajo. 
La muerte lo acaba todo: pero algo antes del fin, 
alguna labor excelente y notable, todavía puede realizarse, 
no indigna de quienes compartieron el campo de batalla con los dioses. 
Las estrellas comienzan a brillar sobre las rocas: 
el largo día avanza hacia su fin; la lenta luna asciende; los hondos 
lamentos son ya de muchas voces. Venid, amigos míos. 
No es demasiado tarde para buscar un mundo nuevo. 
Zarpemos, y sentados en perfecto orden hiramos 
los resonantes survos, pues me propongo 
navegar más allá del poniente y el lugar en que se bañan 
todos los astros del occidente, hasta que muera. 
Es posible que las corrientes nos hundan y destruyan; 
es posible que demos con las Islas Venturosas, 
y veamos al gran Aquiles, a quien conocimos. 
A pesar de que mucho se ha perdido, queda mucho; y, a pesar 
de que no tenemos ahora el vigor que antaño 
movía la tierra y los cielos, lo que somos, somos: 
un espíritu ecuánime de corazones heroicos, 
debilitados por el tiempo y el destino, pero con una voluntad decidida 
a combatir, buscar, encontrar y no ceder. 

Versión de Randolph D. Pope 

***
La hija del molinero

Esa es la chica del molino
y tan linda, tan linda se hizo,
que quisiera yo ser el pendiente
que en la oreja le tiembla:
pues, oculto en sus bucles noche y día,
rozaría su cuello tibio y blanco.

Ser el cinto quisiera
de su talle tan fino, tan fino:
su corazón daría contra mí sus latidos,
dolorido o alegre;
si late como debe yo sabría,
abrazando su talle, muy apretado siempre.
Ser un collar quisiera
y así mecerme todo el día
en su seno aromado,
a una con su risa y sus suspiros :
y tan leve, tan leve allí estuviera,
que por la noche apenas me desabrocharía.

Versión de Màrie Manent

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char