viernes, 18 de octubre de 2013

Estaba en hambre, atareada en sensaciones

MÓNICA MELO
A. Rodin: La danaïde
(Buenos Aires, Argentina, 1969. Desde 2006 imparte clases de español en la Universidad Tongling, China)



Dos amigas

Nadie enciende una lámpara para ocultarla debajo de la mesa. Jesús


Amanecí desnuda, diríase que con la luz sobre los ojos y más tibia. Por primera vez mi cuerpo era del alma. El corazón disperso entre las manos. Tan brillante mi deleite, en las muñecas y en la boca la sonrisa en gritos como un santo que vivió revelaciones, ese canto de agua que disfruta un pájaro en silencio, la tensión plácidamente rota, sorprendida, alucinada.

El alcohol me había ayudado a desvestirla, la besé de nuevo y la encontré más bella.

No tengo que olvidarme de esto, dije varias veces, y una vez en voz muy alta, en idiomas sin saliva o paladar hasta ese instante, no debo olvidarme de esto. Estaba en hambre, atareada en sensaciones, si era un sueño tenía que encontrar aquella rosa de Novalis; y si no, ya estaba en el paraíso y ese sabor de piel y mar eran las pruebas, tal como el rouge de su cintura, en las almohadas y en sus párpados que, inciertos, se dormían.

Prométeme que no se lo dirás a nadie, dijo. Prométeme que. Tan solo y cuando y nunca entonces. Ciérrame ahora el nombre en el vestido, debo volver a presentarme sola. Amigas siempre, al cruzar la puerta.

La mano cayó, resbalando por mi pelo. Un beso en los nudillos y no volvió siquiera al cruce de su yema sobre el hombro.

Me herí de golpe tras el tiempo que jamás me ha sido breve.

Ser del silencio no aceptaré como destino, menos que letra, elemental vocabulario.

La mirada de los otros no hace más suave los permisos ni más áspero el dolor de así saberme. (No tengo que olvidar que es una flecha, no la sangre). Mi lámpara ha girado sobre el cuerpo.

El amor se vive en luz, la madera de mi mesa, a veces, cruje. Y no soporta más verdad que el de partirse.

No hay comentarios:

Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char