(Buenos Aires, Argentina, 1969. Desde 2006 imparte clases de español en la Universidad Tongling, China)
Dos amigas
Nadie enciende una lámpara para ocultarla debajo de la mesa. Jesús
Amanecí desnuda, diríase que con la luz sobre los ojos y más tibia. Por primera vez mi cuerpo era del alma. El corazón disperso entre las manos. Tan brillante mi deleite, en las muñecas y en la boca la sonrisa en gritos como un santo que vivió revelaciones, ese canto de agua que disfruta un pájaro en silencio, la tensión plácidamente rota, sorprendida, alucinada.
El alcohol me había ayudado a desvestirla, la besé de nuevo y la encontré más bella.
No tengo que olvidarme de esto, dije varias veces, y una vez en voz muy alta, en idiomas sin saliva o paladar hasta ese instante, no debo olvidarme de esto. Estaba en hambre, atareada en sensaciones, si era un sueño tenía que encontrar aquella rosa de Novalis; y si no, ya estaba en el paraíso y ese sabor de piel y mar eran las pruebas, tal como el rouge de su cintura, en las almohadas y en sus párpados que, inciertos, se dormían.
Prométeme que no se lo dirás a nadie, dijo. Prométeme que. Tan solo y cuando y nunca entonces. Ciérrame ahora el nombre en el vestido, debo volver a presentarme sola. Amigas siempre, al cruzar la puerta.
La mano cayó, resbalando por mi pelo. Un beso en los nudillos y no volvió siquiera al cruce de su yema sobre el hombro.
Me herí de golpe tras el tiempo que jamás me ha sido breve.
Ser del silencio no aceptaré como destino, menos que letra, elemental vocabulario.
La mirada de los otros no hace más suave los permisos ni más áspero el dolor de así saberme. (No tengo que olvidar que es una flecha, no la sangre). Mi lámpara ha girado sobre el cuerpo.
El amor se vive en luz, la madera de mi mesa, a veces, cruje. Y no soporta más verdad que el de partirse.
Nadie enciende una lámpara para ocultarla debajo de la mesa. Jesús
Amanecí desnuda, diríase que con la luz sobre los ojos y más tibia. Por primera vez mi cuerpo era del alma. El corazón disperso entre las manos. Tan brillante mi deleite, en las muñecas y en la boca la sonrisa en gritos como un santo que vivió revelaciones, ese canto de agua que disfruta un pájaro en silencio, la tensión plácidamente rota, sorprendida, alucinada.
El alcohol me había ayudado a desvestirla, la besé de nuevo y la encontré más bella.
No tengo que olvidarme de esto, dije varias veces, y una vez en voz muy alta, en idiomas sin saliva o paladar hasta ese instante, no debo olvidarme de esto. Estaba en hambre, atareada en sensaciones, si era un sueño tenía que encontrar aquella rosa de Novalis; y si no, ya estaba en el paraíso y ese sabor de piel y mar eran las pruebas, tal como el rouge de su cintura, en las almohadas y en sus párpados que, inciertos, se dormían.
Prométeme que no se lo dirás a nadie, dijo. Prométeme que. Tan solo y cuando y nunca entonces. Ciérrame ahora el nombre en el vestido, debo volver a presentarme sola. Amigas siempre, al cruzar la puerta.
La mano cayó, resbalando por mi pelo. Un beso en los nudillos y no volvió siquiera al cruce de su yema sobre el hombro.
Me herí de golpe tras el tiempo que jamás me ha sido breve.
Ser del silencio no aceptaré como destino, menos que letra, elemental vocabulario.
La mirada de los otros no hace más suave los permisos ni más áspero el dolor de así saberme. (No tengo que olvidar que es una flecha, no la sangre). Mi lámpara ha girado sobre el cuerpo.
El amor se vive en luz, la madera de mi mesa, a veces, cruje. Y no soporta más verdad que el de partirse.
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