domingo, 10 de noviembre de 2013

En la voz de mi amigo había un delgado hilo de pena

ROBERT HASS

(San Francisco, EE.UU., 1941)

Meditación en Lagunitas

El nuevo pensamiento es todo pérdida.
En eso se parece al antiguo pensamiento.
La idea, por ejemplo, de que cada particular borra
la luminosa claridad de una idea general.
Que el pájaro carpintero cara de payaso
que escudriña el esculpido tronco muerto
de aquel abedul es, por su sola presencia,
alguna trágica caída de un mundo primigenio
de luz indivisa. O la otra noción que dice
que, como en este mundo no hay una sola cosa
que corresponda al arbusto de la zarzamora,
una palabra es la elegía de lo que significa.
De esto hablamos anoche ya tarde y en la voz
de mi amigo había un delgado hilo de pena,
un tono casi de queja. Un rato después entendí
que, al hablar así, todo se disuelve:
justicia, pino, cabello, mujer, tú y yo.
Una vez hice el amor a una mujer y recuerdo cómo,
al tomar sus pequeños hombros entre mis manos,
sentí un violento asombro ante su presencia,
una sed de sal, sed del río de mi niñez
con sus cauces insulares, tonta música del barco
del placer, charco donde atrapamos aquel pececillo
naranja y plata llamado semilla de calabaza.
Apenas si tenía que ver con ella. Anhelo, decimos,
porque el deseo está lleno de distancias infinitas.
A ella yo le daba igual seguramente.
Pero cómo recuerdo la manera en que sus manos partían el pan,
lo que su padre le dijo para herirla, lo que soñaba.
Hay momentos en que el cuerpo es tan luminoso como las palabras,
días que son la carne buena prolongándose.
Una ternura tal, aquellas tardes y noches
repitiendo zarzamora, zarzamora, zarzamora.

(De Praise, Alabanza, 1974.  Trad. Pura López Colomé.)
***
Entonces el tiempo

En invierno, en una pequeña habitación, un hombre y una mujer
han estado haciendo el amor por horas. Exhaustos,
ocupados exprimiéndose los cuerpos,
se miran y de pronto ríen.
“¿Esto qué es?”, dice él. “No me canso de ti”,
dice ella, una mujer que se considera incapaz
de un cliché. Ella pasea los dedos por su pecho,
roces tentativos, como si pusiera a prueba su sorpresa.
Él dice: “yo tampoco”. Y ella, que vuelve a ser muy suya
de nuevo: “¿Quieres decir que tampoco te cansas de ti?”.
“Quiero decir”, la toma de los brazos y los sacude,
“¿de dónde viene todo esto”?. Ella ladea la cabeza
y lo mira al rostro. “¿De verdad quieres saber?”.
“Sí”, dice él. “Odio a mí misma”, dice, “nostalgia de Dios”.
Lo besa de nuevo. “No es lo que es”, se encoge de hombros con sorna,
“sino de dónde viene”. Besa su hinchada boca
una segunda, una tercera vez. Años más tarde, en otra ciudad,
están cenando en un discreto restaurante junto a un parque.
Otoño. Más temprano un chubasco: hojas, del color del bronce
y del carmesí ahumado, que vuelan por todas partes. Veinte años más viejos,
ella es muy hermosa. Una persona austera. Se había vuelto,
decía ella, una jardinera obsesiva, sus hijas ya eran adultas.
El trata de no verse rebasado por el amor o la compasión
porque nota que ella no tiene manos. Piensa
que igual las regaló. Se imagina,
muy claramente, cómo se despierta en ciertas mañanas
(él tiene recuerdos muy claros de cuando ella era joven, despertada
Del sueño, enrojecida, apenas abriendo sus ojos)
y se horroriza porque no puede recordar
qué hizo con ellas, por qué ya no las tiene,
y luego recuerda, y se tranquila, para que el día
recupere su secuencia acostumbrada.
Le pregunta si piensa en ella. “Ocasionalmente”,
dice, sonriendo. “¿Y tú?”. “No mucho”, contesta,
“Creo que es porque nunca existimos dentro del tiempo”.
Él estudia sus largos dedos, manos de pianista,
o de jardinera, fuertes, trabajadas, cuando ella juguetea
con su vaso de vino, y él entiende, vagamente,
que tal vez sean sus manos las que falten. Luego
describe una reunión en la que participó durante el día,
presidida por alguien al que ambos se habían sentido
superiores, muchos años antes. “Ya conoces la expresión:
‘un perfecto tonto’”, dijo ella y a él le gustó mucho su tono
de voz. Ella cuenta una historia sobre la empresa
en Maine a la que le compra bulbos, fundada por un refugiado polaco
casado con una separatista francocanadiense del Quebec.
Es una historia con muchos y sorprendentes giros y con un
lirio negro al final. Él la escucha,
estudia su rostro, considera sus palabras.
Llega a la conclusión que ella piensa con mucho mayor simbolismo
que él y que eso la habrá salvado,
para ser tan fatalista, de ciertos tipos de dolor.
Ella se sorprende pensando qué hombre tan literal es él,
nota, como en un recuerdo, su placer
por el menú, por la cocina, y por la arquitectura del lugar.
La conmueve –de la manera en que la más serias limitaciones
pueden ser conmovedoras, y la conmueve su atracción por él.
Y lo que él significaba para ella. Ella mira su propia avidez
que tenía entonces para vivir, o puede que su avidez por no haber
dejado de vivir, eso sería más preciso desde la distancia, de la manera que un chofer
puede ver dese la carretera a un asustado venado que corre a campo abierto bajo la lluvia.
Algo salvaje. Visto y no visto. La muerte lo hizo conmovedor, o,
si no fue precisamente la muerte, que ella consideraba ya
como criaturas que hormiguean en una pila de abono, entonces el tiempo.
***
Deriva y vapor (tenue rompiente)

“¿Cuánto daño hacemos,
haciendo el amor de esta manera, cuando apenas
nos toleramos?” –Yo te tolero. Eres de las pocas personas
que siempre tolero. –Bueno, sí, pero ya sabes a qué me refiero.
–Igual no. Creo que me tomo el sexo más a la ligera
Que tú. Creo que es un poco agotador
tratarlo como si fuera un jodido sacramento. –No es buen chiste.
–No mucho. (Ella lame pequeños rastros de sal seca
de la carne blanda de su brazo. Él sacude
arena de su seno). –Y me gustas. En general.
No creo que pueda esperarse que se despierte la imaginación de uno
por la misma persona todo el tiempo. (Arena, pequeñísimos guijarros,
que se pegan a la piel rosada, arrugada de su areola en la tibia brisa.
Los estudia, bizcando, y luego chupa suavemente su pezón). –Mmmh.
–Estoy de mal humor. Realmente no estás aquí. Venimos
Como si estuviésemos abriendo una herida. –No hables por mí.
(Una joven mujer, con el delantal ocre de los empleados del hotel,
emerge de las dunas de hierba a la distancia. Lleva albas toallas
que ellos miran cómo coloca en una pila sobre una mesa
bajo una sombrilla hecha de frondas de palmera). –Mira,
sé que te duele. Creo que quieres que me sienta culpable, y no me siento.
–No quiero que te sientas culpable. –¿Qué quieres entonces?
–No sé. Cenar. (La mujer tararea algo, apeas escuchan trozos que
se elevan y descienden entre la brisa).
–Esa es la chica que perdió su bebé el interino pasado.
–¿Cómo sabes estas cosas? (Ella se pone la parte superior
del bañador).—Yo hablo con la gente. Hablé con la chica
que nos limpia la habitación. (El hace bizcos de nuevo
mirando a lo largo de la playa, sacude la cabeza.
–Pobrecilla. (Ella le besa el pómulo. Él se pone
los pantalones).

Versiones de Gerardo Cárdenas.
***
EN LA COSTA CERCA DE SAUSALITO 
1
No diré mucho sobre el mar
excepto que tenía, casi
el color de la leche agria.
El sol descendía por ese cielo
claro, para nada intimidante,
angulado por la fisura de los riscos,
colinas oscurecidas por el verdor de los arbustos.

Marea baja: rocas babosas
moteadas de pardo y cubiertas de algas
como las enormes espaldas de tortugas antiguas
fundidas con la piedra gris
del rompeolas, deslizándose
hacia profundidades antediluvianas.
La vieja historia: aquí empieza la mugrienta vida.

2
Pes-
cando, como dijo Melville,
"para purgar el rencor",
para poner a trabajar mis torpes manos
mis manos que se magullan de
no tocar
le arrancan las patas a un camarón,
lo descascaran,
y lo arrollan con dos vueltas al anzuelo.

3
El cabezón no es un pez muy apreciado
por los pescadores, a excepción de los italianos
que tienen la gracia
de freír su carne pálida, casi azulosa
en aceite de oliva con una ramita
fresca de romero.

El cabezón, un pez feo y atavístico,
tan viejo como las baldas costeras
de las que se alimenta,
tiene aletas tan gruesas como las membranas de un pato,
parece un sapo prehistórico,
y es delicadamente dulce.

Es posible reconocer cuando se ha atrapado a uno
por la agitación de sorpresa
y la tensión en la cuerda.

4
Pero es extraño matar
por la repentina sensación de vida.
El peligro es
moralizar
esa extrañeza.
Al sostener al espinoso monstruo entre mis manos
sus protuberantes ojos púrpura
eran ojos y el sol quedaba
casi tangencial al planeta
sobre nuestra costa inquieta.
Criatura frente a criatura,
nos miramos a través de los siglos.

(Traducción: G.A. Chaves.)

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char