sábado, 9 de noviembre de 2013

Una alfombra amarilla; algunos volantes ligeros de muselina estampada, y los árboles y el césped de Kensington

 LYTTON STRACHEY 
Henry Lamb, 1913

 (Londres, Inglaterra, 1880-Ham, Wiltshire, íd., 1932)

De Victorianos eminentes
Prefacio
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«Mi intención ha sido ilustrar antes que explicar. (…) Pero en las biografías de un hombrede la iglesia, una autoridad en asuntos educativos, una mujer de acción y un aventurero, he intentado examinar y elucidar ciertos fragmentos de esta verdad que captaron mi imaginación y me vinieron a mano.(…) La tarea del biógrafo no es hacer cumplidos, sino exponer los hechos del caso como él los entiende. Eso es lo que he intentado hacer en este libro.»
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De La reina Victoria

"La niña que llegó al mundo en aquellas circunstancias tan poco deslumbrantes despertó escasa atención. Apenas había motivos para prever su destino. Dos meses antes, la duquesa de Clarence había dado a luz a su hija, que murió casi de inmediato, pero parecía muy probable que la duquesa se convirtiera en madre de nuevo, y de hecho así fue. Además, la duquesa de Kent era joven y el duque, fuerte, por lo que todo apuntaba a que no pasaría mucho tiempo antes de que llegara un hermano que le arrebataría a la pequeña princesa las pocas posibilidades de heredar el trono.
Sin embargo, el duque tenía otro parecer: corrían algunas profecías..."
(...)
"Cuando, dos días antes, se había hecho pública la noticia de que su fin estaba cercano, la pena y el asombro se extendieron por todo el país. Parecía que estuviera a punto de producirse una inversión monstruosa en el curso de la naturaleza. La gran mayoría de sus súbditos no había conocido una época en que la reina Victoria no hubiera reinado sobre todos ellos. Se había convertido en parte indisoluble de sus vidas y el hecho de perderla para siempre les parecía imposible. La misma Victoria, tendida en la cama, ciega y silenciosa, parecía a quienes la observaban privada de todo pensamiento; era como si se hubiera ido deslizando, inadvertidamente, hacia el olvido. Sin embargo, es posible que en los compartimentos secretos de la conciencia albergara algún pensamiento. Tal vez aquella mente que se apagaba recuperó una vez más las sombras del pasado para que flotaran frente a ella, y volvió, por última vez, sobre las visiones difuminadas de esa larga historia, retrocediendo más y más entre la bruma de los años, hacia recuerdos cada vez más lejanos: los bosques de Osborne en primavera, tan llenos de prímulas para lord Beaconsfield; la ropa llamativa y el porte elegante de lord Palmerston; el rostro de Alberto bajo la lámpara verde, y el primer ciervo de Alberto en Balmoral, y Alberto vestido con su uniforme azul y plateado; el barón entrando por una puerta; lord M. soñando en Windsor con los cuervos que graznaban en los olmos; el arzobispo de Canterbury de rodillas al amanecer; las exclamaciones de soberbia del viejo rey; la suave voz del tío Leopoldo en Claremont; Lehzen con el globo terráqueo; las plumas con que se envolvía su madre; el maravilloso reloj de repetición con tapa de carey de su padre; una alfombra amarilla; algunos volantes ligeros de muselina estampada, y los árboles y el césped de Kensington".
(...)
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Estado vio abrirse las puertas y a continuación la silueta de una joven menuda vestida de luto que entraba en el salón a solas y avanzaba hacia su asiento con extraordinaria dignidad y elegancia; todos ellos se fijaron en su rostro, no hermoso, pero sí agradable: el pelo rubio, los ojos azules y prominentes, la nariz pequeña y curvada, la boca abierta que mostraba los dientes superiores, el mentón pequeño, la piel clara y, sobre todo, una extraña mezcla de inocencia, seriedad, juventud y serenidad. Oyeron una voz aguda y firme que leía en alto con claridad perfecta, y después, cuando la ceremonia hubo terminado, observaron aquella pequeña figura que se levantaba (…) pasaba por delante de ellos y se alejaba del mismo modo en que había entrado: a solas.
(...)
Entre la población se produjo una oleada de entusiasmo. La expresión de los sentimientos y el romanticismo comenzaban estar en boga, y la imagen de aquella joven reina, inocente, moderada, de pelo rubio y mejillas sonrosadas que paseaba en coche por la ciudad, llenó los corazones de la gente de lealtad y afecto arrebatados.
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(…) aunque enseguida descubrió que Victoria le gustaba mucho, lo que le interesó de inmediato en aquella curiosa posición en que se encontraba no fue tanto ella como él mismo. Hechizado y feliz, mientras montaba a caballo, bailaba, cantaba o reía rodeado por el esplendor de Windsor, Alberto sintió que algo nuevo se agitaba en su interior: la ambición, ¡Ocuparía un lugar elevado y envidiable!
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¡Era bueno! No, ¡era maravilloso! ¿Cómo se le podía haber pasado por la cabeza imponer su propia voluntad por encima de la sabiduría de su marido, su ignorancia por encima de los conocimientos de él, sus caprichos por encima del gusto perfecto de Alberto? ¿En realidad había adorado alguna vez Londres y las largas noches y la vida disipada? Ahora vivía feliz en el campo, se levantaba de un brinco de la cama -¡tan temprano!- con Alberto y daba un paseo antes de desayunar, ¡a solas con Alberto! ¡Qué maravilloso era aprender de él! ¡Que le enseñara el nombre de los árboles, aprender cosas de las abejas!¡ y después, sentarse a hacer punto de cruz mientras él le leía la Historia Constitucional de Inglaterra, de Hallam! O escucharlo tocar el órgano (<
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Todo el mundo estaba de acuerdo en que pocos espectáculos en Europa producían un efecto tan imponente como el salón de banquetes Waterloo, repleto de invitados que lucían diamantes y uniformes deslumbrantes, las largas paredes decoradas con retratos de héroes y las mesas cubiertas con la espléndida vajilla de oro de los reyes de Inglaterra. Pero, entre todo ese derroche de esplendor, el espectáculo más imponente de todos era la figura de la reina. La pequeña Hausfrau que había que había pasado el día anterior paseando con sus hijos, inspeccionando el ganado, practicando trinos al piano y llenando su diario con palabras de adoración hacia su marido, se había convertido de repente, sin artificio, sin esfuerzo, mediante una transición espontánea y natural, en la mismísima culminación de la majestad. El zar de Rusia se quedó profundamente impresionado. 
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La reina reparó en que jamás se encendía el fuego en el comedor. Al preguntar por qué, la respuesta fue que «el lord administrador coloca la leña y el lord chambelán la enciende». Y como los subordinados de aquellos dos nobles caballeros no habían tenido ocasión de ponerse de acuerdo, la reina debía comer en un salón gélido.
Un incidente asombroso abrió los ojos de todo el mundo a la confusión y la negligencia que reinaban en palacio. Dos semanas después del nacimiento de la princesa, la nodriza oyó un ruido sospechoso en el dormitorio contiguo al de la reina. Llamó a uno de los pajes quien, al mirar debajo de un enorme sofá, vio una figura agazapada «de aspecto repulsivo», Se trataba de «el pequeño Jones» (…) era un joven de diecisiete años, muy pequeño para su edad, hijo de un sastre, que al parecer había logrado entrar en palacio trepando por la pared del jardín y colándose por una ventana abierta.
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Pero el malestar y la preocupación no eran las únicas consecuencias de la pésima dirección del personal del palacio. El derroche, los excesos y la malversación que de ello se derivaban eran inconmensurables. Se repartían incentivos ridículos y abundaban las conductas incorrectas de todo tipo. Por ejemplo, existía una norma antigua e inmutable según la cual si una vela había sido encendida una vez no podía volver a encenderse, y qué ocurría con las velas usadas era todo un misterio. Al examinar las cuentas, al príncipe le llamó la atención un gasto semanal de treinta y cinco chelines en <
Después de una investigación laboriosa y una lucha encarnizada con la multitud de intereses y derechos adquiridos tras largos años de desidia, el príncipe logró llevar a término una reforma total. 
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El cinismo y sutileza se habían secado y consumido, y el deber, el trabajo, la moralidad y la vida familiar se habían impuesto a todo lo demás. Incluso las sillas y las mesas habían adquirido, como poseídas por una receptividad peculiar, las formas de una decorosa solidez. La era victoriana estaba en pleno desarrollo.
(…)
Solo hacía falta una cosa más: debía darse expresión material a los nuevos ideales y a las nuevas fuerzas para que pudieran revelarse en toda su gloria ante los ojos de un mundo perplejo. Era Alberto quien habría de satisfacer esa necesidad. Meditó y le llegó la inspiración: pensó en la Exposición Universal. Sin consultarlo con nadie, reflexionó sobre los detalles de su idea con minuciosidad. 
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Entonces, la furia de sus enemigos alcanzó su punto culminante. Los modernos, los cautos, los proteccionistas, los píos, todos se sumaron a aquel revuelo. Se había comentado que la Exposición Universal serviría de punto de reunión para todos los rufianes de Inglaterra, para los descontentos de toda Europa, y que el día de su inauguración se producirían disturbios, tal vez incluso una revolución. Se aseguró que el techo de cristal era poroso, y que los excrementos de cincuenta millones de gorriones destruirían por completo cualquier objeto que hubiera debajo de él. Los inconformistas, agitados, declararon que la Exposición Universal era una empresa arrogante y perversa que atraería irremediablemente el castigo de Dios sobre la nación. El coronel Sibthorpe, en el debate en el Parlamento, le pidió al cielo que descargara rayos y granizo sobre aquel maldito lugar. El príncipe, armado con una perseverancia de acero y una paciencia infinita, siguió adelante con su proyecto. Su salud resultó muy afectada: sufría de insomnio permanente y se le agotaron las fuerzas (…) El volumen de su trabajo aumentaba a diario (…) El 1 de mayo de 1851 la reina inauguró la Exposición Universal ante una nutrida concurrencia, entre escenas de gran esplendor y entusiasmo triunfal.
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La guerra de Crimea trajo consigo nuevas experiencias, la mayoría de ellas agradables. Era agradable ser patriota y belicosa, seleccionar las oraciones adecuadas para ser leídas en las iglesias, recibir noticias de victorias gloriosas, y de reconocerse con mayor orgullo que nunca, la representante de Inglaterra. Con esa espontaneidad tan propia de ella, Victoria vertió su sentimiento, su admiración, su pena y su amor sobre sus «queridos soldados». Cuando es colgaba las medallas, su exultación no conocía límites. «¡Son hombres tan nobles!», le escribió al rey de los belgas, los siento como si fueran mis hijos; mi corazón late por ellos como lo hace por mis seres más queridos".
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Victoria había hecho un nuevo amigo: de repente se había dejado cautivar por Napoleón III. Al principio había sentido una fuerte aversión hacia él (…) Durante mucho tiempo, pese a ser su aliado, la reina: se negó a reunirse con él, pero finalmente se concertó una visita del emperador y la emperatriz a Inglaterra. En cuanto lo vio aparecer en Windsor, a Victoria se le ablando el corazón. (…) Según Victoria) Napoleón era tan tranquilo, tan sencillo, naïf, incluso, tan dispuesto a aprender cosas que ignora, tan sutil, tan prudente, digno y modesto, tan atento con nosotros que nunca dice una palabra o hace nada que pudiera disgustarme. […] Hay algo fascinante, melancólico y deslumbrante que resulta muy atractivo, pese a la prevención que se pueda tomar hacia él, y desde luego sin contar con la ayuda de su aspecto, aunque a mí me gusta su cara.

Victoria observó también que montaba a caballo maravillosamente bien, y que tiene un porte elegante sobre el animal, pues se sienta muy erguido». Bailaba «con gran dignidad y espíritu». Pero sobre todo escuchaba a Alberto; lo escuchaba con la atención más respetuosa; demostraba satisfacción por «ser informado sobre cosas que desconocía». 
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Victoria también intimó con la emperatriz, cuyo aspecto y elegancia admiraba sin un ápice de envidia. Sin duda, Eugenia, en la plenitud de su belleza, exquisitamente vestida con maravillosas crinolinas parisinas que realzaban su alta y esbelta figura podría haber encendido la envidia en el pecho de su anfitriona quien, de estatura baja, más bien rechoncha, poco agraciada vestida con ropa corriente de colores estridentes, difícilmente podría sentirse a gusto en su compañía. Pero Victoria no albergaba ningún sentimiento de ese tipo. A ella poco le importaba que se le enrojeciera el rostro con el calor y que su sombrero de copa chata de color morado estuviera pasado de moda, mientras que Eugenia, estupenda y a la última, flotaba entre volantes a su lado. Ella era la reina de Inglaterra, ¿no era eso más que suficiente? Sin duda parecía serlo, la majestad era suya, y Victoria lo sabía.
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Había algo que deseaba y no podía obtener. ¿Qué era? ¿Algún tipo de apoyo, absoluta e indescriptible? ¿Un éxito extraordinario y sublime? Posiblemente se tratara de una mezcla de ambas cosas. ¡Dominar y ser comprendido! ¡Conquistar, mediante la misma influencia triunfante, la sumisión y el aprecio de los hombres; eso merecería realmente la pena! Pero Alberto se daba cuenta de que, en su situación, sus fantasías solo podían recibir una respuesta muy débil. ¿Quién había allí que lo apreciara de verdad? ¿Quién podía apreciarlo en Inglaterra? (…) No cabía duda de que había logrado causar impresión; era cierto que se había ganado el respeto de sus colegas, que habían reconocido su probidad, diligencia y precisión, que era un hombre muy importante e influyente. ¡Pero qué lejos, qué sumamente lejos quedaba aquello del objetivo marcado por su ambición! ¡Qué débiles y fútiles parecían sus esfuerzos ante esa acumulación de torpeza, insensatez, descuido, ignorancia y confusión a las que enfrentarse! Tal vez tuviera la fuerza o el ingenio para introducir algún pequeño cambio por aquí o por allí, para corregir algún detalle, eliminar alguna anomalía, para insistir en alguna reforma necesaria, pero el núcleo de ese terrible organismo permanecía intacto. Inglaterra seguía avanzando torpemente, impenetrable y orgullosa, fiel a su actitud intolerable. y él se había lanzado al encuentro del monstruo, con determinación férrea y los dientes apretados, pero se lo habían quitado de encima.
(...)
La muerte del príncipe consorte marcó el momento crucial en la historia de la reina Victoria. Sentía que su vida se había agotado con la de su marido y que los días que le quedaban en este mundo habrían de ser sombríos: una suerte de epílogo a un drama que ya había terminado. Y su biógrafo tampoco se libra de una sensación similar; también para él la última mitad de su larga carrera es una etapa sombría. Los primeros cuarenta y dos años de la vida de la reina están iluminados por una gran cantidad de información, auténtica y variada. Con la muerte de Alberto, un manto desciende sobre ella. En contadas ocasiones, a intervalos irregulares e inconexos, ese manto se alza durante un instante y se adivinan algunos contornos, unos pocos detalles significantes, pero el resto sigue siendo conjeturas y ambigüedad. Así, aunque la reina sobrevivió a esa dolorosa pérdida durante casi tantos años como llevaba de vida antes de que se produjera, la crónica de esos años no es comparable con la historia de la primera mitad de su vida. Tendremos que conformarnos con un breve resumen.
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Había abierto los ojos a la realidad de Prusia, cuyos designios con respecto a Austria estaban a punto de culminar en la guerra de las Siete Semanas. Pasando precipitadamente de un extremo al otro, ahora Victoria instaba a sus ministros a intervenir con la fuerza de las armas en apoyo de Austria. Pero fue en vano.

Su actividad política no fue mejor recibida por la población que su reclusión de la sociedad. A medida que transcurrían los años y el duelo real seguía tan intenso como siempre, se agravó la animadversión de la gente. Se observaba que el retiro prolongado de la reina no solo proyectaba una sombra de pesimismo sobre la alta sociedad, no solo privaba a la población de su esplendor, sino que producía un efecto perjudicial sobre el negocio de la confección de ropa, sombreros y calcetería. Esta última consideración tenía un peso muy importante. Finalmente, a principios de 1864, se difundió el rumor de que Su Majestad estaba punto de abandonar el luto, lo cual produjo un gran júbilo en la prensa, pero lamentablemente resultó que el rumor carecía débase real. Victoria escribió de su puño y letra una carta a The Times para notificarlo. 
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(…) ajena a los anhelos de la imaginación, nunca se perdió en esa nebulosa del espíritu donde los sentimientos y los antojos se confunden. Sus emociones, con toda su intensidad y exageración, mantenían la textura sencilla y prosaica de la vida cotidiana, por lo que era normal que Victoria las expresara con la misma sencillez. Al final de una carta oficial, le escribió a su primer ministro «afectuosamente suya, V. R. y yo». En estas palabras se manifiesta la naturaleza profunda de sus sentimientos. El Hada tenía los pies en el suelo; era el cínico estratega quien flotaba por el aire.
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Disraeli, que de pronto había virado hacia un nuevo imperialismo, había sugerido que la reina de Inglaterra debería convertirse en emperatriz de la India. Victoria aceptó la idea con afán y comenzó a presionar a todas horas a su primer ministro para que llevara a la práctica su propuesta. Él puso objeciones, pero Victoria no estaba dispuesta a ceder y en 1876, pese a su oposición y a la del gabinete en pleno, Disraeli se vio obligado a añadir a los problemas de una sesión difícil el proyecto de reforma del Título Real 43. Sin embargo, el hecho de que al final lo hiciera conquistó el corazón del Hada. La medida recibió furiosos ataques en las dos Cámaras, y Victoria se emocionó profundamente por la fuerza con que Disraeli la defendió. Se sentía, dijo, muy dolida por los problemas y las molestias» a los que él estaba sometido; temía ser ella la causante y jamás olvidaría todo lo que le debía a su «amable, considerado y buen amigo». Al mismo tiempo, volcó su ira sobre la oposición. Declaró que su conducta era «extraordinaria, incomprensible y equivocada» y, en una frase enfática que parecía contradecirse consigo misma tanto como con las acciones de Victoria, exclamó que le gustaría «¡que todo el mundo supiera que se trataba de un deseo que la habían obligado a cumplir!».
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¡ Ah, si la clase alta aprendiera a vivir como ella lo hacía en la sobriedad de su santuario en Balmoral! Victoria encontraba cada vez más solaz y bienestar en sus dominios de las Highlands, y dos veces al año, en primavera y en otoño, suspiraba aliviada y emprendía el camino hacia el norte, (…) Victoria también se sentía muy unida a los «sencillos montañeses» de quienes, según sus propias palabras «aprendía tanto sobre la resignación y la fe». Smith y Grant, Ross y Thompson. . ., la reina los apreciaba a todos, pero por encima del resto, apreciaba a John Brown. El criado del príncipe se había convertido en el asistente personal ele la reina, en el sirviente del que jamás se separaba, que la acompañaba en sus salidas a caballo, la atendía durante el día y dormía en una estancia contigua por la noche. A Victoria le gustaba su fuerza, su solidez, la sensación de seguridad física que le transmitía; le gustaban incluso sus modales rudos y su lenguaje tosco y poco complaciente. Victoria le permitía que se tomara unas libertades que habrían sido impensables para cualquier otro de sus sirvientes. Acosar a la reina, darle órdenes y reprenderla. . ., ¿quién podría siquiera soñar con semejante osadía? Y, sin embargo, cuando Victoria recibía ese trato por parte de John Brown, sin duda parecía disfrutarlo. Aquella excentricidad era realmente extraordinaria, pero, después de todo, no es infrecuente que una vida autocrática le permita a un sirviente de confianza e indispensable que adopte hacia ella una actitud de autoridad absolutamente prohibida a familiares o amigos: el poder de un subordinado, como por arte de magia, sigue siendo el propio poder, aun cuando sea ejercido sobre uno mismo. Cuando Victoria acataba con docilidad las órdenes repentinas de su secuaz de que se bajara del poni o se pusiera el chal, ¿no estaba ejerciendo, y en grado sumo, la fuerza de su propia voluntad?
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Los últimos años fueron apoteósicos. En la imaginación deslumbrante de sus súbditos, Victoria ascendía y se adentraba en las regiones de la divinidad a través de un nimbo de la gloria más pura. Las críticas cesaron. Los defectos que, veinte años antes habría admitido todo el mundo, ahora todo el mundo los pasaba por alto. (…) En efecto, los cambios decisivos que habían convertido la Inglaterra de 1837 en la Inglaterra de 1897 parecían haberle pasado por el lado sin que ella hiciera nada. El increíble desarrollo industrial de la época, cuya importancia Alberto había comprendido tan bien, significaba más bien poco para Victoria. El sorprendente movimiento científico que Alberto había valorado con el mismo interés, había dejado fría a la reina. Su idea del universo Y del lugar del hombre en él, y de los grandes problemas de la naturaleza y la filosofía, no experimentó el menor cambio a lo largo de su vida. Su religión era la que había aprendido de la baronesa Lehzen y de la duquesa de Kent. También aquí cabría suponer que las opiniones de Alberto podrían haber influido en ella. (…) La piedad de Victoria, absolutamente auténtica, encontró cuanto necesitaba en las serenas exhortaciones del anciano John Grant y en los dichos arrebatados de la señora P. Farquharson. Ambos poseían las cualidades que, con tan solo catorce años, Victoria había admirado con sinceridad en la «Exposición sobre el Evangelio de San Mateo» del obispo de Chester; le parecían «sencillos y comprensibles y llenos de verdad y de buenos sentimientos». La reina que dio su nombre a la época de Mill y de Darwin nunca fue más allá.

Victoria estaba igualmente alejada de los movimientos sociales de su tiempo. Se mantuvo tan inflexible ante los cambios pequeños como ante los más relevantes. Durante su juventud y madurez, la alta sociedad tenía prohibido fumar, y a lo largo de su vida Victoria no se planteó levantar la sanción contra esa costumbre. (…) Cabría suponer que una soberana habría dado su aprobación a una de las reformas más vitales que su época vio nacer –la emancipación de la mujer-, pero, por el contrario, la simple mención de la propuesta le encendía la sangre.
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Durante ese primer período, Victoria no fue más que un mero accesorio; durante el segundo, los hilos del poder, que Alberto había tramado con tanto esfuerzo, inevitablemente cayeron de las manos de Victoria y fueron a parar a las del señor Gladstone, lord Beaconsfield y lord Salisbury. Tal vez, absorta como estaba en la rutina y habida cuenta de que le resultaba difícil distinguir con claridad entre lo trivial y lo esencial, Victoria apenas se diera cuenta de lo que estaba sucediendo. Sin embargo, hacia el final de su reinado, la Corona atravesaba el momento de mayor debilidad de la historia de Inglaterra. Paradójicamente, Victoria recibió los más altos elogios por aprobar una evolución política que, si la reina hubiera entendido su importancia, le habría provocado gran malestar.
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Si bien, en todos estos sentidos, la reina y su época estaban muy alejadas, entre ambas existían también bastantes puntos de contacto. Victoria entendía a la perfección el significado y el atractivo del poder y la propiedad, y la nación inglesa también había aprendido mucho al respecto. Durante los últimos quince años de su reinado –la breve administración liberal de 1892 fue un mero interludio- el imperialismo era el credo dominante en el país. Y también el de Victoria. En esa dirección, y no en otra, permitió que su mente evolucionara. Bajo la tutela de Disraeli, los dominios británicos en el extranjero habían cobrado mucha más importancia para ella que en el pasado; en particular, Victoria se había enamorado de Oriente. La sola idea de la India la fascinaba; comenzó a estudiar un poco de indostaní, contrató a sirvientes indios, que se convirtieron en sus asistentes inseparables, y con el tiempo, uno de ellos, Munshi Abdul Karim, llegó a ocupar prácticamente la misma posición que John Brown. 
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No obstante, este prestigio no era tan solo el resultado de los cambios en el ámbito público; era también un asunto intensamente personal. Victoria era la reina de Inglaterra, la emperatriz de la India, el eje central alrededor del cual giraba la magnífica maquinaría y ¡cuantísimas cosas más! En primer lugar, era una mujer mayor, cualidad casi indispensable para ser popular en Inglaterra. Había dado muestras de una de las características más admiradas de la raza: una vitalidad inagotable. Había reinado durante sesenta años y allí seguía. Y además, era todo un personaje. Los trazos de su carácter estaban muy marcados y, aun entre las brumas que rodean a la realeza, se distinguían claramente. En la imaginación popular, su figura familiar ocupaba un lugar definido y memorable. A ello se añadía que era la clase de figura que despertaba enseguida la admiración y las simpatías de la mayoría de la nación. Su gente valoraba la bondad sobre cualquier otra cualidad humana y Victoria, que a los doce años había dicho que sería buena, había mantenido su palabra. El deber, la conciencia, la moralidad… ¡Sí! A la luz de esos faros había vivido siempre la reina. Era su sinceridad la que la hacía ser a la vez impactante, encantadora y ridícula. Victoria se movía por la vida con la seguridad imponente de alguien a quien le resultaba imposible ocultarse, tanto de quienes la rodeaban como de sí misma. Allí estaba ella, nada menos que la reina de Inglaterra, íntegra y evidente; el mundo podía aceptarla o rechazarla; ella ya no tenía nada más que demostrar, o explicar, o modificar, de modo que siguió su camino subida a su impresionante carruaje. 
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En efecto, los cambios decisivos que habían convertido la Inglaterra de 1837 en la Inglaterra de 1897 parecían haberle pasado por el lado sin que ella hiciera nada.
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Tomados de autolibrografia.wordpress.com

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char