MIGUEL DE UNAMUNO Y JUGO
(España, 1864-1936)
Fui a ver a don Catalino. Recordarán ustedes que don Catalino es todo un sabio; esto es, un tonto. Tan sabio, que no ha sabido nunca divertirse, y no más que por incapacidad de ello. Lo que no quiere decir que don Catalino no se ría; don Catalino se ríe y a mandíbula batiente, pero hay que ver de qué cosas se ríe don Catalino. ¡La risa de don Catalino es digna de un héroe de una novela de Julio Verne! Y no diría yo que don Catalino no le encuentre divertido hasta jocoso, amén de instructivo, ¡por supuesto!, al tal Julio Verne, delicia de cuando teníamos trece años. Don Catalino es, como ven ustedes, un niño grande, pero sabio; esto es, un tonto.
Don Catalino cree, naturalmente, en la superioridad de la filosofía sobre la poesía, sin habérsele ocurrido la duda—don Catalino no duda sino profesionalmente, por método—de si la filosofía no será más que poesía echada a perder, y cree en la superioridad de la ciencia sobre e1 arte. De las artes prefiere la música, pero es porque dice que es una rama de la acústica, y que la armonía, el contrapunto y la orquestación tienen una base matemática. Inútil decir que don Catalino estima que el juego del ajedrez es el más noble de los juegos, porque desarrolla las funciones intelectuales. También le gusta el billar, por los problemas de mecánica que en él se ofrecen.
Un amigo mío y suyo dice que don Catalino es anestético y anestésico. Pero anestésicos son casi todos los sabios. Al cuarto de hora de estar uno hablando con ellos, se queda como acorchado y en disposición de que le arranquen, sin dolor alguno, el corazón.
(Miguel de Unamuno, Don Catalino, hombre sabio)
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Entre mis recortes de periódicos guardo uno de El Imparcial que se titula así: "Perfiles del día. Sólo al público". En él se dice en sustancia que los homenajes públicos son en España al político, y rara vez al literato, el artista o al hombre de ciencia.
En ese artículo se cuenta que, hablando de don Juan Valera un vecino de Cabra con un literato, y al exclamar éste ¡qué grande hombre!, replicaba aquél: Sí, un hombre grande, un gran escritor... ¡pero si viera usted que allí en el distrito, cuando fue diputado... no hizo nada! (Puedo yo añadir que fue senador por Salamanca, y en su vida estuvo en Salamanca, según se lo oí a él mismo.)
En el mismo articulito se dice que refería don Pedro Antonio de Alarcón que, habiendo escrito desde el año 59 de la Restauración multitud de libros que hubieran alcanzado éxito muy grande, jamás sus paisanos de la Alpujarra se habían acordado de él para felicitarle ni para dedicarle el menor obsequio. "Pero me nombró Cánovas Consejero de Estado, y recibí no sé cuántos cientos de telegramas y cartas de felicitación. Es, sin duda, que hay mayor cantidad de gloria en el derecho a dar una credencial que en el de escribir el Itinerario de Madrid a Nápoles."
Todo esto me recuerda lo que contaba Blasco Ibáñez, de que habiendo preguntado en Milán por Edmundo de Amicis, no supieron darle la razón de él, hasta que uno dijo: Amicis... Amicis... ¡ah!, ¡sí, el concejal! Todo esto es perfectamente natural y no debe extrañarnos ni poco ni mucho a los que nos dedicamos a las bellas letras. Ni debe extrañarnos, ni debe pesarnos de ello.
Cada cual debe contentarse con la recompensa acomodada a su trabajo. El político trabaja para el día y por regla general se preocupa muy poco -no siendo los de muy primera fila, los que tengan alma de estadistas- de que su nombre pase o no a la historia. Su ambición se cifra en ejercer el poder e influencia mientras vive, en obrar sobre aquellos que le rodean, en repartir mercedes, en ser jaleado por las hojas volanderas de la prensa. Justo es, pues, que todos aquellos que han recibido o esperan recibir sus mercedes le festejen ostentosamente en vida. A cambio de esto es casi seguro que esos mismos que así le obsequian le olviden a los cuatro meses de acaecida su muerte.
La gloria del político, de lo que ordinariamente llamamos político, se parece a la gloria del actor. Todo lo que cosecha en aplausos de los que le oyen, lo pierde en admiración duradera. Es de ordinario un cómico, y como a tal cómico le tratan los espectadores.
En cierta ocasión le echaba en cara un literato al famoso melodramaturgo francés D'Ennery el que sus melodramas eran unos verdaderos esperpentos juzgados con criterio rigurosamente estético. Y D'Ennery le respondió: "Estos señores literatos son insaciables e insoportables; quieren la gloria y además la fortuna. Partamos las cosas: yo renuncio a la gloria, renuncio a que mi nombre figure en los futuros manuales de historia de la literatura francesa, y busco la fortuna con mis obras. Que se contenten ellos con la gloria, que les cedo de muy buena gana, y no pretendan disputarme también la fortuna". Y hablaba como un sabio, la verdad.
Apenas concibo a un joven dedicado al cultivo del arte o de la poesía que no lo haga ante todo y sobre todo por la gloria, y si luego se queja de que esa gloria no llega tan pronto como esperaba, si se queja de no oír los aplausos del público, es que se siente actor, es que quiere la gloria de una noche, la gloriosa.
Los artistas y las gentes de letras no deben olvidar nunca aquella profundísima sentencia de Gounod: la posteridad es una superposición de minorías. Y con esto se consolarán de que su público esté formado por una exigua minoría. Y lo cierto es que una de las cosas más piadosas y más nobles que puede hacerse en este mundo es buscar consuelo para nuestras adversidades todas. Por aquello de quien no se consuela es un tonto.
Por mi parte puedo decir que he recibido alguna vez regalos de personas a quienes había hecho yo algún favor traductible en provecho material o que ellos se figuraban que se lo había vendido yo, y todavía no he recibido un solo regalo de nadie a quien haya dado un buen rato de placer espiritual por algo que haya yo escrito. Y me parece muy natural esto y en mi vida se me ocurrirá quejarme por ello.
Y hasta el escritor y el artista, cuando son festejados en vida y ostentosamente, es por algo poco duradero, por algo circunstancial o de época, por algo destinado a perecer. Lo que más se aplaude con ruido es eso que por llamar de alguna manera llaman acto ("ha hecho un acto"), el cual acto suele reducirse a palabras. Y luego los que hacen actos son los que más desdeñosamente hablan de las palabras, repitiendo aquello de: "¡palabras.... palabras.... palabras!", frase que puso en moda un insigne y estupendo palabrero, Shakespeare.
Está, pues, muy bien que apenas se festeje sino a los políticos, y que cuando se festeje a los artistas y literatos sea por lo que, de un modo o de otro, tengan de políticos, de una o de otra clase. Ni los de Cabra tenían por qué cuidarse del valor literario de Valera, ni los alpujarreños del de Alarcón.
A Valera y a Alarcón se les lee y leerá y seguirá leyendo aunque Cabra y las Alpujarras se despoblasen.
De Lo pasajero, Nuevo Mundo, Madrid, 1905, recogido en Obras Completas, VII, Escelicer, 1967, Madrid
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