HORACIO ZABALJÁUREGUI
(América, Provincia de Buenos Aires, Argentina, 1955)
Crematorio
Voy con mi hermano a cumplir con el trámite de cremación de los viejos.
Tal vez, ensimismados en su último gesto, ellos transcurren en la foto ciega de la eternidad
pero de este lado, en el tiempo con vencimientos,
hay que liberar la cuadricula en el multitudinario catastro mortuorio.
Entonces, a mi hermano se le ocurre verificar el contenido de los ataúdes.
Una decisión caprichosa, tal vez plausible, pero intolerable;
me exaspera pero lo acompaño.
Consiento en ver para creer,
Como en un desafío infantil, una puesta a prueba del valor personal.
El pedido sorprende y fastidia un poco al empleado municipal
Pasamos al backstage de la incineración, una factoría de desguace de lo que va a dar al fuego.
Los operarios rompen a hachazos los ataúdes, en una operación brutal:
Distingo
el cráneo como de cuero ahora de mi padre sobre el que siguió creciendo el pelo.
Se lo peinaba tirándolo desde un costado.
Llevaba mal la calvicie
Las cuencas vacías de mi madre que se murió con menos años que los que tengo ahora.
Distingo los huesos, poco menos de lo que dejo el cáncer que la arrasó.
Su crucifijo con una cadenita le dan a mi hermano.
Mi padre esperó a que llegara y se murió en mis brazos un jueves a las cinco y media de la tarde en el Hospital Israelita.
Me despedí de mi madre susurrándole al oído, una noche
con la esperanza de que me escuchara en la otra orilla de su agonía.
El peso del mundo va de suyo en los restos,
y ahora estos despojos de película clase B,
pasan a ser su último recuerdo.
Calcinado resplandor puro espejismo
Cenizas quedan:
son polvo ya en una urna estándar
El olor de grasa dulzona, de repostería barata del crematorio,
me quedará impregnado en el olfato por un par de días.
**
Morgana
Morgana, la labradora negra arrastra las patas como horquetas,
la osamenta desvencijada;
ya no recupera, no trae de vuelta
presas, palos, botellas de plástico,
vaya a saber qué.
Presa ella en una jaula de niebla, se le borronea el mundo,
entumecido el impulso, el ímpetu, se pierde
del agua,
su ascendente.
Pero la retriever azabache
teje y traza el surco
que me lleva a la estampida del verano,
la transparencia remota
cegadora de ninfas aparecidas
y el tótem del estío
ardiendo.
Entonces Pepa, mi abuela, se lava la cabeza.
Se hace dos trenzas
y antes de que se armen en rodete,
descienden sobre sus hombros.
Su aspecto rejuvenece;
Pepa cuelga el batón del alambre.
Las gallinas miran desencajadas con los picos abiertos:
es la luz mala de la siesta;
no la fría, fosforescente, mala luz lunar
de los aparecidos de los huesos,
los locos solos.
Esta calcina
encandila y enciende las avispas;
Pepa mira el laurel con los ojos entrecerrados sin gafas.
Le pido a la perra negra que recupere la estampa,
el diorama que iluminan los estambres de la lámpara.
La linterna mágica,
las sábanas inmóviles, telones del verano.
Le grito: “traé!”
Vieja y todo,
me mira como nadie más sabe, castañetea los dientes,
y trae;
labra el rastro con el hocico frío y húmedo.
En una sonda de luz, entre los lienzos del tiempo,
a través de vaya a saber qué aguas…
-¿Estará Apolo en el cielo de América encegueciendo ninfas avispas y pitonisas y al indio que pasa golpeando el bastón blanco en la puerta del zaguán?-
Pura manía a ojo
recupera para mí,
a Pepa que se atreve en esta hora, la de desfallecer a la sombra
y trae:
el espinazo de la imagen,
bordado en la tela de luz del bastidor del tiempo.
Entonces ahora, pero ahí
Pepa como la Aleta del príncipe Valiente se hace las trenzas
entrecierra los ojos miopes y me saluda sonriendo;
a mí,
que la miro desde la penumbra;
recién levantado, un aparecido del sopor,
haciendo pie en la radiación de la vigilia.
De América, bajo la luna, 2014.
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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char
No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char
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No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
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