domingo, 11 de enero de 2015

Tomó el camino equivocado, porque la equivocación a veces te salva

Gustavo Valle 

(Caracas, Venezuela, 1967)

Happening 
(Unos fragmentos)
1
Pensó: Maldición… Comenzar de nuevo… ¿Otra vez? Comenzar de nuevo, comenzar…

Conducía su vieja Range Rover modelo 76 por la carretera que sube a los estacionamientos de guarda y custodia del INTT. A esa altura la ciudad alcanza su perímetro y comienza un ascenso en dirección Este donde aparecen casas humildes, viejos talleres mecánicos, chiveras y pequeñas fábricas en ruinas.

La ciudad lo expulsaba hacia esos suburbios conectados con la autopista y después con un largo camino de playas que iban desde Higuerote hasta Güiria. Se dejaba acompañar de una bebida y simulaba un poco de libertad alejado de aquellas calles violentas como envueltas en llamas.

Era viernes. Once de la noche. Oscuros nubarrones habían quedado después del aguacero y la iluminación era bastante precaria. Entre sus muslos sostenía una lata de cerveza cuando se dispuso a encender un cigarrillo. La maniobra demandaba especial cuidado: el volante, la lata, el cigarrillo y el yesquero debían estar sincronizados. Pero al salir de una curva, justo al dejar atrás unas casitas que parecían tragadas por la montaña, ocurrió lo que nunca debió haber ocurrido.

Segundos antes sus pensamientos registraron episodios caóticos, fragmentados. Segundos después ya no pensaría en nada o casi nada y solo querría olvidar.

No se escuchó el rechinar del frenazo (¿o acaso nunca aplicó los frenos?) El vehículo derrapó y golpeó aquel bulto que quedó atrás, tendido a varios metros. El motor se apagó pero los faros quedaron encendidos: uno agujereando la oscuridad y el otro clavado contra el asfalto. La cerveza se derramó en sus pantalones ¿o se había orinado encima? El cigarrillo cayó de sus labios y ahora estaba al lado de sus mocasines flotando en un charco de alcohol.

Pensó: esto no forma parte de los ensayos.

Acomodó el retrovisor izquierdo pero no vio nada. Solo el vapor que se desprendía del asfalto como neblina o hielo seco. Amagó en abrir la puerta y salir, pero no lo hizo. Sintió miedo. Un miedo muy distinto a los miedos que solía sentir. Un miedo a ser atacado con violencia o simplemente a haber cometido el peor error de su vida.

Respiró hondo. Trató de calmarse. Vivió esos segundos en que el destino de un hombre puede girar ciento ochenta grados. Segundos que se le hicieron oscuros, larguísimos, como todos los que vendrían después.

Miró el retrovisor derecho. No fue una decisión, fue un reflejo, algo que no quería hacer y sin embargo hizo. Entonces sí. Ahí estaba. Reflejado en el pequeño rectángulo a un costado de la carretera. Era una masa, un volumen, una pila de trapos amontonados, ¿un animal, una persona?, parte de la carga de un camión, una bolsa de basura, un espejismo, un montículo opaco bajo la intermitencia de un viejo poste de luz.

Sus piernas temblaban. En el parabrisas, como una secuencia en blanco y negro, se proyectaron imágenes de algo equivalente a su pasado. Escuchó el ruido de un motor, quizás un helicóptero, una moto o una patrulla aproximarse. Más tarde recordaría que también escuchó algo parecido a una voz, quizás un grito.

Subió la ventana en busca de refugio y se aferró al volante como a una tabla de salvamento. Giró la llave del encendido –la vieja Range Rover se sacudió como un oxidada lavadora–, pisó el acelerador y se marchó a toda velocidad.
***

Los tiros le pasaban silbando encima del güiro, fuiz, fuiz —dijo Morocho como si él fuera el protagonista, convencido de tener frente él a todo un auditorio—. ¿Han escuchado el silbido del plomo cuando te roza la azotea?, y el tipo encaletado en la cueva vietnamita respirando con unos pitillitos que se fachaban con los bambúes de los Changurriales. Les cortaban las puntas y parecían esnórqueles de buzo, pero arriba no había agua sino un coñazo de tierra, con el cuerpo en posición horizontal, con el bambú pegado a la boca y esa cuerda de milicos, toda esa banda de coñoemadres haciendo sonar sus botas. Y corrían —continuó Morocho como poseído— de un lado a otro, él escuchaba las voces, las mentadas de madre, los gritos, los tiros, las explosiones. Metido en esa cueva, que en realidad era un zanjón, escuchaba todo como a más volumen, bum bum bum, como si en vez de pasos fueran desgracias y todos ellos sin mover un dedo, con esa coñamentazón de tierra en los ojos en los oídos en las narices, solamente pegados a esa milagrosa varita de mierda. Y rezó, Hernán rezó mucho, él que nunca rezaba, que no creía sino en la rebelión popular y el hombre nuevo, pero allí estaba, con el bambú bien cosido a la boca con la mente en un padrenuestro, en un credo mal recordado de esos que la vieja nos enseñó de chiquitos, cualquier porquería para pasar el tiempo, porque el tiempo era una cosa jodida, ahí sepultados como colgados del infinito, eso decía, recuerdo, infinito, había que pasar ese infinito, había que esperar hasta abrir los ojos y decir, ya está, ya pasó, ya pasaron, vámonos de esta mierda, a correr por la meseta, sin mirar atrás, porque el tiempo era como gelatina que se te pegaba a los huesos, y en medio de todo eso, no sé por qué, le daba por recordar cantidad de cosas. A la vieja, a la vieja la recordó un montón, me dijo, en la playa, en Chacopata, la arena, las olas del mar, a Hernán siempre le gustaron las olas, meterse bajo el agua, abrir los ojos y sentir esa comezón en las pestañas. Y también recordó a la Ceci, la del lunarcito en el cuello, y vio con sus ojos llenos de tierra los tobillos de la Ceci metidos en las mediecitas blancas acanaladas, y su falda azul marino, y sus pelos con rulos largos y sus ojos de ratoncito, y esos ojos lo miraban ahí abajo, te lo juro, me decía, los ojitos de la Ceci descendieron del más allá para meterse en la cueva vietnamita y seguirlo o acompañarlo o protegerlo, no sé qué diablos hacían esos ojitos allá abajo, pero ahí estaban. Bueno, ese fue el refugio, a veces los refugios son eso, un zanjón de mierda que te protege de algo todavía peor, como cajitas chinas, o como esas muñecas rusas que van unas dentro de otras, y una esconde a la siguiente, y otra se mete más adentro, y le sigue una última que al romperse lleva en su interior a una recién nacida, un piojito de muñeca rusa, una porquería sin brazos, sin piernas. Bueno eso era él, decía, esa última muñeca rusa, la que estaba dentro de todo, protegida y aplastada, como invisible. Y ahí estuvieron, en esas cuevas casi dos días metidos, dos días que, coño, fueron como un mes completo, y cuando ya no escucharon más botas, ni gritos, ni tiros, ni mentadas de madre, ni detonaciones, cuando ya se había hecho de noche y no escucharon a ningún hijodeputa más, salieron. Pero salieron como salen las ratas después de un corrientazo, con un miedo que les corría por las piernas como si se hubieran meado. Y claro que se mearon, y se cagaron también, y se pusieron a correr como locos y en un momento dado Hernán paró, y miró hacia arriba y vio un cielo bastante despejado, sin luna, las estrellas parecían polvo, un chaparrón de polvo cayéndole en el cogote, y entonces comenzó a correr con toda esa mierda encima, con todo ese chaparrón encima, el miedo atrinca, pana, y con una debilidad del carajo porque le pesaba el FAL y la falta de comida, y después de correr y correr a cielo abierto llegaron a una enramada de cosechadores donde había unos arbolitos de merey que los protegían de los Broncos y los Camberras. Aunque los aviones ya se habían ido, pero el ruido hijodeputa de esas máquinas se le había metido como una sanguijuela y lo escuchaba en cualquier cosa, cuando escuchaba un pajarito escuchaba un Camberra, cuando escuchaba sus propios latidos oía un Camberra, todo lo oía como si fuese el rugir arrecho de esos coñoesumadres. Y la lluvia de bombas que lanzaron, y toda esa panda de güevones haciendo el cafecito, despertándose en la mañana, lindo madrugonazo, alrededor de una cocinita maltrecha. Hernán le había dicho al comandante que cambiaran la cocinita por una nueva, porque esa tenía un escape y a veces soltaba unos chorros de candela que en la noche era como gritar, aquí estamos, con un montón de armas oxidadas y muertos de hambre aquí estamos, luchando por una patria nueva aquí estamos, estos cuarenta mamagüevos haciendo la revolución en los Changurriales, péguennos en la jeta su plomamentazón oficial. Y bueno, así fue, recién despertado, con la tacita de peltre en las manos, con las lagañas todavía colgándole de los ojos, Hernán vio cómo el cielo se llenó de aviones y escuchó el traca traca ese, y casi al instante llegaron las bombas. ¿Han visto cómo caen esas bichas? —Morocho esperó una respuesta y todos movieron la cabeza de un lado a otro—. De bolas que no lo han visto, y ellos tampoco vieron un carajo porque empezaron a explotar como si estuvieran sembradas, como si estuvieran acampando encima de ellas, algún malparido que apretó el botón y bum, a correr, bum, bum, bum, a correr. Esa fue la primera carrera, agarraron lo que pudieron y salieron disparados, los primeros hacia el anillo que estaba previsto para contingencias, un escape que había sido ensayado una cagalera de veces. Por suerte mi hermano no se pegó en ese grupo porque a unos quinientos metros los estaban esperando. Eso fue una sangría, tiros de gracia, nucas agujeradas, remates, ejecuciones, pero bueno, gracias al barbudo Hernán hizo lo que no había que hacer y tomó el camino equivocado, porque la equivocación a veces te salva. Y entonces se fueron unos quince por el lado contrario a los Changurriales, por la meseta, donde nadie pensaba que iban a escapar pues era a cielo abierto, y fue así que llegaron a las cuevas vietnamitas y se quedaron dos días mientras la cacería se extendió…

Morocho recuperó el aliento y continuó.

—Ajá, y entonces llegaron a los ranchitos de los cosechadores de merey, como ya dije, y allí descansaron, tomaron aire, también un poco de agua, cerca había un arroyo y ahí limpiaron sus caras todas cagadas que parecían las caras del demonio. Y se hubiesen quedado a vivir ahí o por lo menos a dormir una nochecita, pero era peligroso, así que de nuevo a caminar, a correr, a huir, y así se fueron de la casucha pero apenas cruzaron el arroyo y avanzaron un poco hacia la carretera, escucharon disparos y de nuevo las balas como zancudos, fuiz, fuiz, malparidos, coñoemadres, gritó, cuerpo a tierra, y cargó el FAL con las cuatro municiones que le quedaban, esos cuatro plomos que lo sacarían con vida. Y las besé, me dijo, antes de meterlas en el peine las besé, una, dos, tres, cuatro, y en un momento no hubo más disparos y atacaron en formación elíptica por el costado de donde venía el plomo. Ahí vieron a tres hijoeputas encaletados detrás de unos troncos de chaguaramos caídos, más cagados que ellos, cagadísimos, con sus fales apuntando a la nada, las manos les temblaban, hasta se debieron cagar en sus uniformes esos soldaditos mientras repelían. Y los agarraron sin dispararles ni un tiro, a los soldaditos, les cayeron a culatazos y quedaron en el suelo, y ahí los amarraron y negociaron. Pero entonces el de mayor rango se hizo el arrechito, intentó quitarle el fal a mi hermano, así no más, como si fuera tan fácil, pensó que lo iba a sorprender, no sé qué habrá pensado el marico ese, seguro alguna güevonada aprendida en la escuela de Panamá qué se yo, y bueno, a Hernán no le quedó otra que darle, y le dio, y ahí quedó bien quemado, pudo haber salvado su vida el capitancito ese, pero ahí no se podía andar con juegos y si se jugaba se perdía. Bueno, dejaron al oficial ahí, y le dieron libre a los soldados que salieron escupidos pensando que les iban a tirar por atrás, pero no, echaron a correr y corrieron y siguieron corriendo y ellos hicieron lo mismo pero en dirección contraria, y anduvieron varias horas más hasta que llegaron a la carretera y ahí esperaron encaletados a que pasara alguien que los pudiera llevar. Y después de dos horas viendo pasar carros y camiones de aquí para allá y de allá para acá, apareció la camioneta del gordo Gerald, la Wagoneer marrón que muchas veces los llevó a comprar medicinas y comida a Anaco y al Tigre, y entonces le hicieron señas, épale gordo, y el gordo Gerald los reconoció y paró y Hernán se subió junto con otros cuatro y luego volvieron más tarde a buscar a los demás…

Bueno, así fue la vaina. Después se supo que el malparido de Istúriz los había delatado, un pobre güevón que habían reclutado a los trece años en San Mateo y que le habían colgado un fusil para hacer la revolución. ¡A los trece años! Pues bien, ahí tienes, por andar reclutando carajitos, el tipo hacía la revolución y después comenzó a informar a la DISIP, dio las coordenadas y pallá fueron los aviones, bum bum bum. Y los que tiraron ese coñazo de bombas y agujerearon esas nucas, ¿saben qué? —concluyó Morocho— ahora beben Buchanans dieciocho años en los ministerios y apoyan sus cagalitrosos culos en los sillones de la Asamblea.

De: Happening (Sociedad de Amigos de la Cultura Urbana, 2014)
**
Antidiscursotransgenérico
(Palabras del autor al recibir el premio)

Me piden que diga un discurso. Con esa amabilidad caraqueña, con esa diplomacia del Caribe que sabe hacernos sentir culpables si no hacemos lo que nos piden, me piden que diga un discurso. Pero, ¿un discurso, Andrés?, le pregunto a mi generoso anfitrión. ¿Te refieres a ese género literario que cultivó Demóstenes, Cicerón, Fidel y nuestro ínclito Comandante Supremo? Yo carezco de esos talentos. Yo no puedo alcanzar esas medidas, me es imposible producir semejantes efectos colaterales. Según la Irreal Academia Española, un discurso es un “Escrito o tratado en que se discurre sobre una materia para enseñar o persuadir”. Y yo sólo podría enseñar a dudar. A lo sumo a reírnos un poco de nosotros mismos. Además, no tengo el gen de la persuasión: yo nací sin ese gen. Y para colmo no me gustan los discursos. Me marean, me sacan ronchas. Los discursos son caramelos envenenados, producidos y empacados en los despachos del poder. ¿No estamos todos hasta la coronilla de caramelos envenenados provenientes del poder? Y, como para salir del paso, añadí: Además, tengo que ir a la playa. Las playas argentinas son como una tienda de electrodomésticos después de un saqueo, kilométricas, con vientos patagónicos soplando del sudeste y gente bebiendo mate en vez abrir una cerveza fría. “Bueno, no te preocupes…”, me dijo Andrés, “No te sientas obligado. Vete a la playa, descansa y, si no escribes nada, no pasa nada. A lo sumo la gente se irá más temprano”. Hubo una pausa. ¿Más temprano? Me alarmé. ¿Cómo más temprano? La gente no puede irse más temprano. Yo no viajé de tan lejos para que la gente se vaya más temprano. Yo vengo con ganas de verlos a todos, de escuchar sus últimas desgracias o alegrías, sus chismes, sus mentiras, sus miedos, sus desilusiones, sus locuras…

Todo esto fue por teléfono. Y al colgar, tras pensarlo un poco, recapacité. Me dije: Gustavo, asúmelo, como quien dice: la ocasión lo amerita. Haz un esfuerzo, no seas ingrato. Ya resignado me puse a investigar cómo diablos se escribía un discurso. Y en mi investigación me topé con el Discurso de Angostura, con el discurso directo e indirecto, con el discurso de Salvador Allende ante las grandes Alamedas, con el discurso del excelentísimo señor presidente Nicolás Maduro ante la Asamblea Nacional, su memoria y cuenta, entre comillas, y también me topé con el Discurso del Método y con el Discurso Amoroso y con El discurso del Rey y con El fin del discurso y muchos otros discursos. Los leí, los releí, investigué. Créanme, me apliqué como buen ex alumno de la Escuela de Letras, como un orgulloso tesista de Guillermo Sucre. Y después de todo eso pensé que ya estaba preparado para escribir mi discurso de recepción del Premio Transgenérico (por cierto, me han preguntado si este galardón me faculta para militar en el movimiento LGBT venezolano) ¿Discurso de recepción, dije? Pude haber dicho “de aceptación”, porque los premios pueden rechazarse, como lo han hecho infinidad de pedantes a lo largo de la historia. Pero yo dije sí, acepto, hasta que la muerte nos separe. O, como dijo Nicanor Parra cuando la Universidad de Chile le otorgó un premio: “Soy un monstruo insaciable. No puedo rechazarlo, todas las flores me parecen pocas”.

Con estas ideas a cuestas, me senté con el firme propósito de escribir mi discurso, pero antes pensé que debía hacerme de algunas citas prestigiosas, una que otra referencia importante. Entonces llegaron nuevos problemas, porque los autores a los cuales acudí, es decir, los que tengo en mi parnaso particular, son gente medio malaleche, misántropos, malaspulgas, sujetos poco edificantes, como el mismo Nicanor, por ejemplo, o Mario Levrero, que se la pasaba en calzoncillos y pantuflas, de oficio dudoso (es decir, daba talleres literarios; yo también me dedico a dar talleres literarios, por cierto) mientras ocupaba su cabeza en perpetrar genialidades. Y pensé además en Renato Rodríguez, cuando sintamos que se nos oxida la pluma o el teclado se nos atasca, leamos a Renato Rodríguez. Y de Levrero el libro que más me gusta es precisamente El discurso vacío, donde el uruguayo se empeña en escribir sin decir absolutamente nada (como ven, soy un buen alumno de Levrero).Y de Nicanor Parra pensé en sus Discursos de sobremesa, que en realidad deberían llamarse, en honor a su poesía, antidiscursos. Me encontraba, pues, en tan buena compañía, cuando volvió a sonar el teléfono. Eso fue anoche, como a las diez y media. Era Andrés.“¿Quíhubo?”, me dijo, y pasó a preguntarme por el discurso, que cómo iba eso, que no me sintiera presionado, insistió, que es algo muy breve, que si no, no me preocupe. Pero el efecto de su amistad y su diplomacia fue el de preocuparme triplemente. Entonces, de golpe, ya acorralado y sin salida, me dispuse a escribir el dichoso discurso de recepción o de aceptación o de celebración y tecleé: (abro comillas) Buenas noches, gracias por estar aquí y no en otra parte, gracias a la Sociedad de Amigos de la Fundación para la Cultura Urbana por mantener contra viento y marea este premio; a Andrés por la amistad y el estimulante apoyo telefónico, y al jurado por otorgarle a mi novela Happening (de título intraducible y de argumento que no pienso revelar a menos que me paguen o me peguen) este premio inmerecido. Porque todo premio es inmerecido hasta que se demuestre lo contrario. No quiero presumir, pero escribir una novela es un asunto muy agotador; de corazón, no se los recomiendo… (cierro comillas)
Hasta ahí llegué. El resto del discurso se los debo. De los caramelos envenenados que se encarguen otros.
Muchas gracias a todos.
Gustavo Valle
Enero de 2014

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René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char