sábado, 10 de enero de 2015

La niña era yo


 PIA BOUZAS
(Buenos Aires, 1968)

“Un largo río”
–Jack, do you consider love is a continous stream?
“Love streams” - J. Cassavetes

Si mi papá no hubiera tenido dos hijas con mi mamá, probablemente no habría ido a verla a la clínica oncológica. Se habría quedado en su casa, leyendo el diario. De ser un domingo se habría preparado para ir a misa. Quizá jamás hubiera vuelto a saber de ella, que lo dejó por otro hombre, con quien tuvo dos hijos más y que finalmente la abandonó por otra mujer; vaya ironía. Habría sido fiel a la tradición gallega de corte rotundo y que las heridas quedaran como hachazos en el tronco de un árbol, abiertas hasta volverse corteza seca.

Pero ahí estaba con sobretodo piel de camello, boina negra y guantes de cuero ese lunes de frío insólito para el mes de mayo. Lo vi venir por el pasillo, un poco desorientado entre el sinfín de doctores, enfermeras y familiares (es notable el mundo feudal que se organiza en los hospitales); y confieso que me tomó por sorpresa. No me había avisado. Tenía el rostro afilado, la boca tensa, los ojos un poco agachados. La piel de la mejilla fría y levemente fláccida; eso noté cuando nos saludamos. Hay que admitir que mi papá nunca fue bueno para las situaciones difíciles, sabe desempeñarse mejor en una cotidianidad sin momentos trascendentes. Pero esa vez me dijo que quería verla, que ella era la madre de sus hijas, que cómo no iba a venir. Le advertí que estaba mal. Él insistió.

Entramos a la habitación. Si bien afuera había un sol potente, en el cuarto flotaba apenas cierta claridad. Las cortinas dosificaban la luz, tomaban de ella lo funcional, lo necesario para el sistema, para que las enfermeras hicieran sus diligencias y pasaran desapercibidas, o los doctores
de planta entraran de golpe con resolución práctica.

Al ver a mi madre en la cama sintió el impacto como un árbol viejo, pero se acercó al lado de su cabecera y se anunció con voz firme:
“Soy Alfredo, el padre de tus hijas.”

Ella revoleó los ojos amarillentos y lo identificó. Mi mamá era la única persona que lo llamaba por su segundo nombre, todo el mundo lo llamaba Luis, incluso él mismo. Ella asintió, como si lo hubiera reconocido desde el sueño de la morfina que le estaban pasando desde hacía varias horas. Giró la cabeza hacia mí. Le acaricié la mano, sus dedos sin anillos. Estaba tibia. Soy Marina, le dije. Nos quedamos en silencio los tres. Mamá abría y cerraba los ojos, agitada. Su mirada era intensa pero no se detenía en nosotros, se perdía como arrastrada hacia otras imágenes, alguna alucinación, quizá. Papá no sabía muy bien qué hacer. Estaba tenso, seguramente contracturado en las cervicales. Y de improviso, empezó a hablar. Le dijo con ceremonia:
“Elena, eres valiente.”

Ella no hizo ningún gesto. Fui yo quien levantó la mirada. ¿Había dicho eres?
“Eres una gran mujer.”

¡Sí! Le hablaba de tú, con voz fuerte, impostando la seriedad de un cura. ¡A mi mamá, que no pisaba una iglesia desde hacía treinta años!
“Has sido una gran madre...”

Y dicho esto se quedó callado, como a quien la frase se le queda por la mitad. El silencio se iba haciendo espeso, fangoso, difícil de cortar. Mi papá miraba a mi vieja y le agarraba una mano, o no, no le agarraba la mano, sostenía los guantes negros con una y con la otra se apoyaba en la baranda de metal de la cama, creo que no se animaba a tocarla. Pensaba, buscaría imágenes en algún rincón lejano de la memoria. Quién sabe. Un bloque de cemento entre la emoción y la palabra. Descolocado, mi papá. Pero siguió, como si el silencio obligado de ella fuera consentimiento:
“Pídele a Dios que te dé resignación.”

Y yo pensé: Ahora sí, mi vieja se levanta y lo saca a patadas. Resignarse era un verbo que nunca había entrado en su diccionario. Se agitó violentamente en la cama, abrió los ojos como un vampiro estaqueado, y pidió lo más fuerte que pudo:
“Mis hijos.”

“Acá estoy, mamá”, le dije. Y me miró furiosa, como si me reprochara el haber permitido esa conversación ridícula, un ángel del demonio había entrado a casa. Qué era eso de resignarse. ¿A qué Dios había que pedirle algo? 

Le sugerí entonces a mi papá que saliera. Se fue contrito y me esperó en el pasillo.

Cuando entraron mis hermanos me reuní con él.

Una vez afuera me dijo otra vez con su voz normal, con su voz recuperada del trance, que él no se imaginaba que ella estaba así tan…, que no hubiera entrado, si no. Tenía la boina entre las manos, el gesto sorprendido, los ojos más agachados. Y de no haber sido que estaba tan triste me habría reído, y mucho, porque era difícil concebir una escena en la que mis viejos se mostraran tan fieles a sí mismos. La foto de su luna de miel en Bariloche los tenía juntos en algún cerro con el Llao Llao de fondo, pero yo nunca había colgado esa foto en mi escritorio porque los hongos se habían ido comiendo un extremo de la imagen, y eso le daba al retrato un tinte gótico, a lo Dorian Grey, lo convertía en un objeto del pasado que no lograba encajar en mi biografía.

Bajé con él a la confitería de la clínica. Hacía años que no me sentaba en una confitería con mi papá. No recuerdo de qué hablamos. Recuerdo el olor del café, las medialunas frescas, recién hechas. Creo que le agradecí que hubiera venido.

Cuando volví a la habitación supe que mamá había sufrido una nueva crisis. Habían venido las enfermeras, el doctor de planta. Que había gritado fuerte, y que mi hermana menor le había preguntado:
“¿Qué tenés, mamá?”

“Bronca”, había dicho claramente.

Y después, no mucho después; el cuantificador de morfina ya había subido a treinta:
“Los quiero a todos.”

Y entonces, los cuatro hermanos, sin padres a la vista, nos abrazamos, lloramos un poco, dijimos tonterías, uno le acarició el cabello, otro salió a hablar por teléfono; yo miré el sol por la ventana, cerré los ojos, imaginé un río, un largo río que nos llevaba a todos, lo imaginé bajo la luz
del sol, un torrente cálido que por extraños efectos de la percepción era a la vez sueño y recuerdo.

De Extranjeras (Buenos Aires: Editorial El fin de la noche, 2011)
Fuente: Revista Ñ, 16/04/13
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Cuestiones de familia
Tomada del blog exposiciondelaactual



De repente, mi madre y yo nos encontramos saludando a la familia en el hall del aeropuerto antes de subir al avión, con abrazos emocionados. Eso en sí ya era una estampa insólita pues no teníamos el hábito de viajar juntas. Pero las cosas suelen ocurrir  de manera inesperada, sobre todo cuando mis hermanos traman concilios en secreto. Y así fue: una tarde sonó el teléfono (era sin duda mi hermano mayor) y en la conversación, por momentos crispada, me volví la acompañante ideal de mamá, porque esta vez no podíamos dejarla ir sola, era una locura; ¿cómo podría yo rehuir el honor? Entonces ocurrió como en los cuentos: el  patito feo se convirtió en cisne y preparó las valijas. 
        De todas formas había algo más insólito que viajar juntas, y eso era volver a la ciudad de Quito a buscar los restos de mi abuelo enterrado allí veinte años atrás. Hay que decir que no era exactamente un viaje romántico al lugar de la infancia, sino más bien un viaje póstumo para resolver una cuestión familiar pendiente, de ésas que a mi madre le encantan, y que una, como hija, se ve obligada a asumir tarde o temprano. Y por eso estábamos ahora mi madre y yo, medio dormidas, respirando el aire frío de las seis de la mañana a la salida del aeropuerto Mariscal Sucre, entre los cholos que ofrecían cargar el equipaje a  cambio de unos realitos y los taxistas que se arremolinaban a nuestro alrededor. Habíamos llegado.

        La historia arranca a fines de los años 70, mientras vivíamos en Quito. En uno de esos veranos secos y ecuatoriales la mala hora le llegó a mi abuelo y lo dejó pasmado para siempre. Tan pasmado que cuando la familia entera regresó a la Argentina él se quedó allí, solito en el cementerio municipal, como un faro en el medio del océano más negro. Según mi madre todo era por la burocracia; pero ahora, a la luz de los hechos, me arriesgo a decir que el problema era la cremación. Mi madre era una mujer poco apegada a las tradiciones, a no ser que se tratara de la muerte. Recuerdo dos: el bouquet de orquídeas para los funerales (nada de crisantemos ni de palmas, son tan poco distinguidas…)  y el rechazo absoluto a la cremación. Cuando quería justificarla, decía con gesto grandilocuente que esta cosa le venía de sus bisabuelos, y lo hacía tan tenazmente, que cuando murió su propia madre, la familia nuevamente en concilio tuvo que obligarla a respetar la voluntad de la difunta (que sí quería que la cremaran porque: ¿quién va a venir a ponerme flores?, decía la pobre viejita con toda razón, considerando lo que había ocurrido con su marido, desterrado en su entierro quiteño). Pero a pesar de todos estos antecedentes, nadie en Buenos  Aires, al organizar la repatriación del abuelo, bueno, de sus restos, había contado con la idea fija de mi madre. Todos dábamos por sentado que a la exhumación vendría la cremación, luego la urna, el avión y mi Buenos Aires querido tarareando “que  veinte años no es nada, qué febril la mirada”. Ésa era la obra que yo venía a representar, y para eso vestía mi papel de hija condescendiente, comprensiva, hija adulta en fin. 

Pero haberla visto nomás en el despacho de los funcionarios del Ministerio de Salud en pleno Quito colonial, justo la tarde en que comenzaba una huelga general, y todo al demonio. Ella sentadita en su silla, con su elegancia antigua, sus gestos delicados y decididos, rememorando con emoción los años de vida quiteña; y del otro lado del escritorio, él, el funcionario, suerte de Dr. Chapatín, tristemente elegante y canoso, sorprendido ante esa argentina que hablaba de una ciudad que ya no existía, pero que él había disfrutado, cómo no.
        -Pues fíjese que yo creo que no va a tener que cremar, con veinte años ya… prácticamente no debe de haber nada, …unos huesitos apenas….y con este clima…Así que vivió aquí con su familia y ¿la niña también?
        La niña era yo, y eso dio pie a las anécdotas escolares. Mi madre disfrutaba echando cuentos de nuestra vida en Ecuador con la misma intensidad con la que a mí me molestaba. Y pensando en esa característica tan suya,  en ese momento no di la importancia necesaria a las palabras del Dr Chapatín, no me di cuenta de la puerta que estaba abriendo. Por algún motivo inexplicable ( en realidad, mis profundas ganas de que todo fuera fácil), yo tampoco había reparado en su aversión crematoria, ni en la estrategia asturiana (cosa de bisabuelos también) que desplegaba siempre ante las dificultades: mi madre jamás se adaptaba a lo que las circunstancias demandaban; como una mula empacada golpeaba e insistía hasta que el mundo se venía abajo. Mientras tanto, en la oficina de al lado los huelguistas jugaban a las cartas y miraban cada tanto hacia nosotros: vaya uno a saber qué les producía mayor sorpresa, si los altos funcionarios trabajando o estas gringas recién llegadas. Finalmente un gordito chueco trajo el certificado que necesitábamos y nos despedimos.
        Una vez en la calle intuí que el periplo no iba a ser tan ordenado como la familia había supuesto, y sentí el disgusto en el estómago. Recuerdo perfectamente la calle porque estaba a la vuelta de la iglesia de los jesuitas donde yo había tomado la primera comunión, y del pasaje San Lorenzo, donde comenzaba el verdadero Quito malandra. Había un sol frío, la tarde empezaba a caer y me sentí extraña en esa ciudad, a la vez familiar y desconocida. No era posible un regreso feliz a la tierra del pasado. Me dieron ganas de soltar una puteada a la suerte que me perseguía; para colmo, mi madre dijo:
        -Ya sabía yo que no íbamos a tener que hacer nada, viste, ¿escuchaste, no? Eso, lo que dijo el Dr. ¡Qué encanto de hombre! Decíme si no se parecía a Córdoba, el director de tu colegio.
        Suele ocurrirme cuando estoy con ella: mi madre tiene la capacidad de dejarme muda o desesperada. Esta vez opté por la síntesis y le dije:
       -Me parece un disparate.
       -Siempre negativa vos, mañana conseguimos la urnita especial y listo.
       Ma sí, pensé, y la dejé hacer, cansada como estaba, y apunada en esa ciudad tan alta. Al fin de cuentas era su padre, y yo sólo quería que fuéramos al Hilton, sólo quería un poco de confort internacionalmente estándar, nada más. Finalmente hacia allí fuimos, olvidadas del resto. Sin embargo, viniendo de mi madre, debí sospechar algo cuando dijo urnita especial.         

El día siguiente arrancó temprano en la mañana. Era viernes y teníamos pocas horas para resolver la cuestión, con la huelga general que se iba propagando como reguero de pólvora.  Fue entonces cuando me di cuenta de que la urnita especial (a ella le encantaba nombrarla así) era un objeto que existía únicamente en su imaginación. La primera tienda en la que entramos estaba en un barrio fino de la ciudad, y a pesar de lo evidente, querían evitar a toda costa la sensación de estar comerciando con los pobres muertitos. El vendedor hablaba en voz baja y con gesto compungido, y cuando algún chico entraba corriendo y a las carcajadas, lo tironeaba del brazo y lo retaba al oído, eso sí, con delicadeza. Mi madre andaba con asombrosa naturalidad entre los ataúdes y los ramos de flores, las coronas y las palmas que habían puesto sobre taburetes para darle elegancia al lugar. A mí, en cambio, como siempre me repugnó el olor mezclado de las flores, un poco rancias ya, un poco viejas, me dediqué a otra cosa. Y fue entonces que pensé por primera vez que esto ameritaría una compensación extra de parte de mis hermanos, una porción mayor de la herencia,  una cucarda a la buena hija, algo, qué sé yo. Y en eso andaba cuando el buen señor nos ofreció una urna para cenizas convencional, pero eso sí, en una gama de tres colores: madera, plateado y bronce. Era una pena, no nos servía. Nosotras necesitamos algo más grande, decía mi madre,  como para poner algunos huesitos, ¿se da cuenta?…. 
        -Pues no…-dijo de inmediato, aunque luego, tras unos instantes de vacilación, sus ojitos inquietos lo encontraron y se animó-  bueno quizás esto sí que podría servir, es muy bonito y está forrado por dentro, fíjese qué delicado, ¿qué le parece?
       -Mierda -dije yo.
       -No, no, esto no –dijo mi madre con sonrisa condescendiente.
       Por fin, pensé y respiré aliviada. Gracias a Dios mi madre volvía a la cordura. Lo único que nos faltaba era subirnos al avión con un ataúd de bebé en el bolso de mano.
       -Yo quiero una urna de mármol, pero más grande,  algo de este tamaño –e hizo con sus manos el gesto.
       Falsa expectativa, me dije. Ella seguía en su propósito, impertérrita a la realidad y a mi fastidio. ¿Dónde vamos a conseguir mármol en esta ciudad más pobre que el carajo?  El vendedor nos mandó para el pasaje San Lorenzo, no por el mármol (que descartó de plano), sino por la variedad de la oferta. Ese era el otro sitio donde se vendían ataúdes, aunque más baratos, claro.
       -Eso sí, vaya con cuidado.
       En el taxi discutimos: yo, diciéndole que era un disparate una locura una insensatez; ella, diciendo que yo no sabía nada, que a su abuela no la habían cremado, que los huesitos ella misma los había puesto en una urna grande de mármol, y que eso quería, nada más, una cosa muy simple, tan difícil era de entenderla, era su padre, che.
       Me refugié en los autos que pasaban por la avenida: un Toyota, un Mazda, un Chevrolet viejo, todos subiendo hacia el Quito colonial. La avenida América subiendo será para mí siempre el camino del dentista en una tarde de lluvia.  Yo, en el borde del asiento del auto, pegada a la puerta, sufriendo de antemano por el ruido del torno que iba a escuchar en la sala de espera, las manos sudadas sobre la falda gris del colegio, pensando ¿y si la puerta se abriera?; pero no, en mi familia se usaba el auto con el seguro para niños: imposible que se abriera desde adentro.  ¿Y ahora?  ¿Hasta dónde iba a llegar mi madre? Yo confiaba en que en cualquier momento dejaría de insistir ante la realidad inevitable, que me diría hija, tenías razón, la cremación es lo más simple, esto era una locura, qué bueno que viniste conmigo, si no, quién sabe lo que hubiera hecho. Pero conociéndola, ¿era posible? 
         La calle San Lorenzo era una bajada que terminaba en un arco de piedra. Del otro lado había una explanada muy grande donde empezaban las barriadas pobres. En la cuesta se sucedían alternadamente tiendas donde vendían ataúdes y estuches de instrumentos musicales, una al lado de la otra, con todo en exposición. Algunos cajones, incluso, estaban sobre la calle misma, apoyados contra la pared y luciendo la madera silvestre o el forro de pana negro, nada de lustre, nada de brillo, pero eso sí, de todos los tamaños. Por la cantidad de tiendas se ve que había mercado.
       En eso, mi vieja me agarra del brazo y me dice:
       -Fijate que ahora me acuerdo de esta calle. Acá fue donde te compramos el estuche de tu guitarra, con lo bueno que salió, todavía lo tenés, ¿no? –y sonrió.- Es un buen augurio eso.
       A esa altura yo había dejado de entender, sobre todo su sonrisa indulgente que venía como de la contemplación de un jardín japonés. Me daban ganas de gritarle “fijate dónde estamos, mamá, no es un paseo por el álbum familiar, ¿no ves?” Pero simplemente me salió: 
        -Evidentemente, mamá, a vos se te piantó un tornillo…
         La escena de la tienda fina se repitió en la tienda pobre, pero entre el olor a madera fresca y aserrín en el piso; detrás del cuartito estaba el taller de carpintería donde fabricaban los cajones. La chola primero nos miró con desconfianza. Nos había visto discutir en la vereda, y eso ya era un signo de extranjería; además mi madre entró en la tienda sin resquemor, y eso la puso en guardia. Yo me quedé afuera decidida a no participar más. En la explanada había varios grupos de jóvenes vestidos a la moda yanki NBA: la gorrita para atrás, la mirada desafiante, los pantalones anchos. No hacían nada de nada, sólo miraban y tomaban trago, pero era inevitable pensar que todo podía cambiar en cuestión de instantes. Era evidente que ése no era un lugar para extranjeros, ahí empezaba otra ley, una suerte de Bronx andino con nombre de santo católico. Yo ya no conocía esa ciudad ni sus costumbres y me quería ir de allí de una vez por todas. Flor de guachos mis hermanos, pensé.
       Miré hacia el interior de la tienda: mi madre y la chola conversaban animadamente, como dos personas que se entienden fácilmente a pesar, incluso, de las enormes diferencias. Como siempre, la muerte y el pasado tendían un puente inmediato; sin duda mi madre ya le habría contado toda la historia, y claro que siempre hay compasión por las personas que vienen a buscar a sus muertos, quién no lo sabe. Pero no, tampoco ella tenía la urnita especial, y esta vez ni siquiera propuso el ataudcito. La chola entendía mejor. 
         Abrevio para no redundar. Salimos de allí y la búsqueda continuó, pero yo cerré los ojos y los volví a abrir recién en la habitación del Hilton. Me había recostado y encendido la tele; estaba enojada, fastidiada, harta, y sólo pensaba en lo que vendría, en la suerte de calavera Yorick que tendríamos en el bolso, tintineando alegremente su canto ancestral. Porque ni cajita teníamos. Ahora sólo sería una funda, algo similar a la funda de una almohada. Sí. Aunque parezca mentira, en el último círculo de la espiral mi madre había decidido coserle una funda con una tela blanca que había conseguido milagrosamente en una mercería, justo antes del mediodía, detalle central puesto que sólo nos quedaban dos horas para resolver la cuestión. A mí todo me parecía un remolino de locura,  y mientras giraba en ese vértigo me agarraba a mis argumentos lógicos como a palitos, y los enumeraba mentalmente para ver si con ellos podía hacer un buen remo: insalubre, ilegal, incómodo, insoportable, intolerable, ¿cuántos adjetivos con prefijo in  podía poner en mi lista?
       De repente giré y la vi. Mi madre estaba sentada en el sillón, de espaldas al ventanal que se abría ampliamente sobre la ciudad. La mañana había estado nublada y fría, pero ahora el cielo se había abierto y un rayo de sol entraba en la habitación. Quizás fue el sol o los cuadros renacentistas que uno ha visto, no lo sé, pero algo de la escena me conmovió. La cama donde estaba acostada se me volvió más cálida y ella también se acomodó mejor en el sillón, como si recién entonces hubiera encontrado su posición. Callada y con los anteojos puestos, cosía delicadamente la funda blanca: con la mano izquierda sujetaba la tela, con la derecha pasaba la aguja. No sé cómo me fijé en sus manos, temblaban. Miento. Sí sé por qué observé sus manos: de chica me gustaba observarla coser. Sus manos eran tibias y elegantes, y de cualquier tela podían hacer un disfraz de sirena con lentejuelas verdes y brillantes. Ahí estaba ahora, absorta en su funda, perdida en su propio mundo, sin llorar, sin hablar, sola, cosiendo con puntada prolija. Una costura  delicada y preciosa,  eso quería, una orquídea de lino.
       Sé que en ese momento debí acercarme a ella y abrazarla: su cuerpo estaría tibio, flojo, cansado. Sé que debí susurrarle en el oído que ya no cosiera, que el abuelo entendería. Pero no lo hice, permanecí lejos, enfrascada como una nena enojada. Fue ella la que volvió de su mundo y dejó la funda a medio coser volcada sobre sus piernas. Me miró de soslayo, tanteando en el aire quizás una disculpa:
       -Yo quería algo lindo para papá –dijo entrecortada.
       Y se pasó los dedos por los párpados para borrar con una caricia las lágrimas.

De Extranjeras (Buenos Aires: Editorial El fin de la noche, 2011)

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char