JOSEPH CONRAD
(Teodor Józef Konrad Korzeniowski; Berdiczew, actual Ucrania, 1857 - Bishopsbourne, Inglaterra, 1924)
La tierra parecía algo no terrenal. Estamos acostumbrados a verla bajo la forma encadenada de un monstruo dominado, pero allí, allí podías ver algo monstruoso y libre. No era terrenal, y los hombres eran... No, no eran inhumanos. Bueno, sabéis, eso era lo peor de todo: esa sospecha de que no fueran inhumanos. Brotaba en uno lentamente. Aullaban y brincaban y daban vueltas y hacían muecas horribles; pero lo que estremecía era pensar en su humanidad -como la de uno mismo-, pensar en el remoto parentesco de uno con ese salvaje y apasionado alboroto. Desagradable. Sí, era francamente desagradable; pero si uno fuera lo bastante hombre, reconocería que había en su interior una ligerísima señal de respuesta a la terrible franqueza de aquel ruido, una oscura sospecha de que había en ello un significado que uno -tan alejado de la noche de los primeros tiempos- podía comprender. ¿Y por qué no? La mente del hombre es capaz de cualquier cosa, porque está todo en ella, tanto el pasado como el futuro. ¿Qué había allí, después de todo? Júbilo, temor, pesar, devoción, valor, ira -¿cómo saberlo?-, pero había una verdad, la verdad despojada de su manto del tiempo. Que el necio se asombre y se estremezca; el hombre sabe y puede mirar sin parpadear.
De El corazón de las tinieblas
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"La tarea que me propongo alcanzar, sin más armas que la palabra escrita, es que ustedes oigan, que sientan y, ante todo, que vean. Eso, y sólo eso, nada más.”
En su prólogo a El negro del “Narcissus” (1897)
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Un prólogo es un estado de ánimo. Escribir un prólogo es como afilar la hoz, como afinar la guitarra, como hablarle a un niño, como escupir por la ventana. Uno no sabe cómo ni cuándo las ganas se apoderan de uno, las ganas de escribir un prólogo, las ganas de estos leves sub noctem susurri.
Søren Kierkegaard, Prólogos.
Hay prólogos que se escriben a regañadientes, prólogos que se escriben con entusiasmo y prólogos puramente programáticos. Hay muchos tipos de prólogos. En el prólogo a la edición española de uno de los libros más felices y delicados de Joseph Conrad, El espejo del mar, Juan Benet escribía: “El libro me proporcionó una impresión indeleble y la seguridad de haber topado con una prosa exacta, acabada, perfectamente trabajada, ensamblada y estanca como los cascos de los buques que describía”. Benet leyó primero el libro en francés, luego en inglés, y finalmente en la excelente traducción que hizo al castellano Javier Marías. Ese prólogo, un híbrido entre la especie entusiasta y la programática, tenía por tanto dos propósitos: hacer un encomio de la traducción de Marías y presentar un frío análisis del estilo de Conrad desde las propias convicciones literarias: “A veces el estilo ha de desvanecerse ante las imposiciones del relato, y a veces la mejor forma de tratar una página sea desproveerla de un estilo propio”. La discusión en torno al estilo de Conrad es un asunto capital en la inserción privilegiada de su obra dentro del canon de la literatura inglesa: “Conrad vino a Inglaterra, un isabelino -escribió Ford Madox Ford- con una prosa que continuamente producía efectos polifónicos de órgano… y Conrad es el poeta más importante de hoy en día porque, más que ningún otro escritor, ha percibido que la poesía consiste en la representación exacta de los acontecimientos concretos y materiales en las vidas de los hombres. Es evidente que, como cualquier otro escritor, tiene el secreto anhelo de producir, en algún momento u otro, una escritura abstracta, una escritura que debe estar desprovista de significación material, como una fuga de Bach lo está de un programa, y que aun así debe tener la belleza del sonido puro. Para encontrar a Conrad en una actitud puramente sinfónica hay que remitirse a sus escritos personales, como los recogidos en El espejo del mar”.
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Por Ernesto Bottini
Fuente: http://funcionlenguaje.com
El “prólogo autorial”, cuya característica recurrente es su marcado acento personal, el proscenio donde el autor se desnuda para mostrar con mayor fuerza los ropajes que inmediatamente aparecerán vistiendo los personajes que poblaron su imaginación, el “discurso antepuesto al cuerpo de un libro”, es el tipo de prólogo que constituye la materia prima de Nota del autor, libro que ha publicado recientemente La Uña Rota y donde se recogen las notas que Joseph Conrad escribió para cada una de sus novelas, volúmenes de cuentos y miscelánea reunidos en las Obras Completas. Son estas notas, por tanto, una oportunidad única para indagar en ese discurso que se antepone al cuerpo, en una obra que no abunda, contra una falsa creencia muy difundida, en referencias personales (“algunos de nosotros tenemos por repugnante cualquier despliegue manifiesto de los sentimientos propios”). Esta moneda falsa ha circulado basando su verosímil en el hecho de que Conrad conocía la vida en el mar extensamente y de primera mano, y de allí se ha inferido que sus relatos se basaban en hechos autobiográficos. La realidad es que Conrad encontraba la materia de sus narraciones, la mayor parte de las veces, en historias que se contaban en los barcos, que tenían en el flujo de las tripulaciones y las generaciones sus más entregadas sinapsis, y en personajes que se cruzaron en su vida fugazmente o mucho tiempo después de haber protagonizado los episodios seminales del mito. Lo que ponía de su parte –si es que esto no resulta una ocurrencia- era su inaudita capacidad para registrar las más sutiles aunque significativas inclinaciones del carácter, su inigualable pericia en la selección de aquello que Madox Ford llamaba “la representación para crear el equilibrio justo y la justa verdad de una vida”. La mirada de Conrad, que podríamos identificar como la cualidad principal de su inteligencia literaria, se relaciona con aquél díctum que proponía Schwob en el prefacio a sus Vidas imaginarias: “El arte es todo lo contrario de las ideas generales; solo describe lo individual, solo propende a lo único. En vez de clasificar, desclasifica”.
El hecho de que la mayor parte de estas notas hayan sido escritas quince o veinte años después de la publicación original de los textos comentados, brinda al autor una perspectiva amplia no solamente para analizar su contexto de producción, sino también para enfrentarse al comentario de las repercusiones que esas obras generaron en la crítica y el público. En el prólogo a El espejo del mar, escrito en 1919, trece años después de que se publicara el libro, leemos:
Se me ha comprendido todo lo bien que uno puede ser comprendido en este mundo nuestro, que parece componerse principalmente de enigmas. De este libro se han dicho cosas que me han conmovido en lo más vivo; tanto más cuanto que han sido dichas por hombres cuya ocupación consiste precisamente en comprender, analizar y exponer: en una palabra, por críticos literarios.
Conviene tener en cuenta que Conrad nunca fue un escritor con vocación minoritaria, ni un autor que buscase la complacencia del comentario crítico dando la espalda al público, ya que su profundo humanismo tenía en muy alta estima la capacidad intelectiva de sus lectores:
Lo que siempre me ha causado más temor es desplazarme insensiblemente hacia la posición del escritor que escribe para un círculo reducido, posición que por cierto me habría resultado tan odiosa como arrojar la piedra de la duda a las profundidades insondables de mi firme creencia en la solidaridad de la humanidad toda, en lo que a las ideas simples y a las emociones sinceras se refiere… sería un desafuero indecente negarle al público en general la posesión de una mentalidad crítica…
Pero no siempre la relación con los comentarios críticos ha sido dulce. A veces las críticas le provocaban “sentimientos ambivalentes”. En algunos casos, no pocos, toda la nota introductoria se articula a modo de respuesta a una reseña o a una opinión crítica suscitada previamente por la obra en cuestión, como pasa con el prólogo de la novela Azar:
Cierto crítico ha subrayado que, caso de haber optado yo por otro método de composición, y caso de no haberme tomado tantas molestias, el relato podría haberse referido en doscientas páginas más o menos. He de confesar que no logro percibir con exactitud en qué se fundamenta dicha crítica, ni alcanzo tampoco a comprender qué provecho pueda obtenerse de tal comentario. Sin duda, seleccionando un determinado método y tomándome infinitas molestias, el relato entero podría haberse escrito en un papel de liar.
O también con ocasión de prologar los relatos de Entre mareas, donde disiente de la valoración del crítico y objeta sentando cátedra:
El libro fue objeto de críticas muy variadas y en su mayoría justas, si bien en algún caso sorprenden sus objeciones. Figura entre ellas la acusación de falso realismo que se vertía sobre el primer relato. La habría tomado en serio de no haber sido porque, en una relectura, descubrí que el distinguido crítico me acusaba lisa y llanamente de haber tratado de eludir un final feliz por una suerte de cobardía moral, por miedo a que me tildaran de sentimentalista. Dónde (y de qué clase) hay allí alguna semilla de felicidad que hubiera podido fructificar al final del relato es algo que no alcanzo a ver. Esta crítica parece pasar por alto el propósito y la importancia de un texto cuya intención era esencialmente estética: un ejercicio descriptivo y narrativo en torno a una determinada situación psicológica.
Parafraseando a Borges en su “Prólogo de prólogos”, podríamos decir que el prólogo retrospectivo es una especie lateral de la crítica de la crítica, una crítica elevada a la segunda potencia (y la crítica de un libro de prólogos, ¿qué es?). Aprovecha el novelista experimentado también para arremeter en estas notas contra una forma de novelar que aborrecía profundamente:
La idea de trabajar con la mera fealdad a fin de escandalizar o simplemente de sorprender a mis lectores con un cambio de tercio, jamás se me ha pasado por la cabeza… todo esfuerzo por poner en juego los extremos de las emociones siempre he sospechado que se esconde el degradante roce de la insinceridad… el peligro radica en que el escritor se convierta en víctima de su propia exageración, que pierda de vista la exactitud del concepto de sinceridad, y que al final termine por deprecar hasta la verdad misma por considerarla algo frío y romo en exceso, imposible de aprovechar para su propósito, como si, en efecto, no sirviera a la insistencia de sus emociones. De las risas y las lágrimas es muy fácil descender al gimoteo y la risa tonta… toda ambición es legal, con la sola excepción de aquellas que ascienden sobre las miserias y la credulidad de los hombres.
La severidad argumentativa que a veces muestra ante los reparos de algunas críticas tiene su correlato en la sincera humildad con la que juzga su propia obra a la luz de comentarios que resultan pertinentes: “Al releer El hacendado de Malta recientemente para esta nueva edición, he concluido que mi amigo estaba en lo cierto cuando señaló que, al presentar las emociones de estos dos personajes de una manera demasiado explícita, hasta cierto punto destruí la ilusoria fascinación característica de sus personalidades”. El análisis que propone en estas notas no siempre pincha en hueso, pero siempre deja un núcleo vivo al descubierto sobre el arte de narrar, una zona de reflexión estimulante para el lector (y para el escritor). No está de más señalar que Conrad ni fue ni quiso ser un teórico de la literatura; le bastaba con ser, a su manera y en lo suyo, il miglior fabbro. Aun así, en cada oportunidad sus análisis plantean las preguntas adecuadas. Cuando dice que “Describir con palabras una encrucijada emocional es una tarea imposible. Las palabras son solo una forma de traducción”, a servidor le sobreviene la siguiente reflexión: o las encrucijadas emocionales son lenguaje o son silencio; y en el silencio no hay encrucijadas ni emociones. Las encrucijadas y las emociones solamente pueden tener lugar en el lenguaje. Pero ahí estaría otra vez el maestro, como anticipándose al postestructuralismo:
El pensamiento es el gran enemigo de la perfección. El hábito de la reflexión profunda, me veo en la obligación de decirlo, es el más pernicioso de todos los hábitos creados por el hombre civilizado… Es preferible que la humanidad sea impresionable antes que reflexiva. Nada que sea verdaderamente grande en el sentido en que lo es lo humano –grande de veras, es decir, susceptible de afectar a un gran número de vidas- procede de la reflexión.
En estas notas se aborda también un malentendido frecuente a la hora de hablar de Joseph Conrad, el del inglés como lengua literaria adoptada, un tópico conradiano que ha generado mucha confusión entre los no iniciados: Conrad no tuvo nunca otra lengua literaria que la utilizada desde la primera a la última de sus obras. Si bien su lengua materna era el polaco, el inglés estuvo presente en su vida desde el nacimiento, ocupando el lugar de la lengua literaria, junto con el francés. Su padre, Apollo Korzeniowski, fue uno de los más importantes traductores de Shakespeare al polaco. En este sentido, el caso de Conrad no se corresponde con el de los dos escritores con los que suele vincularse en un tándem de “expatriados” lingüísticos: Vladimir Nabokov y Samuel Beckett. De este tema se ocupa extensamente en la nota dedicada a Crónica Personal:
Siempre me he sentido observado como si fuese una especie de fenómeno, posición que, fuera del mundo del circo, no puede tenerse por deseable… Que yo no escriba en mi lengua materna ha sido, por supuesto, objeto de frecuentes comentarios en diversas recensiones de mis libros e incluso en artículos de mayor fuste… De la manera que sea, se ha extendido bastante la especie de que, en su día, a la hora de escribir elegí entre dos lenguas, el francés y el inglés. Esa impresión es de todo punto errónea… Este malentendido, pues no se trata de otra cosa, fue sin duda alguna culpa mía… La verdad del caso es que la habilidad de escribir en inglés me es tan connatural como cualquier otra de las facultades de que dispongo desde mi nacimiento. Tengo la extraña y abrumadora sensación de que siempre ha formado parte inherente de mí. Y es que en mi caso el inglés no fue producto de una elección ni de una adopción. Jamás pasó por mi cabeza la más remota idea de plantearme una elección. En cuanto a la adopción… bueno, qué duda cabe, hubo adopción, pero que conste que fui yo el adoptado por el genio de la lengua, que tan pronto superé la etapa de los balbuceos se apropió de mí de forma tan cabal que hasta sus propios giros idiomáticos incidieron de forma directa en mi temperamento y modelaron mi todavía maleable carácter… solamente puedo jactarme del derecho a que se me crea cuando digo que de no haber escrito en inglés nunca habría escrito ni una sola palabra.
El método de trabajo de Conrad, que deriva en eso que se reconoce como su estilo característico -la armónica combinación de lirismo metafísico y realismo duro, depurada de su “sentimiento romántico de la realidad”- no es producto de un talento innato, sino la laboriosa dedicación de un trabajo técnico. Madox Ford, seguramente quien mejor ha comprendido los intrincados hallazgos de su narrativa, acertaba en explicarlo de la siguiente manera: “No dejen que los críticos Anglosajones ortodoxos los confundan haciéndoles creer que la evolución de ese método se sostiene en el ilusionismo, o en un mero recurso, o en la simple mecánica. Responde al entrenamiento de músculos especiales para la tarea. He visto a dos porteadores más bien debiluchos trotar por escaleras estrechas cargando un piano, empresa en la que hubiesen fracasado estrepitosamente quince soldados sobrealimentados de mi división. De la misma forma, un escritor verdaderamente entrenado como Conrad puede lograr que te intereses en la lista de la compra o en un catálogo de barcos, mientras que el escritor amateur será soporífero en el relato de la mismísima batalla de Maratón”.
Estos prólogos contienen, si se quiere, la respuesta al “secreto” de su arte, pero su activación no se produce por ósmosis. El aspirante a escritor encontrará útiles enseñanzas en estas páginas, claves sobre las que deberá meditar sosegadamente. A ello sin duda contribuirá el esclarecedor epílogo de Edward Garnett que acompaña la presente edición, “El lugar de Conrad en la literatura inglesa”, publicado originalmente como prólogo a Conrad’s Prefaces to his Works (1937). El arte literario, salvo en contadísimas y excéntricas excepciones, no es producto de una revelación. Estas notas constituyen un buen aviso a navegantes.
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Guillermo Saccomanno
Fuente: pagina12.com.ar
Como en casi todos su libros, Conrad dispone un prólogo para Lord Jim. Entre el principismo y el arte poética, cada prólogo de Conrad es un duelo con sus comentaristas adversos. En el que prepara en 1917 para la segunda edición de Lord Jim, Conrad se opone a las acusaciones de dispersión y falta de control de su historia. También Conrad rebate otra acusación, la de que Lord Jim pueda ser una narración enfermiza. “Este juicio me dio pie para estar toda una hora sumido en inquietas cavilaciones”. Para Conrad no puede haber nada enfermizo en “la aguda conciencia del honor perdido”. Y declara: “Esta conciencia puede ser errónea, o estar en lo cierto, o aún ser condenada por artificial, y acaso mi Jim no sea un tipo de los más comunes y extendidos. Lo que puedo asegurar sin temor a los lectores es que no es el producto de un modo de pensar fríamente pervertido (...) Me tocaba a mí, con toda la simpatía de que era capaz, buscar las palabras justas para lo que representaba. Era uno de los nuestros”.
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Ficha: Joseph Conrad
Nota del autor. Los prólogos de Conrad a sus obras
Traducciones de Catalina Martínez Muñoz, Eugenia Vázquez Nacarino y Miguel Martínez-Lage
Ediciones La uÑa RoTa
Segovia, 2013.
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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char
No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char
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No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
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