Maurice Maeterlinck
(Gante, Bélgica, 1862-Niza, Francia, 1949)
“Ese mundo vegetal que vemos tan tranquilo, tan resignado, en que todo parece aceptación, silencio, obediencia, recogimiento, es por el contrario aquel en que la rebelión contra el destino es la más vehemente y la más obstinada. El órgano esencial, el órgano nutricio de la planta, su raíz, la sujeta indisolublemente al suelo. Si es difícil descubrir, entre las grandes leyes que nos agobian, la que más pesa sobre nuestros hombros, respecto a la planta no hay duda: es la que la condena a la inmovilidad desde que nace hasta que se muere. Así es que sabe mejor que nosotros, que dispersamos nuestros esfuerzos, contra qué rebelarse ante todo. Y la energía de su idea fija que sube de las tinieblas de sus raíces para organizarse y manifestarse en la luz de su flor, es un espectáculo incomparable. Tiende toda entera a un mismo fin: escapar por arriba a la fatalidad de abajo; eludir, quebrantar la pesada y sombría ley, libertarse, romper la estrecha esfera, inventar o invocar alas, evadirse lo más lejos posible, vencer el espacio en que el destino la encierra, acercarse a otro reino, penetrar en un mundo moviente y animado. ¿No es tan sorprendente que lo consiga, como si nosotros lográsemos vivir fuera del tiempo que otro destino nos señala, o introducirnos en un universo eximido de las leyes más pesadas de la materia?”
De La inteligencia de las flores, 1907.
Traducción: Juan Bautista Ensenat.
Cortesía Fernando Daniel Albarracín.
***
Menus propos –le théâtre
(“Pequeño discurso –el teatro”)
(Fragmento)
“Cuando nos sentamos en un teatro antes de una representación –opina Maeterlinck– nos sentimos ansiosos. Esta ilusión preliminar puede compararse a un aviso que viene desde más allá de nosotros. Todos sabemos algo que no hemos aprendido, y eso muy bien puede ser lo único que sabemos precisamente, porque todo lo demás es dudoso. Debemos prestarle atención sólo a lo que no podemos aseverar apropiadamente, porque nuestra ignorancia está estampada en la imagen casi impalpable de todo lo mejor de nosotros. Es como si una mano que no nos pertenece golpeara, en ocasiones, las puertas secretas de nuestro instinto –podríamos decir las puertas del destino, tan cerca están uno del otro. Uno no puede abrirlas, pero debe escucharlas con precaución. En el origen de esta inquietud puede residir un viejo malentendido, como consecuencia del cual el teatro nunca es exactamente lo que la multitud siente instintivamente que es, a saber, el templo de los sueños. Manifiestamente el teatro, al menos en sus tendencias, es un arte; pero no encuentro allí ninguno de los rasgos característicos de las otras artes; o más bien, encuentro dos rasgos, cada uno de los cuales parece cancelar el otro. El arte siempre parece evasivo y nunca habla cara a cara. Podría decirse que es la hipocresía del infinito. Es la máscara temporaria bajo la que lo desconocido sin rostro nos intriga. Es la sustancia de eternidad dentro de nosotros, introducida por la destilación del infinito. Es la miel de la eternidad extraída de una flor que no vemos.”
“El poema es una obra de arte caracterizada por esos rasgos oblicuos y admirables. Pero la representación teatral constituye una contradicción. Causa que los cisnes vuelen del estanque; vuelve a tirar las perlas en el abismo. Pone otra vez las cosas exactamente donde estaban antes de que el poeta llegara. La densidad mística de la obra de arte ha desaparecido. El teatro, a diferencia del poema, sólo produce lo que pasaría si uno quisiera darle sustancia a la materia principal de una pintura y, haciéndolo, la regresara a la vida cotidiana: si uno transportara a sus personajes profundos, silenciosos, llenos de secretos, hasta el medio de glaciares, montañas, jardines y archipiélagos donde parecen estar, y si después uno entrara en ellos, una luz inexplicable se extinguiría de repente, y sin el deleite místico experimentado antes, uno podría encontrarse de pronto en la situación de un hombre ciego en el mar.”
Artículo publicado en la revista literaria Jeune Belgique, 1890.
***
–¿Dónde están los muertos? –preguntó temblando aún a su hermano.
–No hay muertos –dijo Tylil, también algo atemorizado.
Pero tampoco se hallaba el pájaro azul en aquel patio; lo buscaron también inútilmente en el País del Porvenir; y en su busca llegaron hasta el Palacio Azul, donde residían los niños que habían de nacer, en número de algunos miles, envueltos todos en largos vestidos azules; unos jugaban, otros paseaban aquí y allá, algunos hablaban o soñaban, y muchos otros dormían; había también un grupo de ellos trabajando en futuros inventos. Todo alrededor de ellos era azul, azul como el cielo de verano.
–¿Dónde estamos? –dijo Tylil.
–En el País de lo Porvenir –le respondieron.
–Entonces aquí hallaremos al pájaro azul –pensaron los niños.
Inmediatamente se reunieron alrededor de ellos muchos niños con los ojos muy abiertos y con las manecitas en la boca.
–¡Niños vivos! ¡Mirad nuestros inventos! –les dijeron. Y acudieron todos a ellos para enseñárselos.
–¡Mira mis flores! –gritó uno–. Crecerán, cuando yo esté en la tierra, tanto como ésta, y señalaba una flor grande como la rueda de un coche.
–¡Contempla mis peras! –dijo otro–. Serán muy grandes, cuando yo haya cumplido treinta años.
Otro niño acudió presuroso, y empezó a dar besos a Myltil y Tylil diciéndoles:
–Yo seré vuestro hermanito, haré mi entrada en vuestra casa el próximo domingo de Ramos.
–¿Qué llevas en ese saco? –le preguntó Myltil con curiosidad.
–Lo que llevaré conmigo cuando vaya a tu casa; tres enfermedades: la tos ferina, la escarlatina y el sarampión. Y después de eso... os dejaré.
–Pues para esto no vale la pena de que vayas.
–No podemos elegir ni escoger nosotros –replicó aquella alma que aún no había nacido.
De pronto se oyó gran ruido en la sala azul; dos puertas de color de ópalo situadas a un lado empezaron a moverse.
–¿Qué ocurre? –dijo Tylil.
–Es el Tiempo –le contestó un niño.
De El pájaro azul, 1909.
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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char
No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char
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No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
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