viernes, 11 de marzo de 2016

No es del árbol del conocimiento que el dolor viene

MIGUEL GAYA
(Ayacucho, Prov. de Buenos Aires, Argentina, 1953-)



Dale Dunning

EL PARAÍSO DE LOS RENOIR

Tenemos sobre los Renoir una hipótesis inquietante:
La tristeza del padre fue a parar a sus hijos, las heridas de la guerra
declarada por él,
destinadas a él,
mordieron otros miembros
de esa familia
desgraciada
que vivía en el paraíso.

¿Y es que acaso el padre, todo padre, no atina solo a sacudirse de sí el sufrimiento
no ya como padre sino, apenas, como hombre, y cae todo
(el sufrimiento, la finitud, la incompletud) en el hijo
no tanto como hijo sino apenas, creo, como hombre?
Pero ese hombre, Renoir, el padre,
tiene puestos en las piernas, en las manos, en los brazos
el dolor y la pena y la enfermedad.
Y en un gesto de mala magia
a orillas del río que atraviesa el paraíso,
a la sombra del árbol del conocimiento que crece en el paraíso
las arroja
al viento de tramontana que atraviesa el paraíso
y las transmite, da en herencia,
a los hijos
por la mitad.
Porque a uno le duele solo el brazo, y solo la pierna al otro,
de ese dolor que fue causado
por el padre.
¿Y para qué? pregunta el menor de los hijos y el más dolorido
por no saber señalar con qué dolor
lo señaló el padre.
Señalado tal vez por el dolor de no poder
dejar de ver que,
cuando el padre eligió dar dolor,
para que no le doliera, él eligió mirar
lo que el padre se pintaba para ver otra cosa.

Y entonces, dice el hijo,
no es del árbol del conocimiento
que el dolor viene,
dice él,
el menor, el menos indicado,
sino de otro árbol,
de la arboleda absurda
de la creación,
que se mece
en el ocaso
a la suave brisa
del orgullo
y la pena.

Árboles engañosos, dice,
innecesarios
y por eso incesantes
como tumores del mundo,
repartiendo el dolor
que dicen ocultar.

Y el hijo menor dice,
doliéndose de lo que el padre le brinda
de beber,
que ojalá el padre
reviente
del dolor suyo,
y que el dolor ese
no le llegue a él,
ya que él solo quiere
ahora
irse del paraíso de una vez,
de la casa del padre,
para ensuciarse los pies
en el camino.

¿Tienen entonces los hijos la culpa
del dolor del padre, aunque lo deseen?
No.
¿Tiene el padre la culpa
del dolor del hijo, aunque les espante?
Sí.

Rudas maneras de vivir
el paraíso
donde todo sucede
una sola vez
y nos marchamos
dejando detrás nuestro
delante nuestro
retahílas de padres y de hijos
baldados
y caminando.

De Cabeza de artista, Ediciones en Danza, próximo a editarse.

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char