Edgar Allan Poe
(Boston, EE.UU., 1809-Baltimore, id., 1849)
No hace mucho, el autor de estas líneas...
No hace mucho, el autor de estas líneas
afirmaba, con loca vanidad intelectual,
«el poder de las palabras», y descartaba
que en el cerebro humano cupieran
pensamientos ajenos al dominio de la lengua.
Ahora, como burlándose de tal jactancia,
dos palabras -dos suaves bisílabos foráneos
de ecos italianos, labrados sólo para los labios
de ángeles que, bajo la luna, sueñan «en rocío
que pende del Hermón como perlas hilvanadas»-
han emergido de los abismos de su corazón, como
impensados pensares que son el alma del pensamiento,
como visiones más ricas, más agrestes y divinas
que cuantas Israfel, el serafín del arpa («aquel que,
de todas las criaturas de Dios, tiene la voz más dulce»),
pudiera querer articular. ¡Y se han roto mis hechizos!
Impotente, la pluma cae de mi mano temblorosa.
Si el texto ha de ser, como me pides, tu dulce nombre,
no puedo escribir, no puedo hablar o pensar,
ay, ni sentir; pues no creo que sea un sentimiento
esta inmovilidad que me retiene frente al dorado
portal de los sueños abierto de par en par,
con la mirada absorta en la espléndida vista,
extasiado y conmovido al comprobar que a un lado
y a otro, a todo lo largo y ancho,
entre vapores purpúreos, y aún más allá
de donde acaba el panorama... sólo estás tú.
**
El día más feliz
El día más feliz, la hora más dichosa, los ha
conocido mi corazón agotado y marchito; pero
siento que ha desaparecido ya mi más alta esperanza
de orgullo y de poderío.
¿He dicho de poderío? Sí. Pero desde hace
largo tiempo, ¡ay de mí! se han desvanecido
los bellos ensueños de la juventud; han pasado
ya: dejémoslos que se desvanezcan!
Y tú, orgullo, ¿qué haré de ti ahora? Otra
frente puede bien heredar el veneno que me
has dado. Que por lo menos mi espíritu permanezca
tranquilo.
El día más hermoso, la hora más feliz que mis
ojos hayan visto y hayan podido ver jamás,
mi más brillante mirada de orgullo y de poderío,
todo eso ha existido pero ya no existe; yo
lo siento.
Y si esa esperanza de orgullo y de poderío
me fuera ofrecida ahora acompañada de un
dolor semejante al que experimento, no quisiera
revivir esa hora brillante.
Porque bajo su ala llevaba una oscura
mezcla y mientras volaba, dejaba caer una
esencia todopoderosa para consumir un alma que
tan bien la conocía.
**
Solo
Desde el tiempo de mi niñez, no he sido
como otros eran, no he visto
como otros veían, no pude sacar
mis pasiones desde una común primavera.
De la misma fuente no he tomado
mi pena; no se despertaría
mi corazón a la alegría con el mismo tono;
y todo lo que quise, lo quise solo.
Entonces -en mi niñez- en el amanecer
de una muy tempestuosa vida, se sacó
desde cada profundidad de lo bueno y lo malo
el misterio que todavía me ata:
desde el torrente o la fuente,
desde el rojo peñasco de la montaña,
desde el sol que alrededor de mí giraba
en su otoño teñido de oro,
desde el rayo en el cielo
que pasaba junto a mí volando,
desde el trueno y la tormenta,
y la nube que tomó la forma
(cuando el resto del cielo era azul)
de un demonio ante mi vista.
Versiones sin datos
**
Israfel
Vive en el Edén un alma,
"de su corazón las cuerdas
un laúd entrelazaron".
Cantar más bello no existe
que el del ángel Israfel.
Dice el mito que los astros
acallan su estelar himno
ante su voz y su hechizo.
En el cielo,
temblorosa,
la luna embelesada
de amor se sonroja.
Para escuchar su lira
el relámpago
(con las siete Pléyades)
su fuego demora.
Todos ellos dicen (el coro
de estrellas y los otros que escuchan):
que arde de Israfel la lira
y al pulsar las vivas cuerdas
un trémulo canto brota.
Pero es en las alturas
que el ángel
pasa sus días,
donde las ideas
sólo pueden ser puras
y el Dios Amor ha crecido,
donde el mirar de las huríes
se embarga del esplendor
que adoramos en los astros.
Israfel, aciertas tu arte
al despreciar ese canto
entonado sin pasión.
Tuyos son los laureles:
¡Eres el más grande sabio!
¡Vive eterno y plenamente!
Tus dones brillan perfectos
en el éxtasis supremo.
Tu pena, tu honda dicha,
tu amor, tu desesperanza
en tu laúd resplandecen,
¡cómo no han de callar los astros!
Son, sí, tuyos los cielos.
Pero la Tierra está hecha
de pesares y alegrías.
Nuestras flores se marchitan
y de tu encanto la sombra
es el sol que nos cobija.
Si donde Israfel yo fuese
y él mi morada habitara,
tal vez no sería tan bella
su terrenal melodía.
Tal vez mi lira tocase
desde los sagrados cielos,
oda más audaz que ésta.
Versión: Daniela Rodrigues Gesualdi y Daniela Camozzi
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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char
No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char
René Char
No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
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