viernes, 30 de junio de 2017

Y me sentí parte de algo

Verónica Yattah 
(Buenos Aires, Argentina, 1987) 

Fue necesario que apagaran las luces del teatro

para que tu brazo se apoyara por última vez
sobre mi espalda.
Quietud absoluta no era
tu mano más bien latía
y por mínimos que fueran
esos movimientos decían algo.
Durante días habíamos estado dando vueltas 
y a pesar de haber terminado, nos tentó 
la idea de ir al teatro una vez más. 
Cuando se apagaron las luces tuvimos nuestra despedida.
En el teatro no se podía interpretar eso,
en el teatro no se podía hablar.
Cuando encendieron las luces dijiste que la actriz
no había estado bien 
que su declamación no era la de antes, 
hablaste de esa decadencia.
***

El punto se transformó en golpe seco,

las líneas no.
Hasta detenernos las líneas blancas del costado de la ruta
fueron suaves cintas deslizándose.
¿Qué iluminaron las luces esa noche?
Las hice titilar
para espantar lo que veía,
te desperté, por si el punto era mi imaginación
y no ese perro mirándonos de frente.
Me agarraste la mano para no esquivarlo.
De dormir pasaste a ese movimiento
a esa invasión sobre el volante.
En la estación de servicio dijiste "era el perro o".
Yo no pude responder
y mientras el agua caía sobre el parabrisas
al señor le dijiste "sí,
en la ruta había niebla".
***

Como patitos llegamos,
como ciegos.
El segundo no vio al primero
el tercero no vio al segundo.
Tan cerca quedó un auto de otro
que mientras la barrera del tren bajaba
tuvimos tiempo de tomar espacio.
El tren iba a venir
pero no venía.
Vi a una chica darle un beso a un chico
y cómo encendían las luces del restaurante.
Y yo que estaba en bici apoyé mi mano
en el techo del auto vecino
para no tener que sostenerme toda
con la punta de los pies.
Y me sentí parte de algo.
Había viento y era mucho
tener una piel.
Era viernes.
Tenía el cuerpo cansado
y dos piernas fuertes.

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char