(Saint-Sauveur-en-Puisaye, Francia, 1873 - París, Francia, 1954)
"¿Por qué suspender el curso de mi mano sobre este papel que recoge, desde hace tantos años, lo que sé de mí, lo que trato de ocultar, lo que invento y lo que adivino?"
Colette
A los cuarenta y nueve años, Léonie Vallon,
alias Léa de Lonval, se hallaba al final de una brillante
carrera de cortesana con una economía saneada, de buena
chica a quien la vida ha ahorrado las catástrofes más halagadoras
y aflicciones más exaltadas. (...) Cuando Chéri se fue, Léa volvió a mostrarse enérgica,
precisa, ágil. En menos de una hora se había bañado, frotado
la piel con alcohol perfumado de sándalo, peinado
y calzado. Mientras se calentaba la plancha de rizar, tuvo
tiempo de examinar el libro de cuentas del mayordomo y
de llamar a Émile, el criado, para mostrarle la mancha de
vaho azul que había en el espejo. Escrutó la estancia con
su experta mirada, que casi siempre daba en el blanco, y
almorzó en una soledad gozosa, sonriendo por el Vouvray
seco y las fresas de junio servidas sin cortar en una fuente
de Rubelles, verde como una rana mojada. Un fino gourmet
debió de escoger antaño, para este comedor rectangular,
los grandes espejos Luis XVI y los muebles ingleses de
la misma época, las diáfanas vitrinas, el aparador de patas
alargadas, las sillas altas y robustas, todos de una madera
oscura adornada con finas guirnaldas.
(...)
—¡Bésame, te digo!
Dio la orden con el ceño fruncido, y el brillo de sus
ojos, que acababa de volver a abrir, cegó a Léa como una
luz que se enciende bruscamente. Se encogió de hombros
y le dio un beso en la frente, que tenía tan cerca. Chéri rodeó
el cuello de Léa con los brazos y acercó el cuerpo de
ella al suyo.
Léa negó con la cabeza, pero sólo hasta el instante en
que sus bocas se tocaron; entonces se quedó totalmente
inmóvil y contuvo la respiración como alguien que escucha
atentamente. Cuando él la soltó, lo alejó de un empujón,
se levantó, respiró profundamente y se arregló el pelo,
aunque no se había despeinado. Luego se dio la vuelta, un
poco pálida, y se le ensombrecieron los ojos.
(...)
Satisfecha, alargó la cancioncilla frente
al espejo, orgullosa del dominio que tenía sobre sus emociones,
contenta de haber conseguido que el único minuto
emotivo de su separación pasara desapercibido, orgullosa
de haber callado las palabras que nunca hay que decir:
«Habla, suplícame, dime qué quieres realmente, abrázame
con fuerza… Acabas de hacerme feliz…».
(...)
«¿Qué me pasa?». Empezó a temblar de nuevo, presa
de la ansiedad. La imagen de una puerta abierta tras la que
no había nadie la obsesionaba: la puerta del vestíbulo flanqueada
por dos matas de salvia roja. «Es enfermizo—se
dijo—, no es normal que una puerta me ponga en este estado».
También se le aparecieron las tres viejas, el cuello de
Lili, la manta beige que la señora Aldonza arrastraba consigo
desde hacía veinte años. «¿A cuál de las tres me pareceré
dentro de diez años?».
Esta perspectiva no la asustó, pero su ansiedad fue en aumento.
Dejó que su mente divagara de una imagen a otra,
de un recuerdo a otro, tratando de alejarse de la puerta vacía
encuadrada por las salvias rojas. Se aburría en la cama y
temblaba ligeramente. De pronto pegó un salto, sacudida
por un malestar tan fuerte que al principio creyó que era
físico, un dolor que le torció la boca y le arrancó, en un sollozo
ronco, un nombre:
—¡Chéri!
Siguieron unas lágrimas que no pudo reprimir enseguida.
En cuanto volvió a ser dueña de sí misma, se sentó,
se secó la cara y volvió a encender la lámpara.
(...)
Eran las diez y media y el sol había alcanzado la mesa
que los separaba. Las uñas pulidas de Léa brillaron bajo el
rayo de luz, que sin embargo también iluminó la piel flácida
del dorso de sus grandes manos, tan estilizadas, y acentuó
la complicada red de surcos concéntricos, de minúsculos
paralelogramos, como los que la sequía graba en la tierra
arcillosa tras la lluvia.
(...)
Lo oyó tropezar en la escalera
y corrió hacia la ventana. Él bajó los escalones y se detuvo
en medio del patio.
—¡Vuelve a subir! ¡Vuelve a subir!—gritó ella alzando
los brazos.
Una mujer vieja y jadeante repitió, en el espejo alargado,
el mismo gesto, y Léa se preguntó qué podía tener ella en
común con aquella loca.
Chéri reanudó el paso, abrió la verja y salió a la calle. En
la acera se abrochó el abrigo para ocultar la camisa del día
anterior. Léa corrió la cortina, pero aún alcanzó a ver cómo
Chéri alzaba la vista hacia el cielo primaveral y los castaños
en flor y llenaba los pulmones de aire fresco, como un
prófugo.
CHÉRI, traducción del francés de Núria Petit.
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