lunes, 29 de junio de 2009
Un requisito esencial
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KATHERINE ANNE PORTER
(EE.UU., 1890–1980)
—Decía usted que nunca se propuso hacer una carrera de la literatura.
—Yo nunca he hecho una carrera de nada, sabe usted, ni siquiera de la literatura. Empecé sin nada, excepto una especie de pasión, un deseo impulsor. No sé de dónde venía y no sé por qué he sido tan obstinada en ese sentido que nada pudo desviarme. Pero esta cosa que existe entre mi persona y mi literatura es el lazo más fuerte que he conocido con cualquier otra persona u otro trabajo que haya realizado. Empecé a escribir cuando tenía seis o siete años, pero también tenía multitud de otros semitalentos: quería bailar, quería tocar el piano, cantaba, dibujaba. No se trataba en realidad de simples aficiones: lo investigaba todo, experimentaba con todo. Y además hay que tener en cuenta que entonces no había muchas diversiones. Si una quería oír música tenía que tocar el piano y cantar una misma. La mayoría del tiempo dependíamos de nuestros propios recursos: nuestra propia música y nuestros propios libros. Las casas estaban llenas de libros para ser leídos y nosotros los leíamos.
—¿Qué libros influyeron más en usted?
—Es difícil contestar, porque yo crecí en una especie de mezcolanza. Leí los sonetos de Shakespeare a los trece años y estoy completamente segura de que me causaron la impresión más profunda de cuanto haya leído. Durante un tiempo supe de memoria toda la secuencia. Ese fue el momento decisivo de mi vida y después, de un solo golpe, todo Dante. Las obras teatrales las vi en escena pero no recuerdo haberlas leído con algún interés. Ah, bueno, y leí todo tipo de poesía: Homero, Ronsard... y también a los filósofos laicos, Montaigne me influyó enormemente cuando aún era muy joven. Un día, cuando tenía catorce años, mi padre me llevó ante una gran hilera de libros y me dijo: ¿Por qué no lees esto? ¡Te sacará unas cuantas ideas tontas de la cabeza! Era la colección completa de la Enciclopedia de Voltaire, anotada por Smolett. Y me lo leí entero: tardé como cinco años. Y por supuesto leíamos a todos los novelistas del siglo XVIII, aunque Jane Austen, igual que Turgueniev, no me entusiasmó hasta que maduré bastante. Y descubrí por mi cuenta Cumbres borrascosas; creo que leí ese libro cada año de mi vida durante quince años. Lo adoraba, sencillamente. Henry James y Thomas Hardy fueron los autores que me introdujeron en la literatura moderna.
—¿No cree usted que esos antecedentes –el relativo aislamiento de la vida rural del sur del país y el ambiente de interés literario– ayudaron a formarla como escritora?
—Creo que es algo que se lleva en la sangre. En nuestra familia siempre hemos sido grandes escritores de cartas, lectores y narradores orales. Durante toda mi vida he escuchado a personas intelectualmente bien formadas. Todos ellos eran grandes narradores de historias y cada historia tenía forma, sentido y objeto.
—La protagonista de muchos de sus relatos es definida, y se define a sí misma, a menudo, en relación con una organización familiar.
—Sí, pero no fue algo hecho a conciencia, ¿sabe usted? En aquellos días nos sentíamos unidos y vivíamos juntos porque pertenecíamos a una familia. La cabeza de nuestra casa era una abuela, una vieja matriarca, una mujer verdaderamente adorable y hermosa, un alma buena, de modo que no nos hacíamos ningún daño. Pero lo importante es que vivíamos así, con las amistades ancianas de la abuela. Y también estaban los jóvenes, todos ellos mayores que yo; cuando yo era una niña de ocho o nueve años ellos tenían entre dieciocho y veintidós y representaban para mí todo el encanto, toda la belleza y la alegría y la libertad. Estaban también los de mi edad y luego los bebés.
—Usted parece sentir poco de esa preocupación peculiarmente sureña por la culpabilidad racial la muerte de la antigua vida agraria.
—Yo soy sureña por tradición y por herencia, y tengo sentimientos muy profundos respecto al Sur. Y, por supuesto, pertenezco a esa sociedad blanca agobiada por un sentimiento de culpa, pero ese problema sencillamente no me caló muy hondo. Tal vez no soy lo suficientemente judía, o puritana, para pensar que los pecados de los padres los pagan sus descendientes hasta la tercera y cuarta generación. O quizás ello se deba a mis influencias europeas, en Texas y Louisiana. Los europeos no tenían esclavos ellos mismos, pero pensaban que la esclavitud era una cosa muy natural... Pero ¿sabe usted?, yo siempre fui inquieta, siempre fui un espíritu errabundo. Cuando era muy niña me escapaba a cada rato de casa. Una vez, cuando tenía unos seis años, mi padre fue a buscarme por ahí y más tarde me contó que me había preguntado: "¿por qué eres tan inquieta? ¿Por qué no puedes quedarte aquí con nosotros?"; y yo le dije "Porque quiero ir a ver el mundo. Quiero conocer el mundo como la palma de mi mano".
—Y a los dieciséis años lo hizo definitivamente.
—A los dieciséis años me fugué de Nueva Orleans, me casé, y a los veintiuno volví a escaparme, me fui a Chicago, conseguí un empleo en un periódico, entré a trabajar en el cine.
—¿En el cine?
—El periódico me envió a los viejos estudios cinematográficos S. Y A. para hacer un reportaje. Pero me metí en una cola que no era la que me correspondía después fui demasiado tímida para salirme. "Por aquí, amiguita", me dijo el hombre, y de repente me encontré en una escena de un juzgado con Francis X. Bushman. Me sentí horrorizada por lo que me había sucedido, pero me pagaron cinco dólares por el trabajo de ese primer día, así que me quedé. Pasó una semana antes de que recordara a qué me habían enviado, y cuando volví al periódico me dieron dieciocho dólares por el trabajo que no había hecho durante esa semana y me despidieron. Me quedé trabajando en los estudios durante seis meses -finalmente llegué a ganar casi diez dólares diarios- hasta que un día me dijeron: "Nos vamos a California". "Pues yo no", dije. Bueno, eso fue en 1914 y la Guerra Mundial había empezado, de modo que en septiembre me fui a casa.
—¿Y después?
—Después me dediqué a cantar antiguas baladas escocesas con vestuario típico que yo misma confeccioné por todo Texas y Louisiana. Después me dijeron que había contraído tuberculosis y pasé como seis meses en un sanatorio. Sólo era bronquitis, pero estaba en Denver y me conseguí un empleo en un periódico.
—Recuerdo que usted una vez me aconsejó evitar eso a toda costa; me dijo que era preferible ponerse a hacer picadillo en un restaurante.
—O cualquier otra cosa, la que sea. Duré un año en ese empleo y eso fue lo que me convenció de que no me estaba haciendo ningún bien. Después siempre tomé empleítos aburridos que no ocupaban mi mente ni todo mi tiempo y que, por otra parte, me permitían ganar lo suficiente para subsistir. Creo que sólo he dedicado el diez por ciento de mis energías a escribir. El otro noventa por ciento lo dediqué a mantenerme a flote. Creo que eso es un error. Hasta santa Teresa dijo: "Puedo rezar mejor cuando estoy cómoda", y se negó a usar el cilicio y a pasar hambre. No creo que vivir en sótanos y pasar hambre sea mejor para un artista que para cualquier otra persona; lo que pasa es que algunas veces el artista está obligado a hacerlo porque es la única vía posible de salvación, si usted me permite usar esa palabra anticuada. De modo que yo lo hice más bien instintivamente. No tenía experiencia de la vida y tampoco me habían enseñado a hacer nada, de modo que tuve que tomar todo tipo de empleos difíciles. Pero ¿sabe usted?, creo que probablemente habría escrito mejor si hubiera vivido con un poco más de comodidad.
—¿Entonces usted estuvo escribiendo todo ese tiempo?
—Todo ese tiempo estuve escribiendo, independientemente de cualquier otra cosa que estuviese haciendo, independientemente de lo que pensara que estaba haciendo en realidad. Vivía casi tan instintivamente como un animalito, pero ahora comprendo que durante todo ese tiempo una parte de mi persona se estaba preparando para ser artista, que mi mente estaba trabajando incluso cuando yo no lo sabía, cuando no me importaba que estuviera trabajando o no. Estoy firmemente convencida de que durante toda nuestra vida nos estamos preparando para ser algo o alguien, aun cuando no lo hagamos conscientemente. Una mañana llega el momento en que uno se despierta y descubre que se ha convertido de manera irrevocable en aquello para lo cual se había estado preparando desde hacía tiempo. Dios mío, ése puede ser un momento difícil si uno ha estado haciendo las cosas indebidas, algo que va en contra de la naturaleza de uno. Y, créame, yo sé que eso puede suceder. No comparto en modo alguno esa idea estúpida de que lo que uno lleva dentro tiene que salir tarde o temprano, de que no es posible suprimir el verdadero talento. Las personas pueden ser destruidas, pueden torcerse, deformarse y se las puede mutilar completamente. Decir que uno no puede destruirse a sí mismo es tan necio como decir que un joven muerto en la guerra a los veintiuno o veintidós años murió porque ése era su destino, porque de todos modos no iba a hacer nada. Abrigo la firme creencia de que la vida de ningún hombre puede ser explicada en términos de sus experiencias, de lo que le ha sucedido, porque a despecho de toda la poesía y de toda la filosofía que afirman lo contrario, no somos realmente dueños de nuestro destino. No dirigimos realmente nuestras vidas sin ayuda y sin impedimentos. Nuestro ser está sujeto a todos los azares de la vida. Son tantas las cosas de que somos capaces, que podríamos ser o que podríamos hacer. Las potencialidades son tan grandes que ninguno de nosotros las cumple nunca en más de una cuarta parte. Excepto que tal vez haya una poderosa fuerza motivadora que sencillamente lo lleve a uno hacia adelante, yo creo que eso fue lo que pasó conmigo... Cuando yo era una niñita le escribí una carta a mi hermana diciéndole que quería la gloria. Ahora no sé qué quise decir exactamente con eso, pero era algo diferente de la fama del dinero o el éxito. Sé que quería ser una buena escritora, una buena artista.
—¿Pero no hubo ciertos acontecimientos específicos que cristalizaron ese deseo, algo comparable a la experiencia de Miranda en Caballo pálido, jinete pálido?
—Sí, ese suceso fue la epidemia de influenza al término de la Primera Guerra Mundial, que estuvo a punto de causarme la muerte. Sencillamente dividí mi vida, la corté en dos, por decirlo así, de modo que todo lo anterior a eso fue simplemente la preparación, y después, de alguna manera extraña, quedé alterada, lista. Me tomó mucho tiempo salir y vivir en el mundo otra vez. Estaba verdaderamente enajenada, en el sentido estricto del vocablo. Fue el hecho, creo yo, de haber conocido lo que era la muerte y de casi haberla experimentado. Todo lo que los cristianos llaman la "visión beatífica" los griegos lo llamaron el "día feliz", la visión feliz inmediatamente anterior a la muerte. Y si uno ha pasado por eso y ha sobrevivido, ya no es como las demás personas y no tiene sentido engañarse pensando que lo es. Pero yo lo hice: cometí el error de pensar que yo era como cualquier otra persona, de tratar de vivir como las otras personas. Tardé mucho en comprender que eso no era cierto, que yo tenía mis propias necesidades y que tenía que vivir tal como era.
—¿Y eso la liberó?
—Simplemente me levanté, salí corriendo en aquella súbita escapada a México, donde asistí, podría decirse, y ayudé, en la modesta medida de mis posibilidades, a una revolución.
—¿Esa fue la revolución obregonista de 1921?
—Sí, aunque yo realmente había ido a México a estudiar las formas del arte azteca y maya. Había estado en Nueva York y me disponía a viajar a Europa. Pero Nueva York estaba lleno de artistas mexicanos en aquel entonces y todos hablaban del renacimiento, como lo llamaban, que tenía lugar en México. Y me dijeron: "no se vaya a Europa, váyase a México. Allá es donde van a suceder las cosas interesantes". ¡Y tenían razón! Me metí de cabeza en la revolución y en medio de ella tuve la experiencia más maravillosa, natural y espontánea de mi vida. Fue una época terriblemente excitante, llena de vida y al mismo tiempo de muerte. Pero nadie parecía pensar en eso: la vida estaba allí también.
—¿Cuáles cree usted que son las mejores condiciones para un escritor, entonces?
—Ah, no podría decir cuáles son. Es algo muy individual. Cada persona necesita algo diferente... Pero lo que me parece más negativo entre los artistas jóvenes es esa tendencia a ingresar en la clase media, esa idea de que deben casarse, tener muchos hijos y vivir como todo el mundo, ¿sabe? Yo estoy a favor de la vida humana, entiéndame bien, a favor del matrimonio y de los hijos y de todo eso, pero muy a menudo no es posible tener eso y al mismo tiempo hacer lo que se supone que uno haga. El arte es una vocación, tanto como cualquier otra cosa en este mundo. Para el verdadero artista, es la cosa más natural del mundo, no tan necesaria como el aire o el agua, tal vez, pero sí como el alimento. Pero en realidad llevamos una vida casi monástica; para seguirla es necesario, a menudo, renunciar a algo.
—Pero para el artista no probado ése es un acto de fe muy grande.
—Es un acto de fe. Pero una de las características distintivas de un talento es el coraje de tenerlo. Si los artistas jóvenes no tienen el coraje, no hay nada que hacer. Fracasarán, del mismo modo que fracasan las personas sin coraje en otras vocaciones en otras esferas de la vida. El coraje es el primer requisito esencial.
Sus libros: Judas en flor (1930), Hacienda (1934), Vino de la luna (1937), Caballo pálido, jinete pálido (1939) y Relatos completos (1965), Artículos completos y escritos ocasionales, La nave del mal (1962), El error interminable (1977).
Esta entrevista a Katherine Anne Porter, realizada por Barbara Thompson, forma parte de una serie publicada por The Paris Review en 1953 y recogidas posteriormente bajo el título Writers at work por The Viking Press.
La traducción al castellano pertenece a un volumen publicado en México en 1968 por Biblioteca Era.
Imagen: tal como aparece en: www.library.yale.edu/beinecke/orient/mod5.htm
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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char
No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char
René Char
No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char
3 comentarios:
joder... que maravilla esto Irene... que maravilla. gracias. saludo. h
Pensar así en esas épocas, sin discurso "p'afuera', ¿no? Gracias, Irene
justamente justamente... la época... tal vez allí esté lo determinante... hoy, qué es afuera y qué es adentro?
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