Teatro Noh |
(Buenos Aires, Argentina, 1941-2010)
VERSIÓN
(de DIALOGOS DEL AIRE)
por Catorce
El placer de fumar, el placer de quemar
lo que nos llega sólo para ser consumido
y en eso se consuma. El placer de encontrar
en la nada del aire un sabor conocido
un aroma sin nombre, conocido, habitual.
El placer del colmar el aire, este vacío
con el cuerpo del humo que se disolverá
en la nada del aire cesando, convertido
en deseo de volver a desear y volver
otra vez a desear persiguiendo un deseo
intacto que no cese ni se apague al prender
la brasa y que arda en ella convertido en un fuego
ínfimo y casi interior y casi eterno y lento
como el hombre, aspirado desde un vacío del tiempo.
***
CONCIENCIA
La voz que crea
en su oración y crece
en su oración a nada
es todo
lo que hay:
esa voz
yo.
La voz crecida.
La voz que arrastra el tú.
Efecto de un vacío
de la lengua.
Efectos de una suma paterna:
yo
voz crecida
cálida
caída.
***
PADRES
Y cómo flotan esos muertos
en sus palabras
en sus sombras.
***
COSA
Esa forma es la voz.
Otra muerte del arte
(Fragmento)
En fin: nada peor que estar enfermo de literatura. Corrijo: nada peor, para la literatura, que estar enfermo de literatura. Hay quien vive de la literatura y hay (también —¡ay!— hay) quien vive en “estado de literatura”, como decían del hijo de Leo. Pero vivir de la literatura, o vivir en estado de literatura, no son enfermedades: son errores. Alguien cae enfermo de literatura y allí, enfermo, escribe mal.
Es fácil identificar al que padece de literatura, especialmente si quien la padece es uno mismo. Por ejemplo, yo. Yo, que soy yo generalmente o siempre, suelo reconocer si he escrito algo enfermo de literatura porque cuando enfermo de literatura, cuando padezco de literatura, aplico la puntuación debida.
Si puntúo bien estoy enfermo de literatura, lo que en mi caso es grave, pues mi desordenada y bastamente superficial vinculación con la literatura provoca que si enfermo de literatura, enfermo de mala, y aun de pésima literatura.
Pero que nadie quiera imaginar que yo preferiría estar enfermo de buena literatura. La buena literatura, establecía Leopoldo Lamborghini en un texto hoy clásico, no permite apreciar el mal aliento de algunas frases. Y eso distrae: ¿A cuántos hemos visto caer y caer en nombre de la buena letra…?
Es que no hay nada peor que la buena letra. La buena letra, postulo yo en un texto hoy básico, es lo peor: ¿A cuántos hemos visto perder y perderse en el registro meticuloso de la buena frase? Eso sostenía yo, en un texto aún tácito, referido a la —concédase— buena, literatura. Cierta vez escribía un relato instalado en el género del realismo fantástico.
Entonces Pablo, el personaje que yo intentaba escribir, plagió la almohada de un cuento de Horacio Quiroga, esa famosa almohada novelesca donde anidaba un animal que bebía y bebía la sangre de una recién casada, esposa amante de un Buenos Aires, perdido —¡oh!— hoy, definitivamente para siempre, romántica y empalidecida esposa que perdía y perdía y padecía de consunción hasta quedar exangüe…
Pues bien: Pablo de mi relato plagia la almohada, se mune de ella y la tapiza de raso con los colores —fucsia y borravino— que por la época predominaban en su salón de recibir.
Así, munido de la almohada que habitaba aquel arácnido o ácaro gigante, ex de Quiroga, ahora suyo, ahora de mi relato, fue dando cuenta, por consunción, de todas sus amantes, cada una de las cuales, a su turno, acabó, al cabo de unas pocas sesiones en su salón, muriendo exangüe, muerta, acabada así.
Pero el meollo en esta historia (no en la de Quiroga) pivoteaba sobre la experiencia sensible del peso de la almohada, que ya en la versión original, la de Quiroga, se anunciaba como un posible desenlace muy atractivo. (“¡Cuánto pesa la almohada…!”, exclamó la nurse del cuento de Quiroga.) “¡Cuánto que pesa ahora el cojín fucsia nuevo del living…!”, pudo haber exclamado Pablo en mi relato, una vez que el siniestro y chupante animal dio cuenta de dos o tres amantes al hilo.
Porque, bueno es recuperarlo en esta historia, exangües, una a una, cada cual a su turno, al hilo, fueron quedando y muriendo las amantes de Pablo en su salón de recibir. Pobres amadas, etéreas, murieron lívidas, siempre a la hora del té, casadas.
Después, páginas adelante, el muchacho de mi relato —Pablo— se hastía del peso insoportable de su cojín, ensaya un cambio de instrumento y recurre esta vez a un jarabito a base de láudano y violetas, un poco estimulante, un poco soporífero, que, también a su turno, acabó con varias de sus amantes, las que saldaban, pues aún no habían sido sometidas a lo que bien pudo llamarse, párrafos atrás, el efecto almohadón, es decir, la gran succión arácnea a la que fueron sometidas las exangües pioneras.
Tan eficaz le resultó el nuevo procedimiento literario del jarabe a Pablo, tanto se divirtió nuestro avezado personaje con el tintineo verdoso de las copas de brindis en las que solía escanciar venenoso licor, que olvidó el almohadón y siguió, a su turno, operando exclusivamente con este nuevo método criminal, hasta que tiempo después recordó el cojín y se deshizo de él: lo deshizo, guardó la funda, y donó la araña a un colegio vecino donde la profesora de zoología, o botánica, era prima suya, o cuñada de su hermano. Algo así.
Este prodigio, que Pablo calificara como Prodigioso Programa Erradicador de la Hora del Té, ese prodigio que comenzó con el dispositivo literario de la almohada y continuó después con el verdoso jarabito, fue dando cuenta —una a una, cada cual a su turno— de todas las amantes de Pablo.
Pablo: Pablo era ahora una araña voraz y conversa que acababa dejando que toda su vida, como si fuera un texto, pivoteara sobre la necesidad de reclutar nuevas y más nuevas víctimas para poner a prueba la eficacia —prodigiosa— de su juego invernal. Era invierno: hacía tres meses que había plagiado el recurso del cojín del cuento de Quiroga dando comienzo así a su prodigioso raid criminal infernal.
No era infierno: era en Vicente López, cerca del Liceo Inglés. Era invierno y poco antes de que estallase la primavera en mil capullos politonales la policía comenzó a vigilar las actividades del personaje hasta que la Brigada de Homicidios de la Comisaría Zonal puso fin a toda su trama y sus andanzas y acabó desbaratándolo todo. Absolutamente todo.
Tiempo después, Pablo, el personaje, arrojado a una cárcel de asesinos, puede recuperar su almohada. En efecto: alguien —un familiar, un primo o un cuñado de su hermano— se la hace llegar mediante un pequeño soborno a las autoridades venales del penal donde purga él su vitalicia pena.
Ahora viene la parte de la celda, la almohada o cojín fucsia, y dentro de ella, la araña inicial, que sin amantes a quienes expoliar y succionar hasta dejar exangües, languidece, hastiada y flaca, dentro de la bella bolsa de raso acondicionada con negra estopa, y está —la araña— próxima a morir exangüe dentro de su cojín, ahora no tan bello porque lo que fue un bello raso de tapicería fucsia ha comenzado a apelmazarse por el roce contra la superficie del relato.
Entonces Pablo revisa su pasado y descubre, gracias a una reveladora carta de su prima carnal, que en la rama belga de su árbol genealógico se contaban innumerables antecedentes de raids asesinos espectaculares como el suyo, con la diferencia de que sus autores tomaron, cada uno a su turno, el buen recaudo de ejecutar sus crímenes fuera del alcance de la mirada celosa de las instituciones públicas de vigilancia.
“Era otra época —reflexionaba Pablo— y entonces todo podía hacerse protegido por la intimidad de la gran casa belga señorial…” Así pensaba Pablo, triste, mirando aquel cojín enclenque donde su araña desfallecía, él, apenado.
Pero después lo ponen en libertad, a Pablo. Falta de pruebas, o una amnistía, algo por ese estilo, y a él lo colocan en libertad y entonces vuelve a sus viejos hábitos del cojín y la araña y a los brindis de láudano verdoso, envenenante y ruin.
Pero —siempre se repiten los peros condicionando estos relatos— sus amantes, aquellas dóciles visitadoras de la primera matinée de su salón de recibir, habían, por decirlo así, envejecido.
¡Habían perdido! Habían, por así decirlo, perdido el empuje inicial que las había llevado a desfallecer hasta caer en el mismo segmento del relato de la hora del té, entre los brazos de nuestro héroe, cada una a su turno, a la hora del té, casadas, lánguidas, exangües. Y el pobre Pablo se preguntaba:
“¿No soy ya más yo aquel en cuyos brazos…?”. Y no.
Bien lo tenía ahora a la vista: ya no era aquel en cuyos brazos nada. Ahora era apenas él y ellas, envejecidas, no despertaban siquiera el apetito de la araña, ni hacían más tintinear con sus dientes de enorme perla alabastrina las grandes copas de licor verdoso. “Ya todo se acabó. Todo se hunde en la nada”, se lamentaba Pablo el día que expiró, exangüe, su araña, hambrienta, triste, por desgano y de vieja, o a causa de tanto traqueteo y ajetreo en los traslados de uno a otro fragmento del texto.
Muerta la araña y envuelta ya la araña en una tela de terciopelo fucsia, es donada por el propio Pablo a un colegio donde la prima, o la hermana de su cuñado, cobraba un sueldo como profesora de química y jefa del museo y del laboratorio.
Y allí la exhiben, a la araña, dentro de un frasco, flotando enclenque en su formol verdoso.
“Está igualita”, se decía Pablo al verla a través de los gruesos cristales de la ventana del museo de ciencias naturales del colegio, que se abrían a la calle Brown, pero se apenaba, por verla así flotando exangüe y muerta en ese inhóspito y verdoso formol, y se decía: “La próxima vez lo pensaré mejor antes de desprenderme y donar mi araña y deberé cederla a un profesor de literatura, que sin duda será más cuidadoso y hasta le hará rendir mejor provecho…”.
Así, aproximadamente, finalizaba esa versión.
Y así, aproximadamente, practicaba yo el género del relato fantástico, que tiene que ver tanto con lo que se llama fantasía como con las cosas. Pero algo me faltaba. No estaba enfermo, entonces, yo, de literatura. Era ése un día de sol.
Era ése un día de soledad perfecta en el que había yo despachado telefónicamente a todas mis amantes disponiéndome a gozar de la perfecta soledad repetida de mi salón de recibir, solo, yo, retozando y solazándome en los solícitos cojines fucsias de mi salón de recibir. Era ése un día muy grande y el resultado de su grandeza quedó a la vista: esta salud del texto, vitalicia, implacable.
Pero la clase humana, lo ha establecido Eliot en un texto hoy célebre, no soporta demasiada realidad. “humankind/ Cannot bear —dice el poeta angloamericano— very much reality…”
Y aquel texto, mi texto, pecaba de eso. Era tangible, espeso, real, el texto, y a duras penas se legitimaba en un intento de explicación, y por eso el humano —el lector— y los críticos —también ¡oh! humanos— no resistían esa realidad del texto que denunciaba su pertenencia al transitado campo de las citas.
Entonces lo rehíce yo, al texto, y lo reescribí durante uno de esos días en los que se teme estar enfermo de literatura: recuerdo al escritor francocubano Ernesto Cortázar, ahora, mientras reviso las dos versiones del proyecto de relatos que pronto leeréis en las que se habla, en general, de una recaída.
En la nueva versión, Pablo —hablo de mi Pablo— habita la misma casa californiana enclavada en los suburbios de Vicente López. Hay el mismo séquito de amantes vespertinas y mismos los cojines sobre los que languidecen, aún vivas, trémulas, a la hora del té y casadas, las amantes. Hay, en general, los mismos elementos.
Uno de ellos, Pablo de mi relato, traba amistad con un viejo anticuario. Gracias a una frase que desliza al pasar el decrépito comerciante, a quien sólo el carácter cargado de tiempo de la mercancía con que lucra ennoblece, advierte Pablo que su nuevo amigo no es sino uno de Los Inmortales, una suerte de personaje extraído del escritor anglochileno Augusto Borges. ¡Un Inmortal…! ¡Un Inmortal!
Debo escribir ahora que Pablo se entusiasma y se dispone a oír la historia —la confesión— de un Inmortal, e interroga al hombre y ruega al hombre que responda a sus interrogantes y le dé a conocer su Historia.
Con lujo de detalles. (Si esto era un lujo, sólo un lujo.) Pero lo que Pablo ignora, y el lector ignora, y lo que el viejo anticuario, el Inmortal, no ignora, es que la maldición de los Inmortales reza que bastará con que alguien asista atento a la narración puntual de un Inmortal, para que el don de la Inmortalidad se retire de éste y pase a aquél, al otro alguien que escuchaba. Y Pablo oye, y Pablo escucha ingenuamente complacido el relato del otro que, de ese modo, se libra de su don, que no era —y el lector pronto lo sabrá— sino una condena o una maldición, un, por así decirlo, arrabal amargo de las variantes adoptadas por el género humano, según se verá.
Y el anticuario contempla cómo la maldición de la inmortalidad sale de sí y se va haciendo carne literalmente en su pobre escucha —Pablo— y, librado ya de su carga de siglos, el anciano concluye su relato y se desintegra, transformándose en una nube de polvo amarillento, como aserrín, que cae pausadamente sobre los cojines fucsia del living del californiano chalet de Vicente López, donde toda la escena ha transcurrido y quedan, como únicos testimonios de lo ocurrido, la prótesis dentaria de quien fuera inmortal, sus gemelos de lapislázuli y la gran copa de licor verdoso que el anciano bebiera a lentos sorbos mientras narraba su historia inverosímil.
Poco tardará Pablo en descubrir que el don que ha recibido no es un don, sino una maldición, o una condena: una letanía insulsa, para decirlo sintéticamente. Pero Pablo de mi relato tampoco tarda mucho en aprender que si alguien asistiera al relato puntual de la historia del pase del don de la Inmortalidad y a la exposición detallada de sus encuentros con el anticuario, la Inmortalidad —esa condena— pasaría a un tercero y lo devolvería a él, a Pablo, a su antiguo y por ahora añorado destino humano, temporal.
Entonces Pablo redacta sus memorias. Es una apuesta.
Piensa que si relata cuidadosamente sus memorias y alguien las lee con atención y crédulamente, ese alguien recibirá el don, que bien sabe no es tal don sino una maldición, o una condena.
Y así compone su relato Pablo, y lo compone disfrazándolo de un texto sin ambiciones, sin aspiraciones ni fines ocultos, en el que oblicuamente habla de una historia sobre el estar enfermo de literatura, del culto de una araña, de raids asesinos y uxoricidios narrados en tercera persona, con aventuras policiales y mujeres casadas, a la hora del té, y lentamente, meticulosamente, inocula en la trama de su relato la verdadera historia de la revelación, la escenita del living con el anticuario y ese polvillo inexplicable, como aserrín, junto al que concluyó todo un capítulo importante de su vida.
Resultaría evidente para un lector atento: Pablo se está jugando entero en su relato para librarse de una maldición.
Y escribe Pablo. Escribe cuidadosamente, meticulosamente, y oculta su terrible verdad en esa trama de relato ficticiamente autobiográfico en el que ningún lector alcanzaría a apreciar, ni siquiera a intuir, sus verdaderos sentimientos respecto del amargo destino de ser Inmortal.
(Fragmento)
Es fácil identificar al que padece de literatura, especialmente si quien la padece es uno mismo. Por ejemplo, yo. Yo, que soy yo generalmente o siempre, suelo reconocer si he escrito algo enfermo de literatura porque cuando enfermo de literatura, cuando padezco de literatura, aplico la puntuación debida.
Si puntúo bien estoy enfermo de literatura, lo que en mi caso es grave, pues mi desordenada y bastamente superficial vinculación con la literatura provoca que si enfermo de literatura, enfermo de mala, y aun de pésima literatura.
Pero que nadie quiera imaginar que yo preferiría estar enfermo de buena literatura. La buena literatura, establecía Leopoldo Lamborghini en un texto hoy clásico, no permite apreciar el mal aliento de algunas frases. Y eso distrae: ¿A cuántos hemos visto caer y caer en nombre de la buena letra…?
Es que no hay nada peor que la buena letra. La buena letra, postulo yo en un texto hoy básico, es lo peor: ¿A cuántos hemos visto perder y perderse en el registro meticuloso de la buena frase? Eso sostenía yo, en un texto aún tácito, referido a la —concédase— buena, literatura. Cierta vez escribía un relato instalado en el género del realismo fantástico.
Entonces Pablo, el personaje que yo intentaba escribir, plagió la almohada de un cuento de Horacio Quiroga, esa famosa almohada novelesca donde anidaba un animal que bebía y bebía la sangre de una recién casada, esposa amante de un Buenos Aires, perdido —¡oh!— hoy, definitivamente para siempre, romántica y empalidecida esposa que perdía y perdía y padecía de consunción hasta quedar exangüe…
Pues bien: Pablo de mi relato plagia la almohada, se mune de ella y la tapiza de raso con los colores —fucsia y borravino— que por la época predominaban en su salón de recibir.
Así, munido de la almohada que habitaba aquel arácnido o ácaro gigante, ex de Quiroga, ahora suyo, ahora de mi relato, fue dando cuenta, por consunción, de todas sus amantes, cada una de las cuales, a su turno, acabó, al cabo de unas pocas sesiones en su salón, muriendo exangüe, muerta, acabada así.
Pero el meollo en esta historia (no en la de Quiroga) pivoteaba sobre la experiencia sensible del peso de la almohada, que ya en la versión original, la de Quiroga, se anunciaba como un posible desenlace muy atractivo. (“¡Cuánto pesa la almohada…!”, exclamó la nurse del cuento de Quiroga.) “¡Cuánto que pesa ahora el cojín fucsia nuevo del living…!”, pudo haber exclamado Pablo en mi relato, una vez que el siniestro y chupante animal dio cuenta de dos o tres amantes al hilo.
Porque, bueno es recuperarlo en esta historia, exangües, una a una, cada cual a su turno, al hilo, fueron quedando y muriendo las amantes de Pablo en su salón de recibir. Pobres amadas, etéreas, murieron lívidas, siempre a la hora del té, casadas.
Después, páginas adelante, el muchacho de mi relato —Pablo— se hastía del peso insoportable de su cojín, ensaya un cambio de instrumento y recurre esta vez a un jarabito a base de láudano y violetas, un poco estimulante, un poco soporífero, que, también a su turno, acabó con varias de sus amantes, las que saldaban, pues aún no habían sido sometidas a lo que bien pudo llamarse, párrafos atrás, el efecto almohadón, es decir, la gran succión arácnea a la que fueron sometidas las exangües pioneras.
Tan eficaz le resultó el nuevo procedimiento literario del jarabe a Pablo, tanto se divirtió nuestro avezado personaje con el tintineo verdoso de las copas de brindis en las que solía escanciar venenoso licor, que olvidó el almohadón y siguió, a su turno, operando exclusivamente con este nuevo método criminal, hasta que tiempo después recordó el cojín y se deshizo de él: lo deshizo, guardó la funda, y donó la araña a un colegio vecino donde la profesora de zoología, o botánica, era prima suya, o cuñada de su hermano. Algo así.
Este prodigio, que Pablo calificara como Prodigioso Programa Erradicador de la Hora del Té, ese prodigio que comenzó con el dispositivo literario de la almohada y continuó después con el verdoso jarabito, fue dando cuenta —una a una, cada cual a su turno— de todas las amantes de Pablo.
Pablo: Pablo era ahora una araña voraz y conversa que acababa dejando que toda su vida, como si fuera un texto, pivoteara sobre la necesidad de reclutar nuevas y más nuevas víctimas para poner a prueba la eficacia —prodigiosa— de su juego invernal. Era invierno: hacía tres meses que había plagiado el recurso del cojín del cuento de Quiroga dando comienzo así a su prodigioso raid criminal infernal.
No era infierno: era en Vicente López, cerca del Liceo Inglés. Era invierno y poco antes de que estallase la primavera en mil capullos politonales la policía comenzó a vigilar las actividades del personaje hasta que la Brigada de Homicidios de la Comisaría Zonal puso fin a toda su trama y sus andanzas y acabó desbaratándolo todo. Absolutamente todo.
Tiempo después, Pablo, el personaje, arrojado a una cárcel de asesinos, puede recuperar su almohada. En efecto: alguien —un familiar, un primo o un cuñado de su hermano— se la hace llegar mediante un pequeño soborno a las autoridades venales del penal donde purga él su vitalicia pena.
Ahora viene la parte de la celda, la almohada o cojín fucsia, y dentro de ella, la araña inicial, que sin amantes a quienes expoliar y succionar hasta dejar exangües, languidece, hastiada y flaca, dentro de la bella bolsa de raso acondicionada con negra estopa, y está —la araña— próxima a morir exangüe dentro de su cojín, ahora no tan bello porque lo que fue un bello raso de tapicería fucsia ha comenzado a apelmazarse por el roce contra la superficie del relato.
Entonces Pablo revisa su pasado y descubre, gracias a una reveladora carta de su prima carnal, que en la rama belga de su árbol genealógico se contaban innumerables antecedentes de raids asesinos espectaculares como el suyo, con la diferencia de que sus autores tomaron, cada uno a su turno, el buen recaudo de ejecutar sus crímenes fuera del alcance de la mirada celosa de las instituciones públicas de vigilancia.
“Era otra época —reflexionaba Pablo— y entonces todo podía hacerse protegido por la intimidad de la gran casa belga señorial…” Así pensaba Pablo, triste, mirando aquel cojín enclenque donde su araña desfallecía, él, apenado.
Pero después lo ponen en libertad, a Pablo. Falta de pruebas, o una amnistía, algo por ese estilo, y a él lo colocan en libertad y entonces vuelve a sus viejos hábitos del cojín y la araña y a los brindis de láudano verdoso, envenenante y ruin.
Pero —siempre se repiten los peros condicionando estos relatos— sus amantes, aquellas dóciles visitadoras de la primera matinée de su salón de recibir, habían, por decirlo así, envejecido.
¡Habían perdido! Habían, por así decirlo, perdido el empuje inicial que las había llevado a desfallecer hasta caer en el mismo segmento del relato de la hora del té, entre los brazos de nuestro héroe, cada una a su turno, a la hora del té, casadas, lánguidas, exangües. Y el pobre Pablo se preguntaba:
“¿No soy ya más yo aquel en cuyos brazos…?”. Y no.
Bien lo tenía ahora a la vista: ya no era aquel en cuyos brazos nada. Ahora era apenas él y ellas, envejecidas, no despertaban siquiera el apetito de la araña, ni hacían más tintinear con sus dientes de enorme perla alabastrina las grandes copas de licor verdoso. “Ya todo se acabó. Todo se hunde en la nada”, se lamentaba Pablo el día que expiró, exangüe, su araña, hambrienta, triste, por desgano y de vieja, o a causa de tanto traqueteo y ajetreo en los traslados de uno a otro fragmento del texto.
Muerta la araña y envuelta ya la araña en una tela de terciopelo fucsia, es donada por el propio Pablo a un colegio donde la prima, o la hermana de su cuñado, cobraba un sueldo como profesora de química y jefa del museo y del laboratorio.
Y allí la exhiben, a la araña, dentro de un frasco, flotando enclenque en su formol verdoso.
“Está igualita”, se decía Pablo al verla a través de los gruesos cristales de la ventana del museo de ciencias naturales del colegio, que se abrían a la calle Brown, pero se apenaba, por verla así flotando exangüe y muerta en ese inhóspito y verdoso formol, y se decía: “La próxima vez lo pensaré mejor antes de desprenderme y donar mi araña y deberé cederla a un profesor de literatura, que sin duda será más cuidadoso y hasta le hará rendir mejor provecho…”.
Así, aproximadamente, finalizaba esa versión.
Y así, aproximadamente, practicaba yo el género del relato fantástico, que tiene que ver tanto con lo que se llama fantasía como con las cosas. Pero algo me faltaba. No estaba enfermo, entonces, yo, de literatura. Era ése un día de sol.
Era ése un día de soledad perfecta en el que había yo despachado telefónicamente a todas mis amantes disponiéndome a gozar de la perfecta soledad repetida de mi salón de recibir, solo, yo, retozando y solazándome en los solícitos cojines fucsias de mi salón de recibir. Era ése un día muy grande y el resultado de su grandeza quedó a la vista: esta salud del texto, vitalicia, implacable.
Pero la clase humana, lo ha establecido Eliot en un texto hoy célebre, no soporta demasiada realidad. “humankind/ Cannot bear —dice el poeta angloamericano— very much reality…”
Y aquel texto, mi texto, pecaba de eso. Era tangible, espeso, real, el texto, y a duras penas se legitimaba en un intento de explicación, y por eso el humano —el lector— y los críticos —también ¡oh! humanos— no resistían esa realidad del texto que denunciaba su pertenencia al transitado campo de las citas.
Entonces lo rehíce yo, al texto, y lo reescribí durante uno de esos días en los que se teme estar enfermo de literatura: recuerdo al escritor francocubano Ernesto Cortázar, ahora, mientras reviso las dos versiones del proyecto de relatos que pronto leeréis en las que se habla, en general, de una recaída.
En la nueva versión, Pablo —hablo de mi Pablo— habita la misma casa californiana enclavada en los suburbios de Vicente López. Hay el mismo séquito de amantes vespertinas y mismos los cojines sobre los que languidecen, aún vivas, trémulas, a la hora del té y casadas, las amantes. Hay, en general, los mismos elementos.
Uno de ellos, Pablo de mi relato, traba amistad con un viejo anticuario. Gracias a una frase que desliza al pasar el decrépito comerciante, a quien sólo el carácter cargado de tiempo de la mercancía con que lucra ennoblece, advierte Pablo que su nuevo amigo no es sino uno de Los Inmortales, una suerte de personaje extraído del escritor anglochileno Augusto Borges. ¡Un Inmortal…! ¡Un Inmortal!
Debo escribir ahora que Pablo se entusiasma y se dispone a oír la historia —la confesión— de un Inmortal, e interroga al hombre y ruega al hombre que responda a sus interrogantes y le dé a conocer su Historia.
Con lujo de detalles. (Si esto era un lujo, sólo un lujo.) Pero lo que Pablo ignora, y el lector ignora, y lo que el viejo anticuario, el Inmortal, no ignora, es que la maldición de los Inmortales reza que bastará con que alguien asista atento a la narración puntual de un Inmortal, para que el don de la Inmortalidad se retire de éste y pase a aquél, al otro alguien que escuchaba. Y Pablo oye, y Pablo escucha ingenuamente complacido el relato del otro que, de ese modo, se libra de su don, que no era —y el lector pronto lo sabrá— sino una condena o una maldición, un, por así decirlo, arrabal amargo de las variantes adoptadas por el género humano, según se verá.
Y el anticuario contempla cómo la maldición de la inmortalidad sale de sí y se va haciendo carne literalmente en su pobre escucha —Pablo— y, librado ya de su carga de siglos, el anciano concluye su relato y se desintegra, transformándose en una nube de polvo amarillento, como aserrín, que cae pausadamente sobre los cojines fucsia del living del californiano chalet de Vicente López, donde toda la escena ha transcurrido y quedan, como únicos testimonios de lo ocurrido, la prótesis dentaria de quien fuera inmortal, sus gemelos de lapislázuli y la gran copa de licor verdoso que el anciano bebiera a lentos sorbos mientras narraba su historia inverosímil.
Poco tardará Pablo en descubrir que el don que ha recibido no es un don, sino una maldición, o una condena: una letanía insulsa, para decirlo sintéticamente. Pero Pablo de mi relato tampoco tarda mucho en aprender que si alguien asistiera al relato puntual de la historia del pase del don de la Inmortalidad y a la exposición detallada de sus encuentros con el anticuario, la Inmortalidad —esa condena— pasaría a un tercero y lo devolvería a él, a Pablo, a su antiguo y por ahora añorado destino humano, temporal.
Entonces Pablo redacta sus memorias. Es una apuesta.
Piensa que si relata cuidadosamente sus memorias y alguien las lee con atención y crédulamente, ese alguien recibirá el don, que bien sabe no es tal don sino una maldición, o una condena.
Y así compone su relato Pablo, y lo compone disfrazándolo de un texto sin ambiciones, sin aspiraciones ni fines ocultos, en el que oblicuamente habla de una historia sobre el estar enfermo de literatura, del culto de una araña, de raids asesinos y uxoricidios narrados en tercera persona, con aventuras policiales y mujeres casadas, a la hora del té, y lentamente, meticulosamente, inocula en la trama de su relato la verdadera historia de la revelación, la escenita del living con el anticuario y ese polvillo inexplicable, como aserrín, junto al que concluyó todo un capítulo importante de su vida.
Resultaría evidente para un lector atento: Pablo se está jugando entero en su relato para librarse de una maldición.
Y escribe Pablo. Escribe cuidadosamente, meticulosamente, y oculta su terrible verdad en esa trama de relato ficticiamente autobiográfico en el que ningún lector alcanzaría a apreciar, ni siquiera a intuir, sus verdaderos sentimientos respecto del amargo destino de ser Inmortal.
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