miércoles, 30 de octubre de 2013

Hacia dónde va el mundo y quién lo mueve

LILIANA HEKER

(Buenos Aires, Argentina, 1943)

De Zona de clivaje
(Fragmento)

Ámame sin piedad. Deja que los amantes fáciles se amen cuando es fácil amar. Ámame hasta por haberte traicionado.
                                                                    William Saroyan

[En el] proceso lento y laborioso con que se elabora el cristal... los átomos desordenados y erráticos van buscando en el caos su lugar de mayor estabilidad y equilibrio hasta urdir una estructura destellante y perfecta... Sin embargo hay zonas, planos, donde las uniones interatómicas no se consolidan, son débiles, y son los pavorosos planos de clivaje.
**

El calavera no chilla, acababa de decirle el viejo. Y tenía razón. Si a último momento Irene había desechado la Hermes Baby y se había decidido por una Remington que, entre otros males, no trababa las mayúsculas y carecía de jota, mejor aceptaba sin chistar que el viejo se tomase su tiempo para arreglarla.
      –Pero ocho días me parece demasiado –dijo sin muchas esperanzas.
      El viejo puso los ojos en blanco, murmuró Mamita querida, en qué mundo me metiste y giró la cabeza como buscando un testigo de lo que acababa de escuchar.
      Pero lo único vivo en ese cubículo atestado de máquinas de escribir (fuera de Irene y del viejo mismo) era Alfredo, que no podía ver al viejo porque estaba en una situación extraña. Con la cabeza metida en la Remington y empeñado en alterar con los dedos cierto mecanismo. Dispuesto a resolver in situ el problema de las mayúsculas, pensó Irene, para no hablar de la jota. Y todo porque no se resignaba a que un viejo charlatán arruinase los festejos del cumpleaños de ella justo el día en que él había decidido celebrarlo.
      Era apenas una contingencia que el cumpleaños de ella hubiese ocurrido en febrero y ahora estuviesen en agosto; para Alfredo (cosa que Irene había maliciado trece años atrás, en el Constantinopla) toda medición del tiempo era una práctica bizantina; sólo contaban los actos. Y si seis meses atrás (acababa justamente de explicarle él cuando iban a lo del viejo), si seis meses atrás le había parecido estupendo regalarle a ella una máquina de escribir; si durante todo ese tiempo (cada vez que yo te lo recordaba, le recordó Irene) se había mostrado resuelto a regalársela, y si ahora estaban por entrar a comprarla, ¿dónde residía el desperfecto? El desperfecto (había dicho Irene) residía en que ella no tenía una noción del tiempo tan singular como la de él, ella más bien vivía con un cronómetro en la cabeza, así que había pasado estos seis meses entre paréntesis, con la desagradable impresión de que, mientras no tuviera la máquina, no acabaría de consumarse su trigésimo cumpleaños. O sea con la guadaña en el pescuezo, se le cruzó. Pero en realidad no dijo trigésimo ya que ésa era una cuestión que ninguno de los dos mencionaba. Aunque por distintos motivos (escribiría después Irene); para Alfredo, la mujer de treinta años era un ejemplar balzaciano, definitivamente adulto, que se daba en ciertos casos pero no en el mío, como si un hilo dorado me atara a la adolescente que él había conocido trece años atrás, así que mi insistencia en una máquina de escribir sólo indicaba para él que la que ayer nomás decía que quería comerse la luna se había decidido por fin a mostrar la hilacha. En cambio para mí la máquina era un ensalmo contra la incerteza. La gente me tuteaba en el colectivo, nunca nadie me había llamado señora, todavía tenía cara de que me preguntaran cuántos años tenés. Treinta. Ahí estaba la madre del borrego. Algo se congelaría en el preciso instante en que yo lo dijera. El sentimiento maternal que despertaba en los otros –una celada para incautos, ¿o mi cara no venía a ser la mejor estafa de mi cerebro?–, el gesto del panadero regalándome una palmerita, la ancha risa de mi vecina al pasarme por el balcón un plato con tortas fritas, se tornarían de hielo apenas yo lo enunciara. En ese marasmo vivía, soñando que una máquina de escribir me iba a transformar de golpe y sin dolor en una cabal –aunque adorable– mujer de treinta años que exhalaría su grata treintañedad por toda la piel. No era de extrañar entonces que a último momento desechara la diminuta portátil de nombre sospechoso y me decidiera por una Remington como un tanque de guerra. Sólo que, por el momento, no podía tolerar la idea de que esta franja ambigua de mi vida se extendiera ocho días más.
      –¿Ocho días? –dijo Alfredo, emergiendo del interior de la máquina como si acabara de despertarse–. Si yo con una pincita de depilar y un alambre arreglo esto en diez minutos.
      –No, por favor –susurró Irene–. Dejalo al señor, si al fin y al cabo no hay tanto apuro.
      –Se ve que la chica le tiene confianza –dijo el viejo.
      –No comprende mi genio –dijo Alfredo.
      –Ah, son todas iguales –dijo el viejo, y suspiró.
      Fue un suspiro tan extraordinario que Irene y Alfredo se buscaron simultáneamente la mirada, como para verificar en el otro este pequeño prodigio. Y la tarde dio un viraje hacia la felicidad.
     –En serio no me importa esperar unos días –dijo Irene. Y creyó prudente agregar–: Hasta me gusta eso de que haya una demora, cosa de tener tiempo para preparar el alma.

      Porque sabía que, resuelto a colmarla de dicha como él estaba ahora, era capaz de luchar, ayunar, desgarrarse, tragar vinagre y hasta comerse algún cocodrilo, con tal de que ella tuviera la máquina ya. Y porque acababa de reparar en lo que, un minuto antes, había dicho el viejo. Algo que había dado en el carozo mismo de su Westalshauung. El calavera no chilla, sí señor. Y al que quiera celeste, que le cueste.
      Por fin Alfredo dejó la plata y salió a comprar cigarrillos. Dos minutos después salió Irene, corriendo; agitaba el recibo para que Alfredo pudiera verlo, aunque, como solía pasarle, sin averiguar en qué lugar físico de la realidad estaba él. Cruzó la calle tan radiante y desbocada que no vio a tiempo a una adolescente rubiona que corría en sentido contrario.
      El choque fue violento e inesperado. Las dos se rieron y la adolescente prosiguió su carrera. Pero Irene no. Acababa de notar que no tenía la más pálida idea del lugar al que se dirigía. Atemperada, giró sobre sí misma buscando a Alfredo. Lo ubicó junto al quiosco de cigarrillos que –esas cosas también solían ocurrirle– no quedaba enfrente sino en la misma vereda de donde venía.
     Y algo la hizo sentirse hermosa de la cabeza a los pies: la cara de Alfredo. La miraba riendo, súbitamente joven contra la pared gris. ¿No era asombroso que los arrebatos de ella aún tuvieran la virtud de hacerlo reír? Caminó y en su cuerpo iba floreciendo una sensación antigua, cierto estado de privilegio que solía embriagarla a los diecisiete años y que, en momentos como éste, todavía la embriagaba.
      Aleteante llegó junto a Alfredo.
      –A que no adivinás con quién chocaste –oyó.
      Se sobresaltó pero no acusó el impacto: apenas hubo una imperceptible dilatación de los ojos. Choque, sí, ahora se acordaba, había chocado con alguien al cruzar la calle.
      Predispuso su ánimo para una revelación porque eso prometía la expresión de Alfredo. O el descubrimiento de algún chiste excelso que en pocos instantes compartiría con Irene, siempre dispuesta a paladear hasta el espinazo ciertas tramas absurdas o perversas que urde la realidad.
      –Con quién –preguntó. De pies a cabeza hambrienta de diversión y de conocimiento.
      Y él se lo dijo. Era la silenciosa, la que los dos llamaban la mirona. Esa que, desde hacía más de cuatro meses, acechaba discretamente al profesor Alfredo Etchart.
      Alfredo la había notado el primer día de clase. Y no debió de ser fácil, se había dicho Irene, que lo escuchaba sin mucha dedicación porque estaba abocada a un racimo de uvas que acababa de lavar: entre seiscientos alumnos verla resplandecer como si fuera una reina. Sobre todo porque esa adolescente jetona y de ojos chiquitos (según él le acababa de informar) no podía tener mucho de reina. Ahí estaría lo tentador, en ese apenas rielar de la belleza, un mero soplo, demasiado inconsistente para ser percibido por el ojo humano en estado normal. Él sin embargo lo vio. Acababa de decir algo sobre la función del arte, cierta ilusión que ellos debían perder de un arte utópico que caería sobre la sociedad como una bomba. 
***

–¿Tenés frío? –le pregunta.
Y éste es el abrigado territorio de las palabras. Algo parecido a la dicha empieza a aletear en el cuerpo de Irene.
–No, no tengo frío –y la asombra su propia voz, el tono de su voz, baja y un poco ronca. Esto que impremeditadamente ella ha aprendido.
–Tenés que aprender muchas cosas –dice él, y le saca el pelo de la cara.
–Tiempo al tiempo –dice Irene.
¿Acaso su voz no ha empezado a ser sabia? Piano, piano, professore, nadie le había dicho a Irene que también el amor es un aprendizaje.
–Claro que sí –dice él–. Nos queda toda la vida por delante.
La noche se ilumina y estalla. Las palabras son incorpóreas y no le dan miedo. Ahora, mientras caminan muy juntos por la calle, el beso de él es sólo un recuerdo, algo que ya está para siempre instalado en su pasado, y que la transforma. Atención, caminantes, que ven pasar como si tal cosa al treintañero y la doncella. No los miren tan frescos. Vuelvan la cabeza, tápense los ojos, ruborícense, escandalícense, envídienlos. Esto que ahora empieza es una historia de amor.

© 1987, Liliana Heker.
***
De EL FIN DE LA HISTORIA
(Fragmento)
[...]
Pero con la llegada de Celina Blech (cuando las vacaciones del árbol se acabaron) algo empezó a cambiar. Celina también había leído Los capitanes de la arena y cantaba El ejército del Ebro pero además tenía una virtud de la que Leonora y yo carecíamos: podía decir sin vacilación quién era un revolucionario y quién un reaccionario. ¿Heráclito?, decía, Heráclito es un revolucionario; y que Berkeley era, sin ninguna duda, un hombre de la reacción. Resultaba admirable escucharla: de pie junto al banco, flanqueada por niñas que se santiguaban antes de dar la lección e iban con sus madres al baile del club cada sábado, y por niñas que ni se santiguaban ni llevaban al baile a sus madres pero tampoco parecían impresionarse por el poder revolucionario de Heráclito, y ante el profesor de Filosofía, miembro activo de la Acción Católica, tenía el coraje de liquidar de un plumazo a Berkeley por su incapacidad notoria de hacer la revolución. Hija de un lírico zapatero comunista de la vieja guardia, actuaba con la seguridad de quien sabe desde siempre hacia dónde va el mundo y quién lo mueve. Fue ella quien nos inició en la lectura de Marx –cómo olvidar el salto del corazón, la alborozada certeza (también para mí) de que el mundo marchaba hacia un derrotero feliz, cuando leí por primera vez que un fantasma recorre Europa–, y cada semana, disimulada en un paquetito insospechable, nos traía la revista de la Juventud. Nunca hizo valer sobre Leonora y sobre mí su superioridad –era bonachona, solidaria, y no estaba muy dotada para el rock and roll que, pese al ejército del Ebro rumbalabumbalabumbambá que una noche lo cruzó ay Carmelá, Leonora y yo seguíamos bailando con frenesí en los asaltos de los sábados– pero igual esa superioridad estaba ahí, latente, y pronto se iba a poner de manifiesto. En todo lo demás éramos similares: las tres amábamos a Echeverría y despreciábamos a Saavedra, las tres vibrábamos con los versos de Nicolás Guillén, las tres declarábamos, con brío de republicanas en el instante mismo de una victoria, que a las tropas invasoras rumbalabumbalabumbambá buena paliza les dio ay Carmelá. Así cantábamos y asi éramos aquel invierno de mil novecientos cincuenta y ocho, cuando, en nuestra tranquila Escuela Normal del barrio de Almagro, irrumpió la Historia. Después aprenderíamos que estaba desde antes, que, sin saberlo, la habíamos ido registrando entre los pequeños acontecimientos que urdían nuestra memoria personal. Desordenadamente y sin signo –o con un signo fortuito– yo guardaba la mañana de segundo grado en que nos hicieron salir temprano del colegio porque un general había querido sacar a Perón (a quien yo imaginaba eterno y omnipresente ya que él estaba en el mundo cuando nací y ya que mi madre me había prohibido pronunciar su nombre en vano); la leyenda Libertad a los Rosenberg, leída, con las primeras letras, en paredes de calles olvidadas; el escándalo de unos primos mayores ante la frase Alpargatas sí, libros no; la voz ronca de un canillita voceando Guerra en Corea; una secreta e incomunicable envidia cuando en el noticiero del cine, como enanos dichosos, chicos que no eran yo circulaban en autitos por la Ciudad Infantil; cierta incredulidad inaugural ante la muerte el día en que la aviación bombardeó Plaza de Mayo; una emoción casi literaria al enterarme de que unos hombres, en un lugar oculto llamado Sierra Maestra, se preparaban para liberar a Cuba –país remoto del que sobre todo conocía El manisero y las festivas caderas de Blanquita Amaro–; la cara rencorosa o desolada de unos albañiles una mañana de fin de septiembre de mil novecientos cincuenta y cinco. Fragmentos recortados al azar que se me entreveraban con los equilibristas alemanes del Obelisco, con un descuartizador llamado Burgos que había desparramado las porciones de su novia por toda Buenos Aires, con una chica de nueve años que se ahogó en Campana y que podía verse, en el momento preciso en que pierde pie, ferozmente dibujada en una página de La Razón. Retazos de algo cuya figura final parecía –sigue siendo– imposible. Y conoceríamos también la sensación vertiginosa de concebirnos sumergidos en la Historia. Porque lo real, un día cercano, estaría formulado de tal modo que todo –lo que se dice todo– lo que ocurriera sobre la Tierra nos estaría pasando a nosotros. Nuestra sería la Revolución Cubana y nuestra la guerra en Vietnam; la enemistad chinosoviética y los ecos lejanos de hombres que en América o en África o en cada agobiado rincón del planeta levantaban la cabeza serían asunto nuestro. Íbamos fugazmente a conocer el sentido de nuestras vidas. E íbamos a vivir con el sobresalto –y el extraño sosiego– de haber decidido que el mundo no podía prescindir de nuestros actos. Pero ese fin del invierno del cincuenta y ocho en que alumnas correctas recitaban la lección de Astolfi y nosotras cantábamos que nada pueden bombas rumbalabumbalabumbambá donde sobra corazón ay Carmelá, ese septiembre del cincuenta y ocho la Historia vino a Mahoma: levantó a las universidades, sacudió al país entero, entró por primera vez en los colegios y, en la apacible Escuela Normal con su patio de glicinas, no dejó piedra sobre piedra. Me pregunto ahora si no habrá sido un don, una dádiva cuya excepcionalidad desconocíamos: tener quince años y una causa arrasadora. Todo parecía nítido en ese final del invierno y en la primavera que lo siguió: el pueblo de un lado, detrás de una meta tan cristalina como la educación popular; el gobierno del otro, aliado al poder eclesiástico para imponer una enseñanza dogmática y elitista. No importa si los motivos de unos y otros fueron menos transparentes. A los quince años, bajo las glicinas a punto de florecer y a la luz de un lema que parecía condensar todo lo bueno y todo lo malo que es posible para la especie –laica o libre, decíamos seguros de que estábamos abarcando el Universo–, creímos verificar para siempre palabras leídas con unción: la causa del pueblo es la causa justa, toda causa justa conduce a la victoria, nosotros tenemos un papel que cumplir en ese camino a la victoria. La embriaguez de la lucha sumándose a la del vino dorado de la adolescencia, ¿no fue esa nuestra piedra de toque, la impronta que nos marcó? Miro a mi alrededor en esta noche especialmente negra de mil novecientos setenta y seis en que sólo alcanzo a ver muerte y carne devastada, y sin embargo sigo tecleando con empecinamiento estas palabras tal vez porque no puedo arrancarme del corazón la esperanza. Porque una vez que uno ha probado tempranamente ese vino ya no puede, ya no quiere renunciar a él. Noto que me he perdido en la melancolía pero no era de eso de lo que quería hablar. O no era así. Quería hablar de ciertas dificultades domésticas. Quedamos en que tres fuimos el numen, tres la vanguardia, y nos tocaba nada menos que soliviantar a un amable grupo de futuras maestras normales que no habían pedido ser soliviantadas y que, más que a otra cosa, aspiraban al matrimonio. No fue fácil. De mí sé decir que me hice violencia para arengar a esas jóvenes masas y convocarlas a la huelga. Cerraba los ojos del alma y me tiraba de cabeza en el fárrago de mi prosa. Sólo así era capaz de cumplir con el imperativo. Porque si un solo momento me detenía a reflexionar corría el riesgo de recalar en una conclusión que me enmudecería: yo no tenía fe en que mis palabras pudieran cambiar una sola de esas cabezas que apuntaban hacia mí con distante curiosidad. 0 sea que mi futuro en la política era dudoso. En cambio Leonora... Ese septiembre se nos reveló como una Pasionaria de guardapolvo blanco. Hablaba y la Argentina era una rosa ardiente que clamaba justicia. ¿Cómo no seguirla? Tras el imán de sus palabras las recitadoras de Astolfi, las santiguantes y las blasfemas, las vírgenes y las desfloradas aceptaban plegarse a la huelga. Hasta las recalcitrantes mostraban la hilacha: encendidas de pasión reaccionaria levantaban como una bandera su fe en la Iglesia y su repugnancia por lo popular. Nadie permanecía indiferente cuando Leonora hablaba. En el aula que por años había cobijado pequeñas ilusiones privadas la conciencia política crecía como una flor nueva. No sólo estaba desafiando a las autoridades del colegio (la expulsaron a fin de año, pese a su promedio sobresaliente). Su padre, a quien ella amaba –y de quien yo en secreto añoré que fuera mi padre–, el brillante profesor Ordaz, antiguo idealista, locuaz defensor de la escuela pública y amigo de escritores, era funcionario del gobierno que traicionaba así (y de otros modos) los sueños de sus votantes. Oponerse a un designio gubernamental era enfrentar a su padre. Pero eso lo sabía sólo yo. Las demás veían lo que veían: una alta adolescente con cara de gitana. Y tal vez creían menos en sus palabras –palabras adquiridas que sabía hacer suyas sin esfuerzo– que en la voz categórica y vibrante que las pronunciaba. Así que fue Leonora la artífice de eso inusual que se registró en la escuela de las glicinas. Pero las hilos los manejaba Celina. En reuniones secretas con las pocas jóvenes comunistas del colegio acordaban políticas que –aprendimos– venían de un mandato superior. Nosotras dos éramos sus aliadas en el llano, las amigas de confianza; por algo nos había enseñado una confidencial última estrofa que entonábamos en voz baja saboreando el néctar de la rebelión: y si a Franco no le gusta rumbalabumbalabumbambá la bandera tricolor ay Carmelá, le daremos una roja rumbalabumbalabumbambá con el martillo y la hoz, ay Carmelá. Pero en las decisiones no interveníamos. No puedo decir que esa prescindencia me inquietara. Ya dije que tempranamente –y no sin conflicto– acepté que mi destino no era la política. Por otra parte, tenía en la pared de mi pieza Los tres músicos de Picasso, en mi corazón la melancolía de ser la boina gris y el corazón en calma, y amaba la ruda nobleza del herrero Maciste y los versos de Tuñón: el comunismo me acunaba, no opuse resistencia a que decidiese por mí. Leonora, en cambio, no era de las que se dejaban acunar. Poco tiempo después de ese septiembre me dijo que tenía que contarme un secreto. Aún debía durar la primavera porque el recuerdo se me entrevera con un perfume, y con una conciencia tan intensa de estar viva que es casi dolorosa. Me había pasado el brazo por el hombro y, como tantas otras veces, empezamos a caminar por la plaza Almagro. Gesto habitual ese de tenerme así abrazada, seguramente mandado por los diez centímetros que me llevaba y por cierta actitud matriarcal que tuvo siempre. A las dos nos gustaba –o ahora creo que a las dos nos gustaba– caminar así, como si sentir el cuerpo de la otra contra el propio cuerpo nos hiciera fuertes para sostener leyes universales que solíamos inventar ahí mismo, mientras caminábamos, y que tendían a eliminar de la Tierra la estupidez, la injusticia y la desdicha. La de las leyes solía ser yo, bastante propensa a inventar teorías para todo, aunque demasiado tímida o arrebatada para convencer a alguien que me conociese menos que Leonora; así que era ella y no yo la encargada de usar esos argumentos a la hora de las discusiones. Pero esa tarde no hubo ni argumentos ni teorías. Hubo una confidencia que me sacudió. Pensé mucho en su decisión esa temporada. Tal vez ahora mismo pienso en ella, y ésa y no otra es la razón de que escriba estas palabras. –Tengo que contarte un secreto –me dijo Leonora mientras caminábamos abrazadas–. Me afilié a la Juventud. Su militancia no cambió las cosas entre nosotras al menos hasta que conoció a Fernando. Nos contamos otros secretos y, en el viaje de egresadas (pese a la expulsión todas, hasta sus adversarias, quisieron que viajara con nosotras) escandalizamos a las otras flamantes maestras normales como se advierte en las fotos. Pero sin duda algo pareció cambiar en Celina Blech, cuyo saber sobre Berkeley me deslumbraba menos: Leonora me había prestado Los elementos de Filosofía, de Politzer, y ahí estaban todos: Berkeley, y Heráclito, y Kant, y Locke, y Aristóteles, y Descartes, definiéndose inequívocamente a favor o en contra de la revolución. A Celina la encontré el año pasado. Me contó que tenía un cargo importante en una multinacional –es ingeniera química– y que estaba a punto de irse a trabajar a Canadá. No soporto esta violencia, me dijo, y hablamos sobre la ferocidad de la Triple A y sobre la locura que, en la desesperada, estaban mostrando los montoneros. Lo malo no es el miedo a la muerte, me dijo; lo malo es que ahora ni siquiera sé de qué lado me puede llegar el tiro. Le pregunté si todavía estaba en el Partido. Sonrió condescendiente, como quien hace tiempo ha perdonado a la muchacha que fue. Me preguntó por Leonora. Le dije que no sabía dónde estaba y no mentía, ¿acaso podía saber por dónde andaba en ese amenazante invierno de mil novecientos setenta y cinco?

El fin de la historia ( 1ª ed en 1996; Alfaguara, Buenos Aires 2004).

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Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.
René Char


No haría falta amar a los hombres para darles una ayuda real. Sólo desear hacer mejor cierta expresión de su mirada cuando se detiene en algo más empobrecido que ellos, prolongar en un segundo cierto minuto agradable de su vida. A partir de esta diligencia y cada raíz tratada, su respiración se haría más serena. Sobre todo, no suprimirles por entero esos senderos penosos, a cuyo esfuerzo sucede la evidencia de la verdad a través de los llantos y los frutos.
René Char